(Campeche, 1988). Autora de Niebla ardiente (Alfaguara, 2021).
Apenas llegamos, quedé sin habla. Me aterrorizaba ver tanto blanco, cubriéndolo todo, siendo todo. Había echado una mirada a una enorme cantidad de fotografías en páginas de internet, cuentas de Instagram de cualquier viajero, incluso videos, pero lo que invadió mi estómago una vez que estuvimos ahí fue un profundo vacío, no sentirme parte de la Tierra, sino un astronauta perdido en la superficie lunar. Tuve miedo.
—Alita, por aquí —dijo mi madre, sacudiéndome un poco del brazo. Me llamaba así, incluso ahora, que sólo nos veíamos de vez en cuando y yo estaba más cercana a ser una adulta madura que una joven, se le había quedado la costumbre de toda la vida de decirme Alita; no Ale ni Alejandra, Alita.
—Éstos son sus brazaletes, no se los quiten en ningún momento —anunció el guía del viaje—. Es por precaución. Tenemos cuatro horas para recorrer el parque y llevar a cabo actividades grupales antes del atardecer, no se permiten las individuales, y nos retiraremos después de cenar frente a la fogata. Les pido que no apaguen el gps ni se alejen del grupo, estamos en medio del desierto, no tarda en oscurecer por completo y podrían perderse de inmediato.
Mi madre asintió, yo también, y después sonrió. Estaba feliz. No le había visto esa sonrisa en mucho tiempo, se iba saliendo con la suya.
—No sé cómo tu papá y yo pasamos tanto tiempo en Albuquerque y nunca viajamos unos cuantos kilómetros para venir aquí —dijo, poniéndose el sombrero.
—Son más que unos cuantos. Cuando estabas con papá no salías al campo, no escalabas, no te gustaban los parques.
—Me hubieran gustado —respondió.
Mi madre había sido diagnosticada con cáncer de mama un año atrás, etapa dos, concluyeron los tres doctores que la trataron; la operaron a los dos meses y el cáncer desapareció casi por completo. Casi. Hace poco más de un mes volvió, si no con la misma intensidad, lo hizo como cualquier enfermedad silenciosa, con crueldad y calma. Apenas lo supo, decidió que tenía que venir a White Sands. Mi madre, a sus cincuenta y cinco años, llevaba quince recorriendo parques nacionales, subiendo montañas, haciendo deportes que yo pensaba imposibles a su edad, pero ella no. Fue cuestión de comenzar, adquirir condición física poco a poco, hacer amigos que se dedicaran a lo mismo y unírseles en los viajes desde El Paso, donde vivíamos desde que entré a la adolescencia.
Le llamaba por teléfono los fines de semana, siempre al teléfono fijo, pero si marcaba muy temprano no estaba porque se había ido al parque a hacer yoga con sus compañeras del trabajo, siempre más jóvenes que ella; o si le llamaba por la noche, quizá no había regresado de una excursión a las afueras de la ciudad. Las primeras veces le preguntaba qué encontraba de bueno en eso y con esa gente y siempre respondía que sentía que le ganaba tiempo a la muerte, pero muerte era una palabra que ni mis hermanos, ella o yo pronunciábamos de un tiempo a la fecha.
—Alita, ¿quieres hacer sandboarding? Los del grupo venían a eso, úneteles.
—No, mamá —le respondí—, sabes que no me gusta.
—¿Y las motos? Yo creo que tomaré un turno para el recorrido de una hora.
—Tampoco. Mamá, no sé qué hacemos aquí.
Lo sabía. Ella siempre quiso visitar White Sands, al menos de unos años a la fecha, y presentía que si no lo hacía ahora, cuando la enfermedad había regresado pero no atacaba como las primeras veces, después no podría, después, no sabíamos nada del después. Mis hermanos no quisieron venir, Carla y Jonás dijeron que era una locura; estaban en lo cierto, siempre están en lo cierto, toman las decisiones por ella desde que conocemos el diagnóstico, desde que papá murió hace quince años y pensaron que su nueva rutina de senderismo y deportes de montaña era una etapa. Carla y Jonás nacieron al mismo tiempo cuando mi madre era menor de edad; Carla y Jonás parecen más mis padres de lo que fue el verdadero, que redujo a mi madre a la fragilidad de una muñeca, pero ya era una mujer diferente, después de que compró una bicicleta y dijo que quería usarla para salir al bosque de vez en cuando porque necesitaba aire fresco para despejarse.
—Alita, si no te subes conmigo a la moto, le pregunto a alguien si quiere pasear, yo pago la renta por una hora en la última vuelta, antes de que se oculte el sol —dijo, interrumpiendo mis pensamientos—. ¿Vamos?
—Te acompaño —respondí sin convicción.
Eran las cuatro de la tarde pero en esta época del año anochecía antes, nos iríamos después de la actividad en la fogata. White Sands es un lugar impresionante, parece otro sitio fuera de la superficie terrestre, pero lejos de ello no tiene nada de especial. Toda la vida he tenido la arena del desierto pegada a la piel, arena que hierve o es helada de madrugada, que invade los ojos y se adueña del cabello, que asusta si no tiene color porque la arena se traga todo, es como el mar, incluso peor.
Eché un último vistazo a mi teléfono, pensando que mi madre no me veía, pero ella ve todo. De camino al parque el guía nos dijo que la señal de teléfono fallaba mucho y en algunos sitios era inexistente, por ello el énfasis en mantener unido al grupo y darnos a cada uno un gps, por si acaso. Mi madre me miró, como diciendo que podía sobrevivir sin estar pegada al teléfono, que la vida no se acababa si no recibía un mensaje para calmar mi ansiedad, ella, que bien sabía que la vida significa mucho más que prestarle atención a otros que no la otorgan, y que por lo menos en ese desierto blanco debería olvidarme de quienes me olvidan.
Caminamos en círculos con el resto del grupo, no más de quince personas. Todo mundo se sacaba fotos y nosotras no, al menos de momento; mi madre caminaba entre las dunas, subía algunas, bajaba otras, se sentaba en las más altas y yo siempre iba detrás de ella. Fuimos a ver a quienes hacían sandboarding y nos quedamos ahí un buen rato, sin decir nada, mirando sus movimientos, cómo sus cuerpos surcaban la totalidad blanca a esa hora en que el cielo también era blanco, limpio de cualquier nube. Fuimos al área de animales pero ahí no nos quedamos mucho tiempo, mi madre siempre decía que los animales en cautiverio son un entretenimiento horrible, y seguimos caminando por cada sendero señalizado como abierto a los turistas.
—Una vez Clara y Jonás ahogaron un gatito —soltó de repente. Por mi reacción, estuvo obligada a seguir contando—. No fue su intención, tenían seis años, querían bañarlo, era un gato que recogieron en la calle y lo metieron a una cubeta, pero la cubeta era demasiado profunda.
—Eso es horrible. Eran unos niños espantosos, mira que matar un gato.
—Mi primera reacción fue de terror. Cualquiera de ellos pudo haberse ahogado. Después les expliqué lo que sucedió con el gato y ellos y yo lo enterramos en el patio de la casa de Albuquerque, junto a un árbol que tal vez viste en las fotos. Ese mismo verano nos mudamos a El Paso, yo ya estaba embarazada de ti.
—Jamás había oído la historia del gato —respondí, pensativa.
—Casi nadie cuenta los episodios vergonzosos de su vida, porque hay de vergüenzas a vergüenzas. En cambio yo, he contado infinidad de veces el terror que se siente al pensar que uno de tus hijos, o ambos, pudo ahogarse en una cubeta. Ser madre es tener miedo todo el tiempo, querer absorber las enfermedades de ellos para que no las sufran y, cuando al fin te enfermas, desear salud para estar siempre al pendiente de los otros.
Mi mamá nunca hablaba así, casi no conversaba con nadie, pero desde que inició el tratamiento deseaba hablar con nosotros a como diera lugar, porque después tenía días de cansancio y silencio absoluto. Carla y Jonás la escuchaban con paciencia, le daban sus medicinas, la cuidaban por turnos y le seguían el ritmo cada vez que contaba algo de nuestras infancias, pero yo no podía con eso, tenía un monstruo en el pecho y el estómago, un monstruo que rugía cada vez que recordaba que a mi madre había algo que la devoraba por dentro.
Cuando calculamos que llegaba la hora del paseo en motocicleta, nos acercamos al camino.
—La primera vuelta puedo hacerla manejando, tú vas atrás
—pidió, entusiasmada.
No podía decirle que no, no iba a negarle conducir por las dunas y seguir la carrera a los que iban delante de nosotras, varias parejas de treintañeros, algún chopper veterano y un padre con su hijo mucho menor que yo. Mi madre me dio su sombrero, lo amarré alrededor de mi cuello y tomó el control de inmediato, la vi apretar con orgullo el acelerador y probar el freno antes de comenzar, estoy segura de que debajo del casco sonreía para retar a la velocidad. Comenzamos el recorrido y lo hizo lento, no quería precipitarse; yo me sostenía del asiento, no quería apretarla demasiado y lastimarla, ella era tan frágil que cualquier contacto me daba miedo. Apenas entendí cuando me dijo que sacara el teléfono y tomara fotos, muchas, todas las que pudiera, porque el sol ya se ocultaba y no quería perderse el espectáculo. Eso hice. Le di un vistazo a mi señal inexistente y me resigné a ello, saqué una y varias fotos, el rojo naranja del cielo con unas líneas azules muy a lo lejos y el blanco total de la arena, ese blanco aterrador que continuaba provocándome un nudo en la garganta. Saqué una foto del espejo retrovisor, mi rostro por encima de los hombros de mi madre, como nunca habíamos tenido una porque no recuerdo que alguna vez ella me hubiera llevado en la espalda, no nos inventamos juegos porque durante la infancia no había ánimo para ello.
A medio recorrido, bajó la velocidad de la motocicleta, los demás iban muy por delante de nosotras hasta que se perdieron de vista. Me pidió hacer el cambio, quizá la adrenalina de ir manejando, además de las horas de caminata, habían conseguido agotarla o sólo quería ver el atardecer sin distracciones. Tomé el control de la motocicleta y continué manejando, cuidando de no dar saltos súbitos que pudieran lastimarla. Mi madre pegó más su cuerpo al mío, su frente con mi espalda, y entonces pude sentir, o no, la ausencia del pecho. Desde la operación, ella no hablaba de eso, bajo ninguna circunstancia, ni por una futura operación reconstructiva ni con pena ni dolor, no lo mencionaba. No lo mencionaría yo en ese momento.
Alcanzamos a los demás motociclistas en la última vuelta, de regreso al sitio de entrega de las motos. El sol acababa de ocultarse y los organizadores del recorrido habían instalado unas luces portátiles donde encenderíamos la fogata, cerca de unas carpas con contenedores de salchichas, panes, malvaviscos y bebidas. Cuando mi madre se quitó el casco, a la luz de esas lámparas pude ver sus ojos pequeños, tanto por el cansancio de los meses de enfermedad como por el llanto que se le había salido sin que ella se diera cuenta. Apenas me dirigió la mirada, devolvió el casco, se puso su sombrero y caminamos hacia el resto del grupo.
Los troncos dispuestos alrededor de la gran fogata habían sido ocupados casi en su totalidad, nosotras nos sentamos en un lugar apartado, el de los solitarios, junto al chopper que viajaba solo. Ni ella ni yo queríamos hablar con otros, llevábamos cada una su ritual en silencio. Estuve a punto de sacar el teléfono para lo mismo de siempre, pero me contuve; tenía hambre, sed, estaba cansada y sólo nos quedaba una hora ahí, para terminar de ver morir el día.
Mi madre había asado la salchicha con calma, perfectamente, como todo lo que hacía, pero no la comía, continuaba extendiéndola al fuego sin dejar de cocinarla. Veía el crepitar de las llamas y sonreía. Ante esa luz naranja y orgánica, me pareció el momento adecuado para tomarle otra foto; mi madre, en sí, era una imagen perfecta de ese día, de ese momento y de toda una vida.
—No me gustan las despedidas, Alita, lo sabes —dijo, sin voltear a verme.
—Mamá, por favor, no comiences.
—Te dije que no me gustan, es todo. No quiero despedidas ni ceremonias, no quiero nada. Tampoco me estoy despidiendo de ti. Sólo deseaba venir porque este lugar es tan desconocido como al que iré después.
—Ya, mamá, basta.
—Quería despedirme de las montañas y de la sensación de estar en medio de nada, como aquella vez, hace como ocho años, cuando fui al Pico de Orizaba. Y la otra en Yosemite. Una puede ser un punto pequeño en la inmensidad y ser feliz.
—Pero esto no es una despedida —dije.
—No es fácil despedirse de las cosas que una ama, pero la carga se aligera cuando sueltas esa mochila.
Mi mamá volteó la mirada hacia mi bolsillo derecho, de donde se salía una parte de mi teléfono. Su única preocupación era yo, que a mis treinta y cinco era inestable, depresiva, dependiente, fantasiosa, triste. Que a mi edad y poniendo una barrera de soledad con la mayoría de la gente era esa mochila que ya le había lastimado los hombros.
—A ti nunca te gustaron las fogatas, Alita, y estás aquí —dijo, para cambiar de tema, jugando con los malvaviscos que nos habían dado los organizadores del tour—. De niña te daban miedo, como te daba miedo el mar y estoy segura que las montañas, estas dunas.
—No podrían darme miedo las dunas, crecí en el desierto.
—Pero éstas son blancas, la naturaleza las hizo extrañas. No son salinas, simplemente es arena. Con el resplandor de la fogata enfrente, mi madre se veía pequeña, reducida en sí misma. Una mujer con un cuerpo más menudo que el mío, que en esa hazaña quería negar el cansancio al que se sometía, el dolor que la estrujaba de un año a la fecha. Carla y Jonás no quisieron venir, no sólo porque, al igual que a mí, les parecía una locura, sino porque llevaban tantos años cerca de ella que entendían la finalidad de este viaje desde que pronunció el nombre del sitio que quería visitar desde que supo que existía. Ellos no soportan las despedidas, yo tampoco, ellos no pueden quedarse en silencio frente a mi madre pero yo sí, yo puedo escucharla, verla mirar el fuego y sonreír, yo por fin puedo acercarme despacio y pasarle el brazo por la espalda y decirle que todo va a salir bien, que en un año también yo estaré mejor y volveremos a las dunas blancas, acariciaremos la arena, nos desplazaremos por una y otra pendiente y si quiere después iremos a Bolivia a recorrer el salar para mirarnos en su superficie de espejo, blanca, aguda, lunar, en un año abriremos los ojos y todo será así de blanco como hoy, en un año mejoraremos y tendremos más energía, se habrá ido el miedo.