Cuando despertó, su marido aún dormía. Era raro que no se hubiese levantado ya, que no estuviese preparando el desayuno o sentado delante del ordenador, como cada mañana. Luego comprobó que era todavía demasiado temprano, la hora del amanecer, pero se sentía tan despejada que dejó la cama.
El jardín estaba también dormido y, como el calor se había ido aplacando durante los últimos días, permanecía el aroma suave a tierra y plantas que suscitaba la humedad, todavía presente, del riego de la noche anterior. En la penumbra lechosa todavía no era posible distinguir los colores de las petunias, de las verbenas, de los geranios. Un ave grande, que no pudo identificar, acaso una paloma o una urraca, sobresaltó el silencio haciendo sonar su brusco aleteo en la parte del pequeño estanque, invisible desde la puerta de la casa.
El momento estaba tan sujeto a la quietud crepuscular que no se oía bullicio de pájaros, y ni siquiera habían aparecido los tres gatos, habituales inquilinos de la parcela a quienes ella, a pesar de lo mucho que ensuciaban el jardín, alimentaba cada día con una solicitud en la que se conservaba la huella de cierto regocijo infantil.
Preparó la cafetera y ordenó lo necesario para el desayuno. Mientras realizaba con mucha calma aquellas tareas, consciente de atravesar esos extraños ámbitos suplementarios de la vida que a veces nos depara un repentino desvelo, reconoció el marco despintado de la ventana de la cocina.
La casa tenía ya treinta años, cada día aparecían nuevas señales de deterioro que era preciso reparar, y al principio del verano se había propuesto repintar todos los marcos, aunque su entrega al jardín no le había permitido hacerlo todavía. Pero aún era muy pronto para atender las plantas, cortando los capullos secos, podando los chupones del seto, persiguiendo a las cochinillas y a los pulgones, de modo que el inesperado tiempo sobrante reafirmó aquel propósito incumplido, y bajó al sótano para buscar el bote de pintura y los demás utensilios necesarios para su tarea.
Mientras intentaba encontrar las brochas, entre trastos que el tiempo había ido acumulando con el mismo aire de azar de los restos que dejan las mareas, descubrió el caballete, el maletín de madera y hasta un cuadro a medio pintar.
No pensó más en los marcos de las ventanas, porque el hallazgo le había devuelto a una especie de nuevo despertar, como si a lo largo de los años que mediaban entre aquellos objetos y el amanecer que estaba viviendo, una parte de su memoria hubiese permanecido dormida, o sumida en un olvido parecido al sueño.
Recogió el caballete, el cuadro inacabado, el maletín en cuyo interior se conservaba la paleta, con restos muy secos de pintura, pinceles, tubos de óleo y un frasco pequeño con esencia de trementina, y subió otra vez, para salir de nuevo al jardín. Por la parte de la ciudad asomaba ya con fuerza el brillo rojizo del sol.
En medio del lienzo en blanco, en el cuadro se representaba una planta de espliego; en el resto de la superficie, el esbozo vago, a lápiz, de otras plantas y rocas, apuntaba lo que debería haber rodeado al motivo central cuando la pintura hubiese quedado concluida. Recuperó entonces el borroso recuerdo de la ocasión en que había comenzado aquel cuadro: otro verano perdido entre tantos como éste.
Buscó el lugar donde había estado aquella mata de espliego, a la que a lo largo de los años habían sucedido otras de la misma familia, ahora rodeadas por una alfombra de diente de león y flanqueadas por dos adelfas y un enorme romero. Aquél era el sitio, creyó recordar cuando los primeros rayos del sol pusieron en él un súbito resplandor dorado. Colocó el caballete, instaló en él el lienzo y acercó una de las sillas.
La luz se fue haciendo más firme con mucha rapidez y descubrió sobre la figura pintada del espliego —una planta todavía pequeña, con apenas una docena de ramitas floridas— una mancha pequeña, que al aproximarse le mostró la figura de una abeja muy bien sugerida con pocos trazos, a la que sin duda había dedicado un tiempo que ya no era capaz de recuperar en su concreto afán. En las plantas reales comenzaba entonces a escucharse el zumbido de los insectos —abejas de diversos tipos, abejorros—, una música suave que parecía replicar la inmovilidad del insecto pintado.
La luz del sol ya lo iluminaba todo con claridad cuando escuchó la voz de su marido.
—¡Qué madrugadora! ¡Y ni siquiera has desayunado!
El hombre se acercó hasta donde ella estaba absorta en la contemplación del cuadro inconcluso.
—¡Veo que has hecho un viaje al pasado!
—¿Te acuerdas de cuándo lo empecé? —preguntó, saliendo por fin de su pasmo.
—Pues hace muchos años, querida. Cuando pintabas y pintabas. Pero todo lo regalabas, no te quedaste con ninguno. Y cuando estabas con éste no sé qué te pasó. Fue el último.
En aquel tiempo pintaba mucho, ciertamente, recordó con sorpresa. Aficionada al dibujo desde niña, no había cursado Bellas Artes porque a su padre le parecían unos estudios sin destino, mucho menos interesantes que lo que le podrían ofrecer los de Derecho, por ejemplo, que él mismo había seguido hasta conseguir hacerse funcionario tras unas oposiciones. Así que había estudiado Derecho, durante la carrera había conocido a su marido, ambos se hicieron abogados, ella había dejado el bufete cuando fueron naciendo los niños, y entonces había recuperado su afición al dibujo, a la pintura.
Había empezado a pintar aquella mata de espliego cuando se propusieron colocar algo de vegetación ornamental en la parte más empinada del pequeño terreno que rodeaba la casa, aprovechando las propias rocas y empleando plantas apropiadas al clima.
¿Qué había sucedido luego? Allí estaba la figura del espliego mostrando la abrupta interrupción, junto a aquel pequeño maletín que contenía elementos que hoy tendría que esforzarse para recordar cómo utilizarlos. Y se intentaba imaginar a sí misma en el trance de pintar el cuadro, pero sólo conseguía evocar aquella acción de manera muy vaga, como si perteneciese a otra persona.
—Luego te dedicaste a los niños con la misma determinación, aunque no dejaste de dibujar. Ilustraste unos libros infantiles muy bonitos cuando Noemí estaba trabajando en aquella editorial.
También lo recordó, aunque de forma tan confusa que era como si tampoco formase parte de su propia memoria, sino de algo escuchado, o leído.
—Vamos a desayunar, anda. Luego seguirás contemplando esa obra de arte, si quieres. Hasta podrías terminarla, y así habría por fin algún cuadro tuyo en casa.
Mientras tomaban el desayuno, su marido siguió evocando tiempos pasados.
—Siempre me ha admirado tu capacidad para cosas tan especiales como la pintura o la música. ¿No viste abajo la guitarra?
También lo recordó de repente, algo remoto, como la pintura, aunque era un episodio más cercano.
—Cuando te dio por la guitarra, María estaba en la adolescencia… Compusiste aquellas canciones tan bonitas, hasta grabamos una cinta que regalamos a la familia y a los amigos, porque entonces aún no existían los cedés. ¿No has visto la guitarra? Seguro que está allí.
Claro que lo recordaba. Hasta se encendió en su mente un poema de Rosalía al que se había atrevido a poner música: Un manso río, una vereda estrecha, / un campo solitario y un pinar… Sin embargo, parecían recuerdos ajenos, o soñados, inconsistentes. Y pensó que si ahora volviese a tener esa guitarra entre las manos, casi no sería capaz de utilizarla con una habilidad mínima.
—Pero también lo dejaste un día. Como el telescopio.
—¿El telescopio? —preguntó ella, echándose a reír—. Claro, el telescopio. ¿También está abajo?
—¿Dónde iba a estar? En cuanto dejaste de interesarte por el firmamento, lo bajé. En medio de la sala era un armatoste, un estorbo.
—¡Qué bien se lo pasaba Javi con él! ¿Te acuerdas de la noche en que pudimos localizar por fin las lunas de Júpiter?
—¿Javi? Claro que Javi se lo pasaba bien, pero sobre todo tú. Hubo noches en las que estabas pegada al aparato a las tres de la mañana. Con lo complicado que es ese cacharro para enfocarlo y mantener la visión correctamente.
Era cierto. Durante uno o dos veranos, aquel telescopio, que habían comprado ante el interés que el hijo pequeño mostraba hacia la astronomía, había sido su entretenimiento principal. Acabó conociendo bastante bien el segmento de bóveda celeste visible desde su casa, y se entregaba durante horas a aquellas largas contemplaciones.
—Hasta que un día dejaste de interesarte por ello. Y Javi, en lugar de ser astrónomo, ha acabado de informático. Del macrocosmos al microcosmos.
El hombre se levantó, colocó las tazas, los platos y los cubiertos en el lavaplatos y dijo que se iba a trabajar un rato en el ordenador.
Antes de sentarse otra vez delante del cuadro inacabado, ha bajado al sótano y ha encontrado la guitarra y el telescopio cubiertos de polvo.
Ahora contempla esa abeja excelentemente resuelta y piensa en aquellos cuadros que pintó con tanto entusiasmo, en los poemas que le sirvieron para componer sus canciones, en la soledad perfecta de las comarcas de la Luna que acabó conociendo tan bien como el pequeño jardín al que ahora dedica sus desvelos.
Ya no puede acabar el cuadro, no sólo por la enorme pereza que siente ante la idea de empezar a preparar los pigmentos, sino porque comprende que aquella persona que comenzó este cuadro ya no la habita, ya no tiene nada que ver con ella. Y permanece durante un rato contemplando esta planta humilde que sobrevuela una abeja inmóvil, hasta que la fuerza del sol le hace cambiar de lugar. Además, es la hora de repasar el jardín.
Ahora ya todas las flores muestran su textura y su colorido. Cerca del estanque hay unos cuantos rosales que, a estas alturas del estío, todavía están floridos y con nuevos capullos. Descubre algunas flores secas y va a buscar la podadera, mas de repente le invade un súbito desánimo y se sienta otra vez a la sombra, y se pregunta por qué dedica tantas horas diarias a este espacio, por qué lo ha convertido en una obligación insoslayable, por qué no ha permitido que la vegetación natural se apodere nuevamente de él.
Y mientras lo considera, siente que dentro de ella está muy cerca de producirse un evidente abandono: aquella que con tanto ahínco ha mantenido el jardín a lo largo de los últimos años, pendiente de los plantones, de los abonos y de los insecticidas, de cavar la tierra y de regarla, de ordenar con cuidado las piedras blancas que acotan los parterres, está a punto de salir de ella, de marcharse para siempre, cumpliendo el mismo alejamiento súbito de aquellas otras que fueron entusiastas de la contemplación de las estrellas, del rasgueo de la guitarra, de la cuidadosa mezcla de pinturas en la paleta.
Pero esta vez es consciente de la amenaza e intenta retener a la tránsfuga, se esmera en la búsqueda de capullos sin fuerza, de flores y ramas secas, recoge en una bolsa de plástico los excrementos de los gatos.
«No me dejarás», murmura. «Esta vez no te irás».
Al terminar su labor, vuelve a sentarse y contempla el jardín, pero ya sin el embeleso de costumbre. Está muy desorientada, y comprende, por primera vez en su vida, que todas esas transeúntes hoy desaparecidas formaron parte de lo que ella era, de lo que es, alguien en este momento tan inescrutable, tan misterioso, que se siente invadida por un miedo repentino.