(Valencia, 1976). Coautor, con Víctor Pérez, de El último buda atraviesa Fargo (Rasmia Ediciones, 2019).
Había pensado bajar a Valencia después del trabajo. Pasar el fin de semana en casa, en mi sitio. Tomarme algo con éstos. Me refiero a Ángel y a Marcos, en puridad mis dos únicos amigos. Tengo allí abajo el mes de alquiler pagado y si el sueldo me alcanza seguiré así un tiempo. Quiero disponer de un lugar al que ir cuando me canse de Las Cumbres. Ocurrirá. No sé cuándo pero ocurrirá. Además me convendría traer más ropa, más libros. Pero con las horas que son ya no creo que lo haga. Casi mejor. Si me bajo igual no vuelvo. Por otra parte, hoy le he echado valor y he fumado por primera vez en el trabajo. Había observado que Eduardo sale por lo menos tres veces a lo largo de la jornada a hacerse sus marlboros en la parte de atrás. En la puerta del garaje. He querido encontrar en su conducta cierta legitimación para la mía. Claro que Eduardo lleva media vida en la oficina. Bueno, a mitad de mañana me animé. Evité coincidir con él. Fumando, fumando me acerqué hasta una chopera un poco más allá. El sol la atravesaba graciosamente. Pensé que la imagen que estaba contemplando habría sido exactamente igual en el siglo xv o en el iii antes de Cristo. Pensé en los Ivanes Rojo de la Historia, más o menos perplejos, más o menos desplazados, más o menos desterrados de sus propias vidas. Entre mis pocas nociones de botánica se encuentra la de que donde hay chopos hay agua. Lo sé porque a mi madre le encantan. En efecto, los chopos de donde la oficina crecían en un terreno que se inclinaba hacia un río. El Bergantes. Lo averigüé en Google desde mi móvil mientras ya puestos me fumaba el segundo. El río es más propiamente un arroyo, un riachuelo. Dos zancadas de ancho. Limpio y centelleante al sol y sombra que caía desde las hojas blanquiverdes como un móvil de luz. Murmullo de corriente humilde. Eses líquidas, seda. También la letra te y la letra ele juntas a cada breve salto de agua. Un chapaleo algo denso, salival. Como de torrente cansado, viejo. Olor a renacuajos. Me acordé del río Blanco. Me acordé de Chelva.
A eso de las ocho me he acercado a los soportales. Es el tramo más alto de la calle principal, que por cierto he sabido que se llama calle Conquista. También el más ancho, deviniendo en breve plazoleta. La zona noble del pueblo, su corazón porticado. Sin duda un rincón hermoso y bastante decadente. Entre las columnatas y lo estrecho de la calle se crea una penumbra melancólica. No obstante hay allí unos cuantos bares. Porque en España hay bares en todas partes. Hay bares para aburrir, también en la aburrida España vacía. Estoy a favor. Me he sentado en la terraza de uno llamado Jesuso. Era el único que no tiene un nombre innegociablemente ridículo. Copitas, Malas Compañías, Aromas del Cielo. Me he pedido un vino blanco. Por fin. Un verdejo que no lo era. Me ha dado igual. El camarero, puede que el mismísimo Jesuso, me ha dicho que le sonaba mi cara. Yo le he dicho que no creo. Tiene voz de adicto, la cara bastante torcida y la tocha larga y partida. No me explico que no se deje la barba. Por aquí casi todos las llevan. Barbas a medio crecer o a medio afeitar, desde luego no cortas pero que tampoco alcanzan nunca la categoría de barbón. Barbas destartaladas, eso sí, siempre. Barbas de las estepas mongoles que nunca he pisado. Volviendo a Jesuso, es imposible que a nadie le quede peor un pirsin en la ceja. Un pirsin de brillante, además. Dios santo. Total que si lo conociera lo recordaría. Él ha insistido. Que sí, que sí, que ya se acordará. Pero sin ponerse demasiado pesado. Cuando me he puesto a toquetear el móvil me ha dejado en paz. Al cabo de un rato ha vuelto con otro vino. Regalo de la casa, me ha dicho. Este sí que era un verdejo. Gracias. Después he estado un buen rato examinando a la gente que se movía a mi alrededor en la terraza, en las otras terrazas, que iba o venía por la plaza. Nadie parecía tener frío. Nadie parecía haber tenido frío en su vida. Todos lucían cómodos en el espacio-tiempo. Incluso a gusto. La solvencia de su estar en el mundo me ha convencido de que se trataba de lugareños. Sí, sin duda las personas que contemplaba eran de este pueblo. Sin duda este pueblo era suyo. Les delataba ese aspecto saludable. Excesivamente saludable, si es que tal cosa es posible. Lo que quiero decir es que estas gentes me parecen fisiológicamente puras. Me bastó con ver la decisión gozosa con que sus bocas despachaban sus comidas y bebidas para comprender que tienen una noción despreocupada de la salud. Y, por extensión, de la vida. En modo alguno irrespetuosa, al contrario: de festivo cuidado. Digo que había algo pagano en sus movimientos y voces. Algo ancestral y jubiloso. Algo arrolladoramente sano. Natural. Humano. Voy a tener que moderarme. Temo estar hipersensible. Soy un hombre observador y reflexivo. Soy un hombre con tendencia a la grandilocuencia de pensamiento. Voy a tener que moderarme. Me lo he repetido unas cuantas veces sentado en la terraza con demasiadas cosas en la cabeza y bastante frío en las manos, en los brazos, en la sangre. Pero cada vez menos. Empiezo a aclimatarme. No obstante me retiro por hoy