Su adiós me dejó un paladar triste, playas muertas y una sensación de que pudo haber sido diferente.
Realmente, dar una explicación viene sobrando, simplemente me fui y ella se quedó, yo me quedé pensando en ella y ella no.
Y sí, sí quisiera que ella llegara un día arrepentida a pedirme perdón o una oportunidad.
Es como si el eco de sus ojos se me trabara en la garganta cuando trato de decir Julieta.
Cada palabra que le escribo me hace más patético y a ella más lejana, apuesto a que el romanticismo se está retorciendo en su tumba.
Como la música de una película romántica la encontré por casualidad, vi su espalda de poesía y supe que tenía que ser mía, ella me miró sin compasión y yo respondí como la guerra.
La abracé por la cintura, con sus brazos aferrados a mi cuello sentí galopar salvajemente mi corazón, oliendo sus cabellos, borracho de ella.
Supe que estaba perdido cuando empecé a hablarle como niño chiqueado. Las palabras brotaban ágiles, arriesgadas, las estrellas nos sonreían desde sus barcos mientras la espuma del océano nos enfriaba los dedos de los pies, alejando los sueños.
Todo era mágico. La Luna era una sonrisa colgada en el cielo, y cuando ella sonreía, los ojos le brillaban. El Sol hubiera tenido que apartar la vista de sus ojos.
Jugando desesperadamente, queriendo vivir.
Me daba miedo pensar que no la conocía y tal vez por eso lo hice, apostar lo que queda, sentir la adrenalina. Abrirte por completo, enseñarte con todo y cicatrices, contar historias y demostrar que todavía tienes futuro.
Todo empezó fácil, fluido como las cosas que están hechas para ser. Encontré la manera de acabar sentado junto a ella, y hablamos. Y hablamos. Y hablamos.
Sus palabras eran deliciosas, su sonrisa más.
Me estaba susurrando al oído y la besé sin pensarlo.
No había mucho para pensar, pero sí para arriesgar.
Sé que también ella respiró el hechizo, infantil y aterciopelado.
Quien diga que la magia está en los besos, miente.
La magia se materializó cuando la miré, y no se marchitó ni siquiera cuando ella la dejó morir. (Estas palabras son mi testigo.)
Ella inundando las grietas de mi corazón desierto, empezar otra vez, como si me la hubieran puesto enfrente para saber si era humano.
Así fui humano, y como tal…me equivoqué.
Nunca supe quién era… Supe que era hermosísima, dulce de leche, sonreía conmigo.
Supe que me encantaba lo poco que conocía.
Era como si me hubieran encarnado un sueño, una esperanza, donde mis grietas no gritaran por las noches. Donde no habría más domingos de distraerme viendo el polvo reflejarse entre la luz de la ventana, de mirar al vacío… de estar vacío, y estar solo.
Algo en mi fondo resucitó, y fue para mí sol, arena y espuma de estrellas. Fueron sólo siete días con sus noches, donde cada atardecer fue la metáfora.
Tal vez algo salió mal, pero prefiero creer que así tenía que ser.
Esa noche dormí con mi piel rozando la suya, hubiera jurado que ella me amaba también.
Amaneció arena fría.
Ella despertó, abrió sus ojos, mariposeando, y me mandó un beso antes de recostarse de nuevo.
Ese beso todavía lo llevo conmigo a donde voy, lo guardé en el rincón más blindado de mi corazón, para que no lo erosione el mar ni lo manche el polvo del camino.
Cada vez que pienso en ella la recuerdo en ese momento y me dan escalofríos, porque ese fue el instante más real de mi vida.
Le dije todo en la tarde de ese día, le expuse cada herida… la amé con muchísimas letras.
No recibí respuesta.
Cuando callé, el silencio nos separó, sólido, tangible y helado.
Mientras cada quien tomó su camino, algo me dijo que ella estaba muy lejos, casi del otro lado del valle.
Ésa fue la última vez que la vi.
Loa, marineros de Neruda, besan y se van.
Si hay una vida después de ésta, la volveré a encontrar, sólo para que se dé cuenta de que si alguna vez alguien en esta tierra supo lo que era amar sin preguntar, fui yo con ella.
Todavía hay veces en la madrugada, cuando el viento sopla entre los lugares donde alguna vez tuve alas, que la extraño. A veces todavía me duele.
No me importa, es la prueba de que estuvo ahí, arriesgarse no es malo, pero cómo duele perder.
Sin adioses.
Le regalé la verdad y una arteria de mi tinta cada semana.
Algún día lo sabrá, aunque hoy se quede entre yo y Dios.
Algo de ella se quedó conmigo, la inspiración. (Fuente aeróbica de la inmensidad), llevo su eternidad en mi carne.
Pase lo que pase, yo me quedé con ese beso. Es mío para siempre, como una parte de mí es suya.
Por eso no me importó ser como los marineros de Neruda, que besan y se van.