Al llegar al final de Bocafloja, la primera novela de Jordi Soler, las entrañas del lector son acometidas por un apretujón pariente del orgasmo. Hasta ahora, sólo dos obras son capaces de obsequiar un espasmo similar, ambas películas, en sus respectivos finales: Se7en y Zona de guerra. Aun cuando la derivación de las películas apuesta por la sorpresa, la opera prima del entonces locutor de radio permite conocer una mente muy imaginativa y bien conectada con los deseos y las ideas del lector incipiente. En mi caso, lejos de aceptar las imposiciones de los demás, que por la fuerza querían verme leyendo a Borges, decidí hacerme de mis héroes por convicción propia. Fue por Bocafloja que anhelé convertirme en escritor serio, fue por Jordi que me adentré en los clásicos y fue por ambos que quise leer sólo lo que me acicateara el alma. No creo ser el único. El oriundo de La Portuguesa tiene ese efecto en sus lectores naturales y en sus escuchas que nos volvimos sus lectores. Es uno de esos pocos escritores que gozan del arrastre popular de cualquier estrella de rock y uno que otro director de cine. Porque el rock, el cine y algunas de sus secuelas son inherentes a la literatura de Soler y, por más que tanto él como sus incondicionales deseemos emanciparnos de la memoria, no hay entrevista o presentación de libro en donde al escritor no se le pregunte, con una obstinación que roza la impertinencia, sobre el infortunio de aquella estación de radio (me niego a mencionar ese nombre tan manoseado hoy en día) que lideró con eficacia.
También, durante la presentación de La última hora del último día, Soler debió sortear el tema de una supuesta trilogía que arrancaba con Los rojos de ultramar y continuaba con el libro que se honraba esa noche. Su explicación fue elocuente y efectiva, aunque maliciosa: «Más que parte de una trilogía, se trata de una historia que sucede en el mismo plató que la anterior». Incluso, para deslindar responsabilidades, se refería a esa voz —que todos suponemos que es la suya y que nos narra los vericuetos de su abuelo catalán— como la voz de «mi narrador». En los tres casos, siempre el mismo. Aquella salida tan a la mano es el ejemplo perfecto de que Soler desea dejar de lado las complicaciones literarias, mismas de las que abusó en Nueve Aquitania, una obra difícil, que sube y baja, y llega a un final extraño y provocador, pero que no suelta la esencia huracanada de su prosa, en la que los excesos de adjetivos y los punto y coma son bienvenidos. El problema, que no es culpa del autor, deriva en que, como cuando vemos una película basada en una obra y después leemos el libro, la voz que escuchamos al leer, y en muchas ocasiones la misma efigie, son las de Jordi, tanto como las de Johnny Depp en La última puerta no son las mismas en El club Dumas.
La fiesta del oso es una ramificación del núcleo llamado Los rojos de ultramar. Cuando Arcadi (el abuelo de «el narrador») depone las armas y huye hacia Francia con sus compañeros de causa, porque las huestes de Franco les pisan los talones, va tirando del lastre que es su hermano Oriol, quien lleva la pierna tirada a la desgracia. En un impasse de la escapada, Oriol es entregado a un puesto médico, cuyos administradores prometen la llegada de un camión que se llevará a los heridos. Y Arcadi, que ve en esa promesa la tranquilidad de no seguir cargando al hermano que lleva su sangre pero también estorba un poco, o mucho —en el epílogo de las guerras, más que durante su desarrollo, se necesita mucha sangre fría—, se lanza a la aventura que arranca en una playa de concentración (Argelès-sur-Mer) y termina en Veracruz. Pero en ese puesto médico, la imagen de Oriol se pierde. Acaso su nombre se menciona algunas veces durante Los rojos… y después en La última hora…, pero es mera referencia. Apenas un esbozo que, sin embargo, inquieta y obliga al lector a preguntarse cuál fue la suerte de tan bravo soldado. Todos, personajes, lectores y, por qué no, el autor, suponen que ha muerto. Pero su presencia, tangible como la de un fantasma, sirve de pretexto para La fiesta del oso, para que Jordi se congratule al tener una nueva oportunidad de triscar, olisquear y travesear por esa historia tan suya: Oriol, aparentemente, no ha muerto.
Con un estilo que recuerda a Negra espalda del tiempo de Javier Marías, en donde el escritor se añade como personaje al saltar, en aquel caso, desde la proa de la novela Todas las almas, Soler, apersonado en su narrador, se lanza a la búsqueda de ese trozo de historia y lo exprime, regalándonos nuevos personajes tan entrañables como un gigante de los Pirineos, un bestial anacoreta que se genera una responsabilidad moral caminando entre la nieve, una vagabunda de aspecto siniestro, una curandera que extirpa miembros a fuerza de puro entusiasmo y una fiesta de pueblo de talante más bien inhumano. Personajes y situaciones memorables y allegados al realismo mágico que Soler adopta casi desde el principio de su literatura.
Todo tiene un nudo, y así como en La última hora… la violenta demencia de la tía Mariana es mero pretexto para adentrarnos de nuevo en la selva de Veracruz y conocer otro costado de la historia, en La fiesta del oso Jordi nos predispone a la sorpresa, que no es otra más que la misma que se lleva el narrador al conocer, y aceptar, lo que le depara el destino: el no muy agradable resultado de andar rascando en historias familiares aparentemente olvidadas.
A pesar de todo, La fiesta del oso apenas toma algunos elementos esenciales de Los rojos… y casi ninguno de La última hora…, lo que la convierte en una obra independiente, capaz de contarse por sí misma sin la necesidad de tener que recurrir a las novelas anteriores. De ahí que, en efecto, no sea parte de una trilogía.
Es un libro que se disfruta, como pocos ahora, con un ritmo ágil, una frescura que obliga a anclarte en el sofá y leerlo de una sentada, y pasajes que van de la ternura a la risa y la aflicción, gracias al lenguaje sencillo y en ocasiones coloquial del autor. La narración engancha, no aturde y no necesita de elementos complejos ni forzadas vueltas de tuerca para darle cariz de suspense. Todo fluye con naturalidad y te vuelve parte de ella. Llegar al final no es algo absolutamente necesario. En tiempos aciagos, en donde cualquiera puede escribir un best-seller, se agradece que alguien se dé su tiempo para regalar algo de simple literatura, sin malas evocaciones a la épica urgente y sí con una buena historia que contar.
Sólo falta que Jordi Soler decida atacar de una buena vez aquella novela inacabada que sucede en Irlanda y que comenzó a esbozar cuando bregaba por allá como agregado cultural, la misma que siempre promete e interrumpe cada vez que le da por echarse de cabeza en los orígenes de su estirpe.
* La fiesta del oso, de Jordi Soler. Mondadori, México, 2009.