La botella / Julio Paredes

Después de pagar por adelantado la tarifa de una noche, Isabel recibió la llave y vio, por encima del mostrador, que el encargado de la recepción se la entregaba con una sonrisita, acompañada de una rápida inclinación de cabeza, en un gesto casi imperceptible. En apariencia se trataba de una muestra de cordialidad, pero Isabel entendió que en el gesto había un guiño cómplice. El hombre, con un bigote grueso y muy oscuro, quería hacerle ver que adivinaba el secreto de su presencia, las razones ocultas para este registro solitario, en este hotel en particular y a esa hora de la tarde. Por simple experiencia, pensó Isabel, sabría que tanto el nombre como los otros datos trazados por ella en el libro de registro eran falsos.
    Apretó la llave en la mano y dio las gracias en voz baja. De inmediato, el muchacho que actuaba de botones se le adelantó en una carrerita hasta el ascensor y le sostuvo la puerta para que siguiera, con un gesto en la cara copiado del otro, como si él también en silencio comprendiera cosas de antemano. Mientras se acercaba a la entrada del ascensor, la mirada fija en la caja adentro, donde se veía un espejo, Isabel supuso que ninguno de los dos le quitaba los ojos de encima, atentos al movimiento de sus piernas y nalgas entre los pliegues de la falda. Bastante probable que fueran los mismos hombres de hace cinco años, cuando se registró por primera y única vez, presentándose también sin compañía, una hora antes de que apareciera F.
    Se sintió incómoda y, mientras subía hasta la habitación en el tercer piso, se miró en el espejo y se pasó una mano por el pelo, recién teñido de un marrón suave y con uno que otro resplandor dorado. Imaginó que a la suspicacia en la mirada de los hombres la alimentaba el hecho de haber llegado a pie, con un maletín que apenas si remedaba un equipaje y el aroma de un perfume que probablemente ninguno de los dos habría olido antes. Se trataría de una sospecha previsible, pues quizás los desconcertaba su aspecto, la juventud aún patente en la moldura del cuerpo, el traje de dos piezas y los zapatos nuevos; o, como solía pensar, las líneas de sus labios gruesos, que siempre mostraban un raro brillo natural.
    Nada extraño que abajo empezaran ya a pronosticar cuánto tiempo pasaría antes de que apareciera su acompañante anónimo. Sería una de las maneras que tendrían para matar el tiempo y medir la naturaleza furtiva de estos encuentros pasajeros, de dos o tres horas, de idear el posible carácter de los innumerables protagonistas. Agradeció no tener que cruzarse con nadie más en el corredor, y cuando abrió la puerta y entró, respiró profundo, como si llevara muchas horas de viaje sin descanso.
    Había un fuerte olor a desinfectante. Le echó un vistazo al cuarto y tuvo la impresión inmediata de encontrarse en un espacio de una desnudez irreal. A excepción de la pequeña reproducción de un paisaje campesino, colgada a un lado de la puerta del baño, no había nada más en las paredes. El tono blanco intenso que las cubría no parecía pintura sino cal, como la que pondrían en los muros de una casa deshabitada. Recordó que el cuarto de la vez anterior tenía una ventana que daba hacia la calle, pero había olvidado por completo esta parquedad, como también la altura de los techos, un desamparo físico que no se correspondía con la felicidad y los estremecimientos que experimentó al final de aquella otra tarde.
    A primera vista, la cama y el piso estaban limpios, y la especie de felpudo blanco que cubría parte del piso se veía suave y nuevo.     No le importó entonces la sensación de encontrarse en un territorio sin dueño, pues había logrado llegar. Estaba ahí, finalmente.
    Se sentó en el borde de la cama, se descalzó y en un vaso se sirvió agua de la jarra que había en la mesa de noche. El agua se veía transparente y fresca, pero al final de cada sorbo le quedaba un leve gusto en la lengua, un sabor raro que la hizo pensar en madera húmeda, guardada mucho tiempo bajo la sombra. Pasó la mano sobre la colcha de hilo, un cobertor barato que no estaba pensado para cubrirse, ni para protegerse del frío. Echó otra mirada alrededor y tuvo un estremecimiento, un temblor que la obligó a frotarse los brazos con fuerza. Aún no sabía muy bien cuál sería la ceremonia que pensaba llevar a cabo ahí dentro. Durante los últimos días la única imagen que le llegaba a la cabeza era la del recorrido que haría en solitario desde la oficina hasta el hotel. Una imagen de sí misma que terminó por comparar, sin ninguna razón obvia, con la del resto de alguna cosa que, después de años de sacudidas, un mar lanzaba a la misma playa.
    Caminó hasta la única ventana en la habitación y que daba a la parte trasera del edificio. Allí al hotel lo rodeaban las paredes sucias de otras construcciones y descubrió un patio abajo. En una de las esquinas habían acomodado un jardín sobre una cama de ladrillos y tierra, con una acacia joven y varias materas con florecitas de colores, regadas alrededor. Vio además, como un objeto incongruente y caprichoso para los propósitos del hotel, un triciclo de colores, apoyado de medio lado contra una pared.
    La combinación de las cosas y la escasa luz que bajaba a esa hora de la tarde le provocaron una repentina melancolía, como si observara los encantos de un mundo desaparecido, los objetos y artículos de otro naufragio que sólo hasta ese instante tenía la oportunidad de presenciar. Recordó haber escogido el hotel al azar cinco años atrás, mientras buscaba una calle silenciosa en medio del ruido. Al final se había decidido por los falsos balcones en hierro forjado que adornaban la fachada. Cuando, en esa otra oportunidad, F. entró al cuarto y se asomó también por la ventana, felicitó a Isabel por la elección y comentó que tenía un encanto natural y sencillo.
    Se tendió en la cama. Las fundas de las almohadas despedían el mismo aroma a desinfectante que bailaba en el aire de todo el cuarto. ¿Cuántas cabezas y caras se habían acomodado ahí? Los dos hombres en el primer piso sin duda tendrían una cuenta exacta, un registro pormenorizado de las señales que dejaban los cuerpos. ¿Conocerían alguna otra mujer que se haya tendido sola en esta cama? Se preguntó también si ya para ese momento sabrían que no existía ningún acompañante, ningún hombre entrando furtivo como ella.
      
(*)

Entonces, la sorprendieron de nuevo la serenidad y la naturalidad con las que respondió al llamado de F. Un consentimiento inmediato que no fue el resultado, ni mucho menos, de la sumisión simple de una mujer que llevara sola varios años, pues sabía que entrelazarse a F. significaba ralentizar el avance de cualquier desdicha inesperada, nada más complicado que eso. Fue como querer aprovisionarse de un escudo que no se desgastara con facilidad; una coraza como la que llevaban las criaturas fantásticas para proteger el corazón y a la que no corroían, en sus cruces ideales, los forzosos estragos de los días.
    Así F. no lo confesara nunca, Isabel aún tenía la certeza de que, mientras estuvo con ella, experimentó en silencio una conmoción semejante a la suya. Quizás la certeza se la transmitió su voz, esa manera liviana de hablar, sin énfasis pero encantadora, en la que a veces, acercándose a su oreja, intercalaba sonrisas cariñosas y entonaba palabras sin trucos, sin promesas embusteras sobre el porvenir de los dos.
    Buscó entre el maletín y sacó la botella. Sintió el sudor en la frente. Sería la cuarta en las últimas tres semanas, desde la noche cuando quedó a merced de este nuevo arrebato y que, como todos los anteriores, la acorralaba sin aviso y sin tregua. Ignoraba cuántas le faltaban aún para llegar al momento más agudo; el punto desde donde iniciaba el retorno a la sobriedad controlada y benéfica de todos sus otros días. Tuvo la tentación de empezar a beber del pico de la botella, pero la idea le nubló la mirada y los ojos le ardieron, como si otra vez le subieran lágrimas mezcladas con arena. Marcó el par de números que la comunicaban con recepción.
    —¿Tienen hielo?
    —Sí, señora.
    —¿Me podría enviar una cubeta, por favor?
    —Sí, señora. ¿Algo más?
    —¿Tienen agua tónica?
    —No, tónica no, señora.
    —¿Soda?
    —Soda sí, señora.
    —Dos botellitas, por favor… no, cuatro, mejor cuatro.
    —¿Necesita vasos?
    —No, gracias.
    —Ya se las llevan.
    Le habría gustado aclararle a esa otra voz, la del hombre con el bigote grueso, que lo único que ella se había propuesto para esa tarde era detenerse un momento, nada más. Hacer una parada, como cuando bajaba del carro para estirar las piernas y los brazos y respirar con fuerza un aire nuevo, más tibio. Cuando abrió para recibir el pedido y pagar, se encontró de nuevo con la sonrisa maliciosa del hombre joven. No podía considerarse una experta, pues el número de sus escarceos sentimentales era limitado, pero entendía desde hacía tiempo que los hombres identificaban en una mujer sola una tácita oportunidad sexual, velada, pero siempre posible.
    Se acomodó otra vez en la cama y mientras servía el primer trago recordó con una sonrisa la fotografía en blanco y negro, tomada en la sala de su casa, que decidió regalarle a F. Un montaje que hacía pensar en la instantánea de una estatua
en pose dramática; la cabeza echada hacia atrás, mirando hacia un rincón impreciso, bajo una luz inventada entre las sombras y un velo encima que ocultaba y distorsionaba a propósito la firmeza y la suavidad de su cuerpo. Un cuerpo que podía adoptar sin ninguna vergüenza, ahí sobre la extensión completa de la cama, cualquier postura y ademán, curvando los brazos y las piernas, como cuando F. se aferró a ella, como queriendo fundirse.
    Rellenó el vaso con un trago largo y cerró los ojos. La sorprendió el silencio alrededor. Parecía increíble que Bogotá fuera una ciudad que en su interior contuviera esta especie de universos paralelos; un rincón, levantado en la mitad de uno de los sectores más ruidosos, descompuestos y desorganizados, donde la calma era absoluta. Sin embargo, Isabel sabía que podía agregar a esa particular simultaneidad otra capa sombría, pues éste era un hotel donde cualquiera podría forzar la puerta, entrar y maltratarla, llevársela lejos, aprovechándose del creciente desfallecimiento de su cuerpo.
    De llegar a suceder algo semejante, todos la culparían del desastre. Justificarían su pérdida por la continua equivocación emocional de abrirle paso a estas furias sin cordura, que periódicamente inundaban todo alrededor, como un dique resquebrajado: la tranquilidad familiar, la estabilidad laboral, la confianza de los amigos… Influencias lunáticas que enrarecían el mundo razonable y la llevaban, de nuevo, al cuarto de un hotelucho para buscar el abrazo improbable de un fantasma.

(*)

No se dio cuenta en qué momento oscureció. Decidió dejar la luz apagada. Tanteó con la punta de los dedos el cuello de la botella en el piso, al lado de la cama. La volvió a asustar no saber con absoluta certeza si con el trago que acababa de servir, ya sin hielo ni agua tónica, vaciaba el contenido de la botella. Por la quietud y el silencio del cuarto, que la oscuridad parecía incrementar, creyó por unos segundos ser el único ser vivo alojado en el hotel.
    Recordó la emoción creciente que le había dejado la proximidad del placer animado por F., el delicioso avance de una seducción callada, el calor en el pecho, el temblor en las piernas, como si todo no hubiera sido otra cosa que el acercamiento a un vacío. Así como los inesperados silencios en esta ciudad, como si transcurrieran en zonas de otros mundos, seguía considerando inaudito no haberse cruzado nunca más con F. Se trataba de un acontecimiento de una realidad apabullante, pero del que no podía concluir si era falso o verdadero. Buscó la botella, estiró los dedos y palpó el piso, pero no la encontró. Con extrema lentitud, se arropó con la colcha de hilo. ¿Habría otra mejor manera que ésta de buscar aquel feliz estremecimiento?
    En unas horas, cuando avanzara la noche, empezarían a buscarla. Algunos más furiosos que otros; varios, como su hermano mayor, cada vez más cerca de desistir, de no seguir por más tiempo las pautas de su incongruente juego sentimental, como si tuvieran que lidiar con los caprichos rancios de una de esas heroínas que entraban y salían del mundo a fuerza de impulsos fantásticos.

 

 

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