«Elegí tu nombre porque me dije: Esta persona, Anna, sabrá entender aunque sea sólo por hoy tus palabras». Y no se disculpaba esta mujer por irrumpir con páginas no pedidas ante los ojos de un destinatario fortuito: «Me importa poco o nada que me leas, mañana buscaré otro nombre en el directorio telefónico y así cada día habré de ir desatando ésta mi ansia de cifrar en una hoja fragmentos de la médula que están de más en mí».
Ya en su cama después de haber cenado una pieza de pan y una taza de leche, el hombre dedujo que daba lo mismo que fuera él o el individuo solicitado por el sobre blanco en la parte inferior derecha quien leyera la botella al mar. Él encarnaría todos los nombres que ella pudiese elegir de ese libro en el que, por lo demás, nunca se habría de encontrar el suyo propio.
Los días siguientes, ya con una interesada inquietud por reunir nuevas confesiones de Anna Stesse, puso el hombre un exclusivo celo en retener y violar cualquier carta que trajera el nombre de ella, y así fue conociendo la historia como ninguno de los destinatarios elegidos (siempre distintos) podría haberla conocido.
A la mujer parecía no importarle escoger cada día un nombre diferente: iba más bien construyendo su historia sin recapitular ni resumir los sucesos narrados el día previo, la semana anterior. Diseminaba su autobiografía en personas que habrían de leer ¿con estupefacción? un pedazo desmembrado de su vida, como si para ella fijar un mismo (y definitivo) lector fuera menos importante que llanamente escribir y desvestirse ante la sola negrura del bolígrafo, o tal vez —llegó a pensar el hombre durante los primeros días— estaba multiplicando sus destinatarios para divisar que por lo menos uno de entre veinte o cuarenta se determinase a llegar a su casa (y preguntarle Qué pasó antes, qué ha pasado después).
Luego de leer la primera carta, el hombre se quedó mirando el nombre y la dirección de Anna Stesse en la parte superior del sobre. Solo en su cuarto, se preguntaba de qué necesidad se trataba (por qué tenía la mujer que escribir eso):
«Mi hermana melliza salió esta mañana muy temprano. Me dijo que iba a recorrer varios lugares durante el día y que no regresaría hasta bien tarde. Me levanté con flojera a atender a la niña. Le cambié el pañal, le di el biberón, la vestí. Hacia las diez, luego del desayuno, salimos al parque. Pasé por la Sucursal de Correos a depositar la carta de ayer, que tu antecesor, no tú, recibirá, y cuando regresamos la pequeña estaba dormida. La pasé de la carriola a su cuna y me puse a escribir en el comedor.
»Me he sentido ya bien desde hace dos meses, pero no creo buscar trabajo en un buen tiempo. Mi hermana me entiende y me ha dicho que no me preocupe, todo saldrá bien. Me parece que ella cada vez mira a la niña con mayor tibieza. Recuerdo cuando nació», y entonces le narraba al nombre fantasmal tomado del directorio telefónico con qué solidez le llegaban los dos días que Emma, parturienta, pasó en el hospital, y lanzaba nombres o apellidos de —¿qué serían?— quizá doctores, parientes (o amigos), con natural conocimiento, sin aclararle entre comas (ni entre paréntesis) esa información habitual de «Macedo, el ginecólogo», o «el Gordo Felisberto (el vecino)».
No pocas veces llegó el hombre a sentir el impulso de buscarla. ¿Por qué no atreverse a ir a la dirección de Anna Stesse? Podría ayudarle en algo, tal vez sólo el llegar y saludarla fuese para ella la gratificación esperada por tantas cartas enviadas a gente desconocida, nombres huecos del directorio telefónico, decirle:
¿Anna Stesse?,
mucho gusto, leí su carta, estoy muy inquieto por su historia, ¿me invita a tomar un cafecito?,
muchas gracias, ¿ella es la niña?,
¿y el papá quién es?, no me lo ha mencionado, ¿fue en otra carta?,
ah, bueno —y todo parecía dibujarse en su mirada (y ya las cartas se estaban convirtiendo, sin que él lo advirtiese, en mucho más que un sordo entretenimiento) con la fugacidad de las imágenes probables de futuro que sin existir transitan por la retina del presente y engolfan las espaldas del recuerdo con un mar de cosas que nunca tuvieron lugar.
Las cartas siguientes empezaban del mismo modo: esta mañana pasó esto y lo otro, la niña tenía tos y me desvelé atendiéndola, mi hermana me dijo no vendré a comer, y ya para el momento en que todo parecía tan cotidiano la mujer aprovechaba para esbozar una remembranza, «como el día, éramos pequeñas, que llegamos a vivir a la Ciudad, yo me extravié en el aeropuerto y cuando mi padre me encontró Emma me veía con ojos de rechazo», o también «aquella vez, en primero de prepa, cuando después de la clase de química Óscar invitó a mi hermana al cine y mi padre, distraído, le dijo Ve, y al regresar a la tarde ya casi noche del sábado ella feliz me presumió de besos y caricias oscuras que yo no conocía, me sentí humillada»… Con el paso de los días el hombre comenzó a imaginarse a las mujeres como si fueran conocidas suyas de mucho tiempo, cada mañana llegaba a su escritorio en la Oficina Postal pensando Y ahora qué sucedió o me contará, siempre atento a la aparición en la cascada de sobres de la carta con el nombre de Anna Stesse en la esquina del remitente. Casi todos los días su espera era retribuida con la letra ya tan fácil de identificar, la A inicial de Anna se elevaba como una catedral famélica —las dos enes de tanta cercanía parecían transformarse en una eme muy amplia.
Luego de varias cartas había logrado entender que la niña, de poco menos de un año y nombre no aludido, era hija de Emma, quien trabajaba mucho, salía siempre temprano y regresaba ya de noche a la casa: se trataba de una exitosa repretransante de laboratorios médicos que con los meses se había —según Anna— desapegado (qué cosa) con mucha frialdad de su hija.
De la rutina de la melliza también discernía el hombre que la escritura de una carta diaria se había convertido en una suerte de hábito liberador o introspectivo, un tiempo abierto en el que Anna partía del llanto de la niña, el paseo por el parque, el pago en la Sucursal de Correos, las compras en el mercado, para perseguir después una memoria en la que Emma estaba siempre a su lado: la llegada, procedentes del extranjero en orfandad materna, para radicar en la Ciudad, sus años de escuela, los amoríos seguidos y volubles de la otra y la no explicada soledad propia, la ausencia definitiva del padre (un tal Gelarzio Stesse), cuando ambas habían ya empezado a trabajar, hasta el día en que Emma dio a luz, y esto coincidió con la enfermedad de Anna y su abandono (forzoso al principio y después resignado) de su empleo en un banco, donde habría trabajado durante ¿qué?, quizá cuatro o cinco años como cajera antes de padecer por lo visto algo serio, y desde entonces pasaba casi todo el tiempo aislada en el depa, cuidaba de la niña, preparaba la comida, escribía, y debido a las alusiones irregulares e incompletas el hombre no podría decir qué tipo de enfermedad era ésa, si bien lograba entender que Anna no tendría necesidad de escribir Sufrí de esto o de lo otro pues ella, que lo padeció, conocía muy bien de qué se trataba y aclararlo sería tan superfluo como decirse a sí misma «me llamo Anna Stesse», y a final de cuentas su lector casual y cambiante ignoraba tantas cosas que una más (se decía el hombre) no importaba o acaso para ella ese espectro azaroso invocado del directorio era un solo pretexto para fingir el otro término del hilo de la confidencia e irse convenciendo a sí misma de que, debido a tanta abnegación y dolencia suyas en el pasado, el futuro le debía una compensación… Aunque él a veces no podía alejar de sí la sospecha de que la enfermedad de Anna quizá no habría existido nunca, y recelaba que la melliza habría estado inventando, mediante menciones jamás cabales de este grave mal, una metáfora física de su sentimiento de dependencia ante Emma.
«Cada vez que miro hacia el pasado me digo Por qué no le respondí esto, o Debí haberle abierto las piernas a, o Qué tonta fui al dejar que, y si en las cartas anteriores, que tú jamás leerás», leía él la más reciente, dirigida a un tipo de nombre Daniel Abigeo Gamal, «me he reprimido de lanzar esta clase de invectivas al pasado, es porque no sabía, y hasta estas últimas mañanas he venido intuyéndolo, que de un golpe todas esas cosas se pueden trastocar».
Y esa difidencia, que las páginas de los días previos habían ido gestando en el hombre, quedó confirmada en las nuevas palabras, con las que anunciaba Anna Stesse (sin precisarlo) su paso siguiente, la justificación de tantas cartas entregadas a gente inalcanzable, al viento de los (¿tanto así?) nombres sin carne: «en este momento la repulsiva, la aberrante me llama desde la cuna, y sé que he venido escribiendo para reunir las pruebas que me dan la razón: el desagravio, su hora, está llegando: ¡es ya! ¡Es hoy, hoy! ¿Me entiendes?».
El hombre no pudo sostener más el papel en su mano (un temblor agrietaba su frialdad de siempre). Había venido siendo usado ¿como cómplice para una venganza? Era… ¡se trataba de una niña! ¿Cómo protegerla? ¡Ya era tarde!
Se había ya levantado de la cama: se acomodó los zapatos mientras revisaba la dirección anotada bajo el nombre de Anna en tantos sobres. Esa calle, Constitución, habría de estar a unas veinte o treinta —quizá más— cuadras de su casa (tenía que ir y buscar a esa gente). ¡Cómo no se dio cuenta! Detrás de tantos recuerdos y pormenores se hallaba la búsqueda de una indulgencia para ésa su resolución. Ahora tenía la respuesta a su inicial pregunta de hacía ya cosa de dos meses, sobre Qué necesidad tiene Anna de contarme estas cosas… Su silencio (el silencio de este nadie múltiple que él había sido) la había hecho creer justificada para su retaliación final.
Cuando llegó a la dirección, en taxi, unos quince minutos más tarde, dudó entre tocar directamente a la puerta de las Stesse o interrogar antes a un vecino. El rumbo se veía calmo. La casa tenía un jardín pequeño que las luces de la calle delataban bien cuidado, y de la puerta exterior, de rejas blancas, partía un camino rodeado de césped que terminaba en la entrada a la casa, a unos cinco metros y a cuya izquierda se veían unos ventanales cubiertos desde dentro por cortinas de tono claro. Al lado de la puerta exterior se veía un timbre.
Oprimió el botón.
Una luz se encendió. A través de las cortinas el movimiento de una sombra. Se vio la silueta de un hombre que entreabría la puerta interior, estiraba la cabeza y le gritaba, apenas cortés:
—¿Qué se le ofrece? ¿No se le hace que ya es un poco tarde?
Desde la reja el hombre gritó, maleado ante la intuición de su error:
—¡Las hermanas Stesse! ¿No viven aquí? ¡Stesse!
El hombre de unos 55 años, de rostro arrugado y cabello escaso, terminó por salir al jardín y, a unos tres metros, se quedó mirando al extraño antes de decir:
—No. Aquí vivo yo, con mi esposa —y para entonces nuestro héroe ya ciertamente balbuceaba:
—¿Anna? ¿Emma Stesse, la bebé?
Impávido, el tipo se le acercó y le dijo, en un tono de confianza:
—No, Gloria Villarreal, y no tenemos hijos.
El clasificador de correspondencia sacó de un bolsillo de su pantalón el último sobre y se lo mostró.
El otro lo revisó. Parecía decirse, Eh, qué curioso, y con calma su voz de nuevo le llegaba a nuestro héroe como un burdo homenaje a su aislamiento, su incapacidad para hablar y saber de gente real y no fantasmas:
—Pues no, señor. Ésta es la dirección, pero nosotros vivimos aquí desde hace 20 años. Y nadie en esta calle tiene este nombre, que yo sepa… Anna Stesse —y lo repitió como si quisiera aprendérselo de memoria o por lo menos despojarse de cualquier perplejidad—: Anna Stesse, bueno. ¿Por qué no la busca en el directorio telefónico? —y apenas el señor le hubo extendido de regreso el sobre a través de las rejas, él se dio la vuelta, con la cabeza baja, y sin responderle (a ese desconocido que lo miraba escrutándolo) dirigió los pasos hacia su casa mientras en su mente, asediada por astillas y luces súbitas, sólo se repetían palabras sueltas:
—…niña, una bebé, cómo era…
A la mañana siguiente, apenas hubo llegado a la Oficina Postal asaltó el segundo volumen de la guía de teléfonos. Lo abrió con violencia, ¡y de Sterne pasaba a Steven! No se hallaba registrado el apellido Stesse; con la sensación de un bloque de hielo derritiéndose en la espalda, silencioso caminó a su escritorio.
Se sentó (la mirada inencontrable), y con un fiel resquicio de esperanza fueron sus ojos, llenos de ansiosas conjeturas, poco a poco asentándose sobre los paquetes de cartas por clasificar: quizá —se dijo—, quizá ese último párrafo de Anna Stesse habría sido una broma o locura pasajera, tal vez lo aguardaba un nuevo sobre con el nombre de la melliza y la dirección falsa, ¡no importa!, ahora la mujer habría reanudado su ronda de destinatarios con alguna historia diferente y Emma y la bebé no habrían nunca existido, o bien podría ser que Anna Stesse hubiese sido un pseudónimo y a partir de hoy ella sin duda usaría su nombre real o cualquier otra nueva máscara de tinta para contarle a él (su cómplice de ojos siempre ajenos) sus fabulaciones de mujer solitaria enclaustrada en falsos espejos a quien él jamás encontraría en dirección alguna porque ella no deseaba hablarle ni conocerlo: sólo imaginarse que alguien —un falso gemelo— podría leerla en esta Aciaga Ciudad numerosa en nombres y sin embargo vacía de rostros.