Desde Salamanca / Javier Hernández

Seducido por la figura histórica de Fernando de Rojas, Luis García Jambrina va tras la pista de lo posible. (De lo permisible). Interesado, principalmente, en hablar de las andanzas salmantinas del genial bachiller, el escritor zamorano inventa lo desconocido, a fin de crear algo que no es una biografía novelada, ni tampoco una crónica literaria al uso, que ilustre, en exclusiva, los acontecimientos del ayer. Subordinando la vida real a las estrategias de la ficción, y posibilitando el desarrollo de una serie de situaciones extraordinarias, que no obedecen a ninguna predeterminación, indiquemos que García Jambrina profundiza en lo que se desconoce para concebir el relato potencial de una totalidad —cultural, en este caso.

Desde luego, semejante hecho aproxima su trabajo literario a las proposiciones de la ¿Nueva? Novela Histórica: como se sabe, narrativa emergente que impone pautas de acción con respecto a la movilidad del personaje y las situaciones que debe atravesar; pautas heterodoxas, vale precisar, las cuales obedecen más a una necesidad artística —manifestada por el creador desde el principio— que a una necesidad oficial, propia de la Institución o de cualquier otro grupo en el poder.

De esta suerte es fácil entender el que García Jambrina invente un personaje histórico que facilita, entre otras cosas, el desarrollo de la vivencia propia, autónoma y divergente; de igual modo, el que utilice los datos específicos de una época (las postrimerías del siglo xv), pero sólo para detallar la voluntariedad de dicho personaje, la manera en que se desenvuelve, el tipo de contactos que establece, entre otros aspectos. Dedúzcase, pues, que lo que el autor de Oposición a la morgue y otros cuentos (1995) sugiere es que el criterio expuesto fundamente una literatura plena, gracias a la cual se aborden aspectos asombrosos de la vida de Fernando de Rojas: aspectos fantásticos que, ante todo, son el resultado de la enseñanza y aportación de «algunos libros ajenos», y de la «imaginación propia».

Y ello es que, como en otras novelas destacadas, en las que el telón de fondo de la antigüedad enrarece las venganzas y los crímenes violentos, y en las que además se subordina eso que el crítico norteamericano Seymour Menton ha denominado «la reproducción mimética de cierto periodo histórico a la presentación de algunas ideas filosóficas», en El manuscrito de piedra constatamos el desenlace de una trama misteriosa, cuya originalidad descansa en la conexión sutil que García Jambrina establece entre el mundo de la realidad y el de la ficción, precisamente al tomarse «ciertas libertades» y utilizar personajes que «vivieron hace cinco siglos» y «que, en muchos casos, siguen siendo un enigma»; «enigma», cabe apuntar, que García Jambrina utiliza con libertad y le permite indagar en aquello que revela la movilidad de un personaje que existió, que escribió (incluso) la obra cumbre del renacimiento español, pero que ahora aparece con nuevas características y actuando en el contexto de una realidad distinta, que se nutre de la ficción.

De ahí que me parezca que, en más de un sentido, El manuscrito de piedra sea un homenaje a la ciudad de Salamanca: localidad castellana donde se desenvuelve el relato, y donde Fernando de Rojas lleva a cabo una serie de investigaciones policiacas, luego de estar «convencido de que los buenos años de estudiantes se habían terminado» y había «llegado la hora de salir a la palestra y de comprometerse con una causa», aunque «no fuera precisamente la suya». En tal dirección, no está demás insistir en la idea de que la vocación salmantina del relato permite que El manuscrito de piedra forme parte de esa selecta lista de libros que han hecho de la denominada «Atenas de Occidente» una referencia importante para la comprensión del relato, y, por qué no decirlo, el avance de un subgénero: el de la novela de campus. Al lado de joyas de los Siglos de Oro como El lazarillo de Tormes (1554) y La Celestina (1499), del mencionado Fernando de Rojas, o de obras más recientes, escritas por autores destacados como Gonzalo Torrente Ballester, Miguel Delibes o Luciano G. Egido, entendamos que la novela de García Jambrina brinda una imagen total de la ciudad universitaria, en la que lo más importante es destacar su pasado y mitología profusa, el modo en el que estas categorías evolucionan a través de los años y dan pie a un sinfín de interpretaciones. Así, podemos indicar que García Jambrina utiliza como pretexto una anécdota sugerente, relacionada con la vida ficticia del continuador de la (Tragi)comedia de Calisto y Melibea, con el objeto de plasmar, en realidad, su visión de Salamanca: esa ciudad singular y fascinante que, a lo largo de la obra, adquiere un protagonismo especial… y revelador. (Salamanca, afirma García Jambrina, en una entrevista, es «la protagonista [de El manuscrito de piedra], ya que me interesaba mucho que el lector visualizara la ciudad en su conjunto, sus calles, sus conventos, la zona del río, las tenerías, la casa de mancebía […] A través de los ojos del protagonista se recorre una ciudad que está en un momento de cambio, es aún una ciudad medieval con la mayoría de las calles sin empedrar. Todo eso hay que hacerlo perceptible para el lector y para ello, cuantos más datos manejes, mejor»).

Es importante señalar, una vez más, que el propósito que García Jambrina persigue es el de crear una obra de misterio, que precise lo que Salamanca es y ha sido desde el punto de vista literario. Particularmente, creo que esto se logra cuando el escritor, en un intento por darle un giro de 180 grados a los tópicos que existen en relación con el imaginario de la ciudad, trae a colación los nombres de Hércules y Boyero, Antonio de Nebrija y la Celestina, Cristóbal Colón y Abraham Zacut… personajes que participan, en mayor o menor medida, de esa «cultura» segregada por los «siglos», que se alimenta de las «paradojas» (Juan Manuel de Prada).

En definitiva, con El manuscrito de piedra García Jambrina propone una obra promiscua, donde el pasado se mezcla con la invención y donde, de forma cabal, se ofrece una imagen distinta de Salamanca; una imagen literaria que revela sus posibilidades, justo en el momento en
el que quien escribe concibe ese relato ficticio que reclama, sin más, otra
disposición.

 

El manuscrito de piedra, de Luis García Jambrina. Alfaguara, Madrid, 2008.

 

 

Comparte este texto: