Cierro los ojos y vuelven revoloteando a mis oídos, como todas las noches; parecen casi indescifrables, tan sorprendentes como la primera vez y tan atemorizantes.
La primera noche estaban a mis espaldas y no quise voltear por temor a encontrarme con algo desconocido; creo que soy tan cobarde… Recuerdo que fue una lluvia de voces, una lluvia de susurros, todas ellos hablándome, todas ellos contándome una historia, no me dejaron dormir, no me permitían dejar de prestarles atención. Tuve que levantarme y tomar un vaso de agua. Juraría que sentí que me estaba volviendo loco, las voces cesaron en ese momento. “Se fueron”, pensé. Me encerré de nuevo en mi cuarto y encendí mi lámpara, soy tan miedoso que eché un vistazo por mi pequeña habitación y, como era obvio, no había nadie. Apenas cerré los ojos y las voces llegaron de nuevo; me pedían hablar de esto, hablar de lo otro, cada quien con su tema, pero yo seguía asustado y sin entender nada. Fue entonces que presté más atención, dejé de oír para empezar a escuchar, fue entonces que entendí las voces, que entendí sus susurros.
Por eso todas las noches subo las escaleras y complazco a uno de mis inquilinos, pasamos las madrugadas dándole forma a sus susurros, pasamos las horas compartiendo sus historias, tal vez así algún día pueda cerrar los ojos sin que sus voces vuelen por la habitación y por fin me dejen dormir en paz, quisiera saber qué será de mí sin ellos. ¿Qué seré sin los susurros? Empiezo a creer que no deberían irse.