(Los Mochis, 1975). La noche sobre el rostro (Equizzero, 2012) es uno de sus libros publicados.
El mediodía eleva un ancla de solares baldíos
El mediodía eleva un ancla de solares baldíos, una trasparencia oleosa y el rastro de cierto recuerdo que se siembra como a «tierra venida» de la infancia. Hubo flores de alazor a orilla del camino que reveló mi padre, sus ramas densas y espinosas alejaban a los pájaros, cardenales, mirlos y gorriones sobrevolaban el cártamo del día en desaliento, otros, desde viejos álamos, contemplaban las minutas de algodón y sus semillas desprendidas por el aire, la longitud del silencio en esos días me estremecía, julio esparcía desolación en los campos de falsos azafranes los lomos de los surcos como una provincia desconocida y lejana ceñían mis sueños de confusas palabras, de horas agolpadas que hoy entiendo, resultarán por siempre indescifrables.
En el cargante transcurrir de los segundos
Pienso que si pudiera ver mi cara
sabría quién soy en esta tarde rara.
J.L. Borges
Un cúmulo indefinido exteriorizó una sensación presentida. Cierta luz en retroceso desvaneció rostros y voces en mi abadía, advertí la nulidad del cuerpo dilatado sobre la cama, el abandono de todo objeto vinculado a la existencia. En el cargante transcurrir de los segundos como un mar inmutable que ola tras ola desgasta el filamento de la piedra, así se esparció la blancura espesa, simiente del silencio. Medrosa y disminuida, deambulo calles comunes del día. Formas de nubes suponen la pared acantilada del desconcierto. La gente me rehúye, ¿o soy yo quien declina su ociosa presencia? Ahí está el hospital, embarnecido también por ese castrante sigilo. ¿Quién ha muerto en el instante ulterior a mi pensamiento, qué dolor, qué nombre no pudo pronunciarse, qué aliento sucede de los cuerpos en [vigilia, qué seres habitan las ventosas islas, mecánicas y frías? Éstos son los hierros de la guerra y los despojos —dijo Borges. La humanidad sumida en incertidumbre, miedo, humillación. Somos aprendices de formas que vulneran, la distancia del otro, el [aislamiento. Nuevos códigos en la mirada como ver a un enemigo a través de los setos. Apenas un libro y tres monedas en el bolsillo, ¿y si esto fuera acaso el mismo [sueño?
¿Quién tiene ahora voluntad de ser eterno?
Aquí de nuevo esto, la avidez como una forma insectil que apenas se percibe, ¿quién tiene ahora voluntad de ser eterno? Escribir es intentar adentrarse a una oscuridad de pesadumbre y cansancio. Son los días rotos que siegan de los cuerpos la luz frágil de sus propias quiebras, exhalaciones turbias que no logran el balance en los pensamientos, preferiría ver el combate de aves a mi paso, a los muchachos que se besan y suben al taxi, al perro que ladra a un gato negro en la baldosa, preferiría ser esta que pretende nombrar todo y sólo deja en evidencia su tonto desaliento.
Ignoro lo que esta ceguera de infortunios
No lo sabré, nunca. Ignoro lo que esta ceguera de infortunios dispersará entre los días, existe cierta pesadumbre adentrada como agua turbia entre canales, un entramado exacto de raíces hirientes y atemorizantes. Otra tarde se desplaza, me doy cuenta que la juventud es una idea asimilada del cuerpo visible en el fragmento del espejo. El peso de la piel, su caída exacta y voluptuosa, las estrías delineando el contorno de cadera, los senos que alimentaron otro cuerpo a fuerza de silencios encallados en el rostro. Tú, que tantas veces pasas a mi lado y despojas de la ruta, abandonas, sin nombrarlas, un cúmulo de palabras fantasmales que dan contorno a esta ciudad —es decir mi cuerpo— sitiada por la torpeza del amor y el combate migratorio del deseo. Mas no eres la causa que da forma a este desconsolado lirismo sólo es un miedo invertebrado desplazándose en los márgenes de casa lo mismo que esas hormigas explorando el sitio inadvertido de su muerte.