(Madrid, 1971). Es autora, entre otros libros, de Historial (Calambur, 2017).
I. Me siento y me avizoro. Busco en qué punto de esta pierna el predicado. ¿Es el sujeto el corazón porque canjea ritmos o todo cuaja en una oración pasiva sin complemento agente? Los complementos circunstanciales marcarán la índole de tu existencia: el cómo, el sitio, la luz. Y la gramática: otro posible orden al que brindar la razón del sacrificio.
II. Expandirse en bandadas de sodio, nitratos, potasio, esa glucosa que endulza pero aleja o decúbito prono, perfección de arrugas que se emancipan en su rectitud. Dame la postura de la muerte, su estudio preparatorio, recado de piel…
III. Sin pócima que nos sane, el bisonte de Altamira devana su cerebro un siete de diciembre de hace treinta y ocho mil cuatrocientos veinte años. En su certeza que nunca amplifica, las huellas de sus pintores reclaman auxilio. Formas de una oración rupestre por cansina, por todas las variaciones que experimentó con rezos, bailes y más rezos durante el gran minuto vegetal que fue la prehistoria. Nevadas, lluvias, sequías… Columnas que fortifican y albergan como un paradero cualquiera. Lluvias, nevadas, sequías y este horizonte de lodo. Su mirada informa de que nunca habrá vitrinas bastantes para la exhibición de este letargo o el tiempo. La liturgia se cancela con la muerte. Otros vendrán con sus cumbres. Varicela del ansia. Otros reharán de nuevo el sacrificio.
IV. La voltereta final, sí, la que ahoga en un charco sin cierre. La de las neuronas a modo de electroshock para despedirse de la llanura que parece entonces la vida. Anota antes de darle el rumbo de tus posesiones o la verdad del estiércol. Anota que te sangra la boca con la palabra «muerte» aunque te asusta más una longevidad enferma. Entre el «do» y el «sí» no hay intervalo posible. A decir verdad, el «re» es la utopía de los que un día quisimos remar