(Guadalajara, 1963). Autora de Sigilosos v(u)elos epistemológicos en Sor Juana Inés de la Cruz (Ed. Iberoamericana / Vervuert, 2007).
En un tránsito continuo, buscar en el último momento bajo las camas, en cajas y cajones, una corbata olvidada, un calcetín, una joya. Todas las pertenencias. ¿Dónde ponerlas? Ya no hay lugar. Pasa el tiempo. Las maletas, abarrotadas. El avión, por despegar. Pero todavía no caben las cosas, algunas posiblemente extraviadas. La ansiedad frente a esa disgregación. ¿Cómo reunir cada objeto, guardarlo, percibirlo bajo envolturas y la turbiedad del polvo?
El constante tic-tac del reloj. La premura del traslado. Un rompecabezas irresoluble. Luego está el baño. El espejo, el cepillo de dientes, el jabón a medio usar. La valija ya no tiene espacio. Una bolsa de plástico. En ella, colgar al hombro todo lo que queda. Objetos dispares. Apresurarse frente al prospecto de quedarse varado en un sitio despoblado. Un páramo de luz neón.
Los vidrios de las ventanas son opacos. Las cortinas espesas. ¿Quién habrá estado aquí? Desinfectar antes de abrir, pero sobre todo apurarse con todas esas bolsas y maletas para no presentarse a deshora. Y partir una vez más, sin saber a dónde, sin rumbo, pues el hogar ya no está.
Una reiterada travesía de hotel en hotel, con todas las prendas, primero reunidas, después desperdigadas. Una huella de sangre. La amenaza del inicio de una enfermedad. Correr con la alarma de quedarse en medio de la nada.
A nadie conocemos. No obstante, marcharse para alcanzar ese otro lugar. Por un minuto nos dejan, pero subimos cargando todos esos bolsos. Siempre en tránsito. Para buscar dónde quedarnos. Espacios desconocidos, aunque repetidos. Cuartos oscuros, mohosos. Colchones duros. Cubrecamas satinadas, resbalosas. ¿Quién más ha estado? El olor a desodorante. Desde acá se escuchan los coches. La ventana da al estacionamiento. No hay nada qué hacer más que esperar.
Sin nadie a nuestro derredor. Y no hablamos porque tenemos siempre prisa de recoger todos estos objetos que cada vez que arribamos diseminamos, por error quizá, bajo la cama, en un cajón, en el clóset. Pero inspecciono con cuidado cada rincón a la hora álgida de la partida. En el último momento me acuerdo de un escondrijo. De repente, abro algo. Otro cajón en el armario o un recoveco de la cama, en el suelo, cerca de la puerta. Y ahí mismo descubro ese objeto de la infancia, tan querido, que pusimos ahí para no perderlo, para que la aspiradora de la mañana no lo arrollara y se lo llevara. Lo abrazamos como a un bebé y lloramos de la emoción y del susto de por muy poco haberlo perdido. Lo arropamos, lo guarecemos. Abrimos de nuevo el zíper de una valija y lo colocamos en su centro, bajo toallas, playeras, calzones, mascadas. Lo acomodamos en una zona mullida, para protegerlo de los golpes.
Tuvimos que sentarnos sobre la valija para cerrarla a última hora. No había taxis, por la huelga. No sé cómo acudimos, jadeantes, arrastrando esas maletas pesadas y sabiendo de antemano, inundados de pánico, que habría sobrepeso. Le imploramos al encargado del aeropuerto que por favor no nos dejara atascados, con ese voluminoso equipaje, pues no tendríamos a dónde tornar.
Fue tarea penosa reorganizar todo, mudar algunos objetos en bolsas, lograr el peso requerido. Cada uno subió al avión con tres sacos grandes. Los tuvimos que empujar bajo los asientos, casi a patadas, porque ya no había lugar. Sudados, sentados lejos el uno del otro. Suspendidos en ese tránsito continuo, sin saber cuál sería nuestro destino, en un desierto de aire.
Una misma planicie. Sin tiempo para pensar. Ni siquiera para amarnos. Porque en cada hotel pernoctábamos separados por el cansancio, cada uno en su cama de piedra. Dormíamos mal. Uno se levantaba al baño, hacía ruido, prendía la luz, el otro gritaba: «¡Apágala, silencio!».
De esta suerte era nuestra incesante odisea. Apartados, divorciados en una misma alcoba, sin tocarnos los cuerpos, sin hablar por el agotamiento, rodeados de objetos dispersos. Después, al día siguiente, acomodándolos con esmero, escondiendo tesoros, para que cuando volviera la aspiradora no se los llevara. Y así fue cada día. Sin hacer nada más. Sin intercambiar palabras por la fatiga del prolongado viaje. Sin salir porque el recinto era desconocido. Sin abrir cortinas, porque la única vista era al estacionamiento. No había árboles, ni siquiera montañas. Un día como todos, frente a paredes y cortinas espesas. La luz halógena, parpadeante, secando nuestros lagrimales. Pero pronto sería el tiempo de una nueva salida. Y correríamos como gallinas desorbitadas en busca de cajas y prendas para atiborrar maletas. Cada vez más exhaustos, envejecidos por la prisa y el sobresalto, por el espanto de volver, o más bien quedarnos, en ese mismo punto inhóspito, deshabitado.