(Trujillo, 1976). Su libro más reciente es Canción del manicomio (Hipatia Ediciones, 2021).
Ya había amanecido cuando Wilson bajó del desvencijado bus de la empresa de transportes El Dorado. Venía de Lima a visitar a sus padres en Trujillo, aprovechando los feriados de Semana Santa. El vehículo se detuvo frente a su agencia en la avenida América, a unos metros del Óvalo Grau, y dejó a los pasajeros en la pista. Ya en tierra firme, luego de parar tres taxis y regatear airadamente las tarifas con los conductores, decidió abordar un viejo Tico que estaba estacionado a cierta distancia. ¿Cuánto quiere pagar? —le había preguntado el taxista—.
Cinco soles, aquí nomás a Borgoño con la avenida del Ejército… No llevaba consigo más que una mochila, de modo que con rapidez se subió al auto y éste arrancó de inmediato. Soy de acá, hermano. Creen que porque me bajo de un bus interprovincial soy forastero y me quieren sorprender.
El taxi tomó la avenida América, pasó por el pub Luna Rota y el complejo Chicago, y mientras Wilson se detenía a pensar en lo rápido que cambiaba su ciudad natal en ausencia de él, el auto dobló en la esquina de Suárez, en dirección bastante contraria de su destino. Un único pensamiento, veloz y obsceno como aquella circunstancia, relampagueó en su mente: Ya me jodí. Acto seguido, a tan sólo una treintena de metros de la avenida, el vehículo fue abordado por dos tipos cuyas facciones Wilson, aterrorizado, no fue capaz de retener en su memoria. El que se sentó junto a él en el asiento trasero, con un par de palabrotas y un solo golpe en la espalda con la culata de su pistola, le quitó las pocas ganas que tenía de oponer resistencia. Le puso el arma en el costado y lo obligó a reclinarse hasta terminar encogido en el piso del Tico. A continuación, le envolvió la cabeza con la casaca que Wilson llevaba a la mano y procedió a extraerle la billetera del bolsillo posterior del pantalón y el celular. Al ver esto último, lanzó una carcajada infernal. Luego alcanzó ambas cosas a su cómplice, que viajaba en el asiento del copiloto y tenía «las manos desocupadas».
En el piso del Tico, en las tinieblas, Wilson sintió náuseas. Inmediatamente después de subir los delincuentes al vehículo, éste había reiniciado su marcha, pero él no podía saber hacia dónde lo estaban llevando.
¿Se estarían adentrando en las profundidades del temible barrio Chicago? ¿Qué le iban a hacer? No tenía más que dos monedas de cinco soles en el bolsillo secreto de sus pantalones y un cheque de diez en su billetera. Dada su naturaleza ahorrativa, no solía gastar más que en lo que él llamaba «lo estrictamente necesario», por lo que no cargaba mucho efectivo con él. ¿Para qué?, solía preguntarse, ¿y si me cuadran?
No recordaba ninguna ocasión en la que hubiera sentido tanto miedo ante la inminencia de un peligro. O tal vez sí: aquella vez en el cerro Campana. Sus dos amigos y él llegaron de milagro a la cúspide, sin sogas ni equipo de ninguna clase. Y no es que fuera muy alto, sino que ese cerro era traicionero. Sólo los conocedores podían encontrar el camino de regreso y descender por la rocosa ladera sin lastimarse demasiado con las espinas de las pencas. No ellos, por supuesto: tres estudiantes de medicina lo bastante imbéciles como para salir a trepar un cerro en domingo porque sí. La bajada fue el problema: no había de dónde agarrarse. Se tuvieron que sentar y arrastrar el culo por varias horas, lento, lentito, con cuidado de no resbalarse, rodar y desgramputarse. Wilson sólo pensaba en la muerte. Sus amigos le recordaban, cada vez que tenían ocasión, lo cómicos que sonaban sus gritos: ¡Me cago de miedo, me cago, me cago…! En aquel momento estaba a punto de hacerlo, literalmente.
Otra risotada tanto o más diabólica que la de su compinche lo sacó de sus cavilaciones.
—Puta madre. ¿Eres médico y andas con esta huevada? —el asaltante, al revisar sus documentos, había encontrado su carnet del Colegio Médico—. ¡Contesta, pe! —le hundió el cañón del arma en el costado el otro delincuente—. ¿Mudito eres, doctorcito?
El terror que sentía de pronto se trocó en la extraña dignidad que lo invadía cada vez que debía defender su económico y frugal estilo de vida de las críticas constructivas de sus familiares y amigos cercanos.
—Es un Nokia clásico… —su voz logró filtrarse por la pared de tela de la casaca que le cubría la cabeza y llegó débil hasta los oídos de su captor.
—¿Ah? ¿Qué dices? ¿Que eres un tacaño hijo de puta? —y continuó entre carcajadas—: ¡Ni mi abuela
tiene un huaco como el tuyo, pendejo! Debes tener tus ahorritos, ¿no? Ahora nos vamos al cajero y nos vas a dar las claves de tus tarjetas. Y no te me vayas a equivocar, ¿eh?, que si mi socio regresa con mala cara te voy a sacar tu mierda.
El carro se había detenido y desde lejos llegaban reminiscencias de música electrónica. El hombre le descubrió la cabeza parcialmente, pero siguió presionando sus omóplatos con la rodilla. De nuevo le pidió la clave de las dos tarjetas que habían encontrado en su billetera. Wilson recordó la cifra que tenía ahorrada en el Scotiabank. ¡Eran cinco dígitos! Desde que comenzara a hacer la especialidad en Lima, hacía año y medio, no había gastado más que en su cuarto y su comida. El resto de sus sueldos estaban ahí, ahorraditos. En la Multired sólo tenía su paga del último mes, la que ya iba a pasar al otro banco para tenerlo todo en un solo sitio, como siempre. ¡Pero era un sueldo completo! Y ahora esos malnacidos le iban a vaciar las cuentas. Iban a hacerse con su dinero sin trabajar, esos miserables. ¡No! No les iba a dar ninguna clave.
El guantazo que le dio el choro en la espalda lo hizo cambiar de opinión al instante.
—¡Dame las claves, conchetumadre…!
—¡Cero cinco diez!
—¿Estás seguro? —le propinó otro golpe en la cabeza.
—¡Sí! ¡Cinco de octubre, el Día de la Medicina Peruana!
—Ya… ¿Y la clave de la Multired? —trató de agarrarlo de los pelos, pero no pudo. Wilson pedía siempre que le cortaran el cabello al uno o al dos. Así le duraba más la peluca y ya era un gasto menos.
—¡Es la misma! ¡Lo jurooo!
Hasta ese momento todo había sucedido con una rapidez espeluznante. Sin embargo, el tiempo que se tomó el rufián para sacar el dinero de los cajeros le pareció larguísimo. Esos interminables remixes electrónicos, que aún se escuchaban, no servían como medida de tiempo. Cajeros automáticos, una discoteca… Debían de estar en el Mall. ¿Dónde más? Con la cabeza de nuevo cubierta por su casaca se sitió humillado hasta el infinito. Tal había sido su miedo, no tanto a la muerte sino al dolor, que no había sido capaz de resistir un poquito siquiera antes de decir la clave.
—¡Vamos! —cerró la puerta el delincuente y el Tico arrancó.
—¿Se pudo?
—Sí, pero sólo el monto máximo del día. Este huevón tiene un billetazo. Mira —le alcanzó el voucher de la operación—. Tendremos que guardarlo unos días con nosotros para sacar todo, carajo…
—¿Dónde lo vamos a guardar? No jodas. Nosotros no le entramos a eso. Además, por más feo que sea este cojudo, debe tener alguien que lo eche de menos y lo van a empezar a buscar. Ya perdimos, mierda… —le dio varios golpes en la espalda y la cabeza para desahogarse, y ya, después de respirar hondo, más calmado, continuó—: Hay que llevarlo a su jato. ¿A dónde pidió la dama que lo llevara, maestro?
El taxista, que había permanecido mudo en prácticamente todo el «operativo», contestó lacónico:
—Borgoño con la avenida del Ejército.
Unos pocos minutos después de reiniciado el viaje, notó que el terreno dejaba de ser plano, motivo por el cual el vehículo ahora se movía con dificultad. Tal vez el auto paró, tal vez no. Lo cierto es que la puerta se abrió de súbito y fue impulsado hacia afuera por un violento empujón. Wilson no era una persona de reflejos rápidos, por lo que le tomó varios segundos entender que lo habían liberado. La casaca, a pesar de haberle estado cubriendo la cabeza cuando voló fuera del auto, no evitó que la boca y la nariz se le llenaran de arena. Se sentó y mientras escupía tierra y se limpiaba la cara vio que el Tico, que ya se había alejado un buen trecho, retrocedía. Alcanzó a ver la placa, pero el número, al igual que los rostros de los maleantes, tampoco lo pudo retener en su memoria. De pronto, un oscuro objeto surcó el aire en su dirección, como un meteorito, pero, a pesar de la buena puntería del lanzador, no logró atinar contra su planetaria cabeza. Se trataba de su legendario Nokia 1100, modelo antirrobo.
En un primer momento creyó que estaba en La Esperanza, un conocido barrio marginal en las afueras de Trujillo, pero algo salado en el aire, cierta brisa, lo disuadió de aquella conclusión. Por alguna razón recordó la escena de la película El Planeta de los Simios que lo había atormentado durante su infancia: Charlton Heston arrodillado en la playa frente a la Estatua de la Libertad semienterrada. Detrás de él, sólo mar y rocas. Los paisajes de la desolación suelen estar compuestos de los mismos elementos.
—¿Está usted bien, joven? —le preguntó un hombre que salió de la bodega Karlita y se acercó a él, ya que Wilson no atinaba a dar pasos en ninguna dirección y seguía parado en media pista.
—¿Estoy en Huanchaco?
—Nooo, todo esto pertenece a Víctor Larco. Huanchaco está más pa’l fondo.
Lo habían dejado en la zona de La Poza, a una cuadra de la playa. Toda la pasividad que había demostrado durante el atraco se había trocado en histeria y hasta agresividad. Le exigió al hombre de modo poco amigable que llamara a Serenazgo y que lo ayudara a conseguir un taxi a la comisaría más cercana. El caballero, primero comprensivo, intentó explicarle que taxis por ahí pasaban muy poco, que si quería uno podía ir en mototaxi hasta la Seoane, y ahí tal vez que lo levantaba alguien. La comisaría de Buenos Aires estaba bien lejos. Pero Wilson, exaltado ahora, insistía en que él «lo tenía que ayudar», que esos miserables tenían sus tarjetas y sus documentos y le iban a vaciar sus cuentas. El hombre le sugirió que usara su celular, a lo que él respondió que no tenía saldo y que «no iba a gastar en una recarga en ese momento». Fue así que el hombre decidió mandarlo a la mierda. Con la ofuscación in crescendo, caminó hacia un mototaxi que vio estacionado en una esquina. Conservaba sus dos monedas de cinco soles en el bolsillo secreto del pantalón. El conductor de la moto le pidió dos soles por llevarlo hasta la avenida Seoane. Wilson sintió que ya no podría contener por más tiempo sus lágrimas de impotencia ante tanta injusticia.
—¿Dos soles por cinco cuadras? ¿Me has visto la cara de imbécil?