El fértil terreno de la incertidumbre / Leonardo Taviani

En Ella sigue dormida, el primer libro de Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977), éste eligió, entre los muchos temas posibles que debió barajar, el fértil aunque no menos frecuente asunto de la incertidumbre. Los personajes de las ocho historias que conforman el volumen poseen la ligereza de los sueños o la opresiva impronta de las pesadillas: su existencia, etérea e inquietante, se robustece en un idioma cadencioso y aliñado.
    Desprovistos de las premoniciones o alejados de la gravedad que resguardan los secretos, los sueños han nutrido largo tiempo la literatura. Tramas inverosímiles, monstruos y personajes apenas bocetables constituyen el caudal onírico que alimenta la vida cotidiana. No será entonces extraordinario que de esa materia broten historias fabulosas a la vez que turbadoras. Por su apego a lo onírico, uno supondría que Badillo capituló frente a lo caótico del sueño; pero al salir airoso de la prueba, Ella sigue dormida representa la conclusión de ese periplo. El mérito de esa «resistencia» reside en la malicia de su técnica.
    A media luz u ocultas por la bruma propia de su origen, las historias narradas en Ella sigue dormida perturbarán a quienes se sumerjan en ellas, atraídos por la placidez que el título sugiere. Nada más contundente y engañoso: la armonía de esa escritura esconde la estratagema de la que se vale Badillo para atrapar a los incautos. Así como ocurre con la seducción, los detalles aquí han sido cuidados con meticulosidad: el tono en el que se narran estas historias procura senderos ajenos a los exabruptos; los escenarios de las distintas historias simulan imágenes captadas por la lente de un fotógrafo, etcétera.
    Badillo sabe que la literatura es un asunto de solitarios y para solitarios. Los personajes de su narrativa son protagonistas de situaciones en las que la comunicación no es la más notoria de sus habilidades: los acompaña en todo momento la certeza de que algo inminente los acecha. Para que el pudor no sea un obstáculo, en «Cortometraje» el protagonista se enfrentará, solo, a un final carnavalesco. Serán fantasmas que aguardan, complacidos, la muerte del nuevo náufrago en la isla, según acontece en «Bitácora del naufragio». En la lengua elemental de los marginados, los enfermos mentales de «Figuras de azul» descubrirán su soledad el día en que adviertan la cama vacía de Pupi, el personaje central de esa comedia en la que un falso profeta refiere lo sabido a un triste rebaño de extraviados. El suspenso largamente mantenido en «Invención del invierno» subrayará la soledad que, de la misma forma que el vacío, a su alrededor engendran los enfermos.
    Los instantes que se asemejan a la felicidad les seguirán diciendo a los amantes que la soledad les aguarda en cuanto el engranaje del vivir pierda el sigilo. Acaso porque el engaño, para mantenerse, obligue a permanecer en constante alerta, el sueño allí es una estrategia.     Dormir, así sea por un momento, significa mantenerse a distancia de la vigilia. En otras palabras, se acude a un subterfugio: Frida, el personaje femenino del relato que le da título al libro, finge dormir ante el marido para, de ese modo, preservar su mentira.
    Por desgracia no todas las historias gozan de la buena fortuna que dispensa el sueño. En «López, su otro yo», la descripción que a toda costa busca las certezas del realismo exhibe, por el contrario, con su procedimiento, sólo la violencia que se ejerce sobre el estereotipo al repetirlo: allí la puta debe poseer la cicatriz que arranque desde el pubis y, claro, se pierda en «el misterio, lleno de pliegues, del ombligo». Cuando menos, insiste la descripción, debe alejarse del piso mediante altísimos tacones y expeler aros de humo mientras fuma.
    La existencia, parecer sugerir Badillo —y tras él, o con él, una dilatada tradición—, sólo es el tránsito entre el sueño y la vigilia. «Huellas», contrario a la gentileza de la lengua en la que está escrito —su color, su sonoridad, su cadencia—, es una pesadilla. Con la misma destreza que poseen algunos escritores cuando vuelven palpable, digamos, la rugosidad, aquí la escritura deviene paladeable en los instantes en que mayor notoriedad cobra el sentido del gusto.
    Pero en la escritura de Badillo cuatro son los sentidos más visibles. Despunta la vista, sin importar que el oído rija tanto la melodía como el sentido. Por eso a los mejores momentos, los plásticos, debe atribuírseles una filiación cinematográfica. Algunos recuerdan, en una asociación no exenta de capricho, al Salvador Elizondo de Narda o el verano. En Ella sigue dormida, las escenas son preponderantes justamente por su nitidez: «Huellas», sin duda. En «Historia del durmiente despierto», en unas cuantas líneas se destaca la concentración que Badillo logra al conjugar la vista, el gusto, el oído y el tacto: «La aspereza del tabaco le devolvió las fatigas del viaje, la imagen de una ave teñida de rojo, un aleteo que le transmitía una somnolencia pegajosa, producida tal vez por una comida abundante» (p. 25; las cursivas son mías).
    «Si me detengo, se detiene; / si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie…». Aunque ningún personaje exploró los versos de Octavio Paz, no resultará estrafalario invocarlos. El otro, en esa alteridad esclarecedora, recuerda a Jorge Luis Borges. Un Borges que debió ser transmitido en el ejercicio magisterial de Alejandro Meneses: Badillo fue, y hay el sesgado testimonio de una dedicatoria, discípulo de quien escribiera Días extraños. En este libro se localizan la historia y el ambiente que debieron involucrar a Badillo en el mundo borgeano: «El hombre de la puerta de atrás». La alusión no es gratuita: revela. El gusto meditado y la asunción de las influencias indican la solidez del universo personal al mismo tiempo que señalan la existencia de un estilo o, dicho en vía de mientras, la voluntad de un estilo, por muy démodé que suene esto.

 

 

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