(Huelva, 1961). Autor de varios títulos, entre ellos La vuelta al día (Páginas de Espuma, 2016).
Ser en la vida romero,
romero solo que cruza siempre por caminos nuevos.
[…]
Ser en la vida romero, romero…, sólo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo.
León Felipe
Cuando le alcanza entender que la sencilla operación de introducir el brazo por la manga de la chaqueta se le ha convertido en una empresa verdaderamente enojosa y absurda, y admite al cabo de un rato de luchar contra la prenda que ha encajado primero en la manga que no corresponde el brazo que siempre mete después, al sacársela para empezar de nuevo de la forma acostumbrada siente que algo va mal, que amanece esa mañana uno de esos días en que es mejor no levantarse. Uno de cada diez, de cada siete, de cada tres, uno de cada uno últimamente.
Con ese presentimiento gira un poco más tarde la llave en la cerradura y da la espalda a la seguridad de su casa, antes de embocar la escalera hacia el territorio inhóspito del garaje, un lugar que sólo le emite señales negativas y cuyo bosque de columnas atraviesa siempre a una velocidad insensata de cuatro arañazos por maniobra. Bosque de columnas es expresión bien cínica, piensa, es una frasecita hecha que se las trae: una combinación de naturalezas vivas y muertas, de botánica y cemento armado, que es mejor dejar atrás cuanto antes.
Nada más salir a la calle se incrusta en el atasco suyo de cada día. Lo hace porque no ha matado a nadie al cruzar la acera al vomitarse desde el garaje, gracias al espejo redondo inmenso como un ojo que le muestra, a la par que los transeúntes susceptibles de ser más o menos atropellados, las primerísimas intenciones del día exterior. Si un poco más adelante la avenida adquiere amplitud, gana en carriles a ambos lados, tiene a bien incluso bordearse de naranjos y palmeras, y la luz del amanecer, tras un generoso filtrado de nubes, se posa con calma sobre los vehículos que lo preceden y los que lo siguen detrás, la cosa podría augurar una jornada medio plácida. No va a ser el caso de hoy.
Después de fumarse tres cigarrillos y diecisiete semáforos rojos, bastante rato después, arriba a la oficina hecho un sonámbulo, cruza por entre las mesas de sus compañeros sin decir palabra, y comienza a sentirse en verdad atosigado por el trabajo morrocotudo que le espera sobre la mesa, en su despacho. Son varias columnas, de papeles ahora; de papel reciclado, sin cloro, color ala de mosca en final de otoño. Lo que no esperaba, o sí, es que la percha al lado de la ventana, con sus brazos sumisos tendidos más hacia su persona que a la prenda a recoger, se le quede como mirando, embobada, con una sonrisa. Es un decir. Es un decir, así demasiados días perciba que algunos huéspedes inanimados de su despacho lo espían, saben de sus movimientos, de sus latidos más íntimos. Y de entre todos ellos, entre la papelera, los archivadores, la lámpara flexo, la grapadora, los lápices, sumidos en su inacabable silencio diplomático, es la percha la que toma la iniciativa esta mañana, se desmarca del terco disimulo y le sonríe a las claras, sin cinismo ni acritud, con delicadeza, con cariño incluso. Lo ha intuido otras veces, pero esta mañana siente netamente que la percha se ríe de él mientras cuelga la chaqueta. Una risa vegetal, concéntrica, que surge con nitidez de los anillos de la madera curada, una risa que comprende y tiene por merecida cuando se percata finalmente de que se ha puesto, también, también eso, el jersey del revés.
Indiscutiblemente algo comienza a ir mal. Peor que regular. Pero parece que ya se ha hecho adicto a todo eso. Podría decir de igual manera que indiscutiblemente algo comienza a ir bien, mejor que regular.
Mientras se entretiene en sacarse el jersey, en ponérselo del derecho otra vez, un agobio feo y especialmente siniestro que viene acosándolo desde hace meses penetra en su despacho sin llamar y se instala con descaro delante de su mesa, como a la espera. ¿Un agobio feo? Bueno, no es guapo, obviamente; pero feo tampoco. Ni siniestro. Del montón. Es la ciudad, o por lo menos algo de la ciudad: sus atascos, su aire marrón deshilachado, sus prisas de tortugas y galgos, sus ocios disparatados, doscientas cabezas alineadas en la cola para conseguir entrada; sus negocios peor, millones de tiras amarillas y negras de los tigres, chupadas de vampiro, zancadillas de codicia y ambición… Es el ascensor estropeado del bloque de oficinas, las caras repetidas y feas, ésas sí, de los cuatro compañeros añejos que ve desde los cristales del despacho, ¿estos tipos no se jubilarán nunca?; es el subjefe idiota que asciende otra vez gracias a sus cursillos diarios de lameculos, y que viene a ofrecer para celebrarlo unos puros baratos que apestan. Es el aparato de la calefacción dando resoplidos de perturbado. Dodecafónico el aparato de calefacción; aunque tiene sus días también, el puñetero, momentos pianísimos, líricos. Es todo eso y más: fantasmas que saltan por las sillas y los estantes, gamusinos que se burlan de uno aunque ya se tenga el jersey bien puesto y la cara clavada en la pantalla del ordenador.
Qué pantalla más verde. Como antigua. Otra ironía. Un falso prado para devorar las retinas todas con ramalazos apretados de números, descomunales columnas de cifras, plazas y avenidas y calles de locos guarismos todos corriendo pantalla arriba, frenéticos, que producen, antes que los prealbaranes brutos de facturación, un vértigo pitagórico de espanto. Ah, una macetilla con un buen cactus le está haciendo falta a esto como el comer, ya lo dice la puerta del frigorífico. Absorción de las radiaciones. Le habría gustado ver el experimento donde verificaron eso los científicos: que los cactus absorben los fulgores del computador. ¿Los extraerán tal vez desde ese ojo de cíclope que ellos llevan arriba y que, para disimular, para tranquilizar, ha dado en llamarse webcam?
Algo ha empezado mal, ciertamente, algo que va a seguir mal para obedecer un día más a las leyes insoslayables de lo oficinesco, leyes grises, patibularias, franzkafkianas. Acostumbrado a la resignación de identificarse ante el ordenador como un número seguido de sus iniciales, U. R. J., a esperar medio minuto de presentaciones cibernéticas y el arrancado de unos programas que actúan con la velocidad de la luz y una eficacia que supera a la suya propia en verdaderos chaparrones de bits, una zozobra insólita hoy en medio de toda esa prisa lo pone definitivamente en guardia. Comprende ya sin que le quepan dudas que la jornada empieza distinta, peligrosa, más amedrentadora que los días previos. Por si fuese poco, en las placas de luz del techo dos barras fluorescentes con los cebadores oscurecidos, a punto de colapsar, se irritan y parpadean.
¡Café, café! Tendría que sacar un café de la máquina. Pero qué pereza.
Allí está ella, al fondo de la sala, detrás de las mesas de sus compañeros. También sonríe, como la percha; mejor aún, pertrechada de sus lucecitas leds. Achinando los ojos pareciera una boca curvada donde sólo afean la sonrisa las mellas del descafeinado y el chocolate con leche, que no repone nadie nunca. La máquina del café, y su sonrisa en U.
Ja. En ese descuido lamentable, el agobio, que permanecía agazapado, bien atento a su porvenir, le trastoca cuatro papeles, le tacha siete cuentas realizadas correctamente el día anterior y le borra a mala leche los archivos para el cierre mensual de facturaciones. Cuando sale de la ensoñación con la máquina del café y quiere reaccionar, las cuentas no le cuadran ni dando puñetazos sobre la mesa, así que al atacar el teclado en plan juansebastianbach, control zeta, control zeta, control zeta, como si interpretara el arte de la fuga con dos notas repetidas que se persiguieran a sí mismas hasta el infinito, no hace otra cosa que embrollarlo todo más todavía, para que no lo puedan enmendar más tarde ni los informáticos del servicio central. Poco le cuesta admitir la evidencia: la suave presión de la yema de uno de sus dedos sobre la tecla equivocada se ha llevado al infierno el trabajo de casi un mes entero, sin casi, otra vez. Son ya infinitos sus cierres de facturación descacharrados, metidos en vena como quien dice. Si no acumulase sobre las costillas seis o siete trienios, y un historial sin otros puntos negros que esa droga del cierre de mes atolondrado, se diría que busca el despido con ansias y desesperación.
Este error le sirve para verle los dientes afilados al agobio, que da vueltas por el despacho con una sonrisa socarrona, y también le vale al jefe recién ascendido para demostrar su nuevo poder: además de los puros apestosos de apagado recurrente y esqueleto de estacas, puede regalar ahora broncas soberanas, duras palabras desenredadas de una frase principal, interjecciones bilabiales explosivas, y hasta expulsar pequeñas y medianas partículas de saliva, que pueden ser absorbidas tanto por un cactus imaginario como por la mesa verdadera o por el rostro no girado a tiempo, pleno de estupor.
La tensión se alarga hasta la hora de la salida con todo eso, como un chicle.
Hay un disfrute ahí, si se sabe mirar hacia adentro, y encontrar lo que viene después de lo peor: como poco, dejar de ver la cara fofa del jefe y las caras feísimas de sus compañeros, cuchicheantes cotorras con gafas de culo de botella que lo miran divertidas a través del cristal. Aunque… para ser precisos, lo que por costumbre se nombra cristal no es más que un pobre y rayado metacrilato en verdad, un doble material divisorio de cubículos oficinescos que impide descifrar el abundante cuchicheo habitual. Una grandiosa ventaja, por otra parte; ¡menudo invento!
Cuando puede meterse en el coche ardoroso y baja la ventanilla, por ese hueco entra también el agobio. Lo acompaña en silencio por calles y avenidas saturadas de un tráfico enloquecido hasta casi llegar a casa, cuando el embrague se le rompe en medio de un atasco mortal. Ja. Jajá. Enseguida el agobio lo ve disparatar, mientras los demás conductores dan pitidos y acelerones que intimidan. Ve que se pone furioso, que se convierte en una caja de dinamita, una bomba a punto de estallar. Suerte que varios artificieros de la Policía Municipal le ayudan a apagar la mecha empujando el auto hasta aparcarlo lejos de la desesperación de los atascados, que arrancan salvajes, saltándose semáforos en rojo y peatones con los pelos de punta y la carne de gallina a pesar del calor.
Vale pues sentarse en el bordillo y contemplar las carreras que se disputan delante y detrás de uno, sin apostar ni por las máquinas que derriten el asfalto ni por los bípedos que se propinan codazos en la acera. Vale pensar entonces en las letras repetidas cada mañana a la pantalla del ordenador para identificarse, en las iniciales U. R. J., y juzgar que Romero y Jara son verdaderamente apellidos de montaña, que resulta una mala jugarreta del destino llamarse Romero Jara en medio de un atasco con el coche jodido, cuando en el campo las jaras florecen blancas y rosas y el romero también, y los dos inundan de aroma hectáreas de terreno sin autos ni semáforos ni agobios ni jefes ni perchas retorcidas ni mucho menos metacrilatos o desdentadas máquinas de café. Vale considerar entonces como una verdadera faena ser Romero, ser en la vida Romero, ser en la vida Jara, y permanecer sentado en la acera esperando a una grúa salvadora para que se lleve el coche a un taller, para que dos meses después le pase otra cosa, los frenos, la dirección, el radiador, cualquier desperfecto, y seguir apellidándose aun así Romero, seguir siendo Jara, Romero Jara, sentado junto al agobio, compañerito del alma, compañero, ni feo del todo ni guapo tampoco, pero sí adictivo, inseparable, peligroso y divino.
Permanece así pues en la acera hasta que se le calienta muchísimo la cabeza. A punto de insolación.
De esa manera le nacen las ideas más redondas y recurrentes siempre, en el momento de ponerse a hervir. Podrías freír un huevo en mi pelo ahora mismo, jeje, le dice al agobio, acércate a por media docena para almorzar, anda.
Ahí lo despista, le coge las vueltas y sale corriendo a la casa de su amigo del alma, una vez más. Le cuenta atropelladamente lo del coche y le pide el suyo sin rodeos (¿otra vez?, llevas quince meses metido en un bucle, en una de ésas te quedas clavado, te lo advierto), ya, ya, pero bueno, lo necesita con urgencia, su amigo lo sabe, así que se larga con las llaves sin explicarle más nada. La acción se repite un mes y otro y otro desde hace más de un año, ya está enganchado, no tiene arreglo. Pareces uno de esos de las performances, le dice, pero él no lo puede oír ya. Tampoco desea oírlo, la verdad.
Cuando se le van enfriando un poco las ideas lleva recorridos cincuenta o sesenta kilómetros camino de la sierra, recortando curvas y precipicios a una velocidad muy poco prudente, a una velocidad que desdibuja los macizos de jaras y de romero. Impresionismo. Las dos especies agitan alegres sus pañuelos de flores a su paso, saludándolo, dando la bienvenida al tocayo descarriado. Eso puede verlo por el rabillo del ojo, por los rabillos de los ojos, a derecha e izquierda. El campo entero es un museo impresionista a semejante velocidad. Monet.
Aparca en la ladera de una montaña que se eleva orgullosa, exuberante de encinas, pinos y castaños, y comienza una ascensión casi mística por vericuetos imposibles, donde encuentra mariposas azules, rastros de topillos, cantos de mirlos, águilas y azores planeando en lo alto. Lo acompañan caricias de ortigas que no le hacen daño, espinas de zarzas y cardos que se vuelven suaves a su paso, grillos cantando como enloquecidos… Toda la naturaleza lo rodea con sus brazos hasta llegar muy arriba, a un claro de bosque recubierto con una alfombra de tréboles y un roble enorme y redondo en el centro, un lugar para dejarse estar donde se tiende mirando al cielo limpio y azul hasta que sus ojos se cierran y se queda dormido sintiendo crecer la hierba bajo la piel. Sentir crecer la hierba bajo la piel es expresión bien cínica, podría pensar también, es una frasecita hecha que se las trae: una combinación de naturalezas vivas y muy vivas, de botánica y carne, que sería mejor dejar atrás cuanto antes.
No tiene sueños. Si los tiene, no los recuerda después. El descanso es limpio, sin jefes ni interrupciones.
Cuando despierta es ya muy tarde. Está oscuro. Flores de jara y romero salen de su barba, del pelo de la cabeza, del punto de arroz del jersey, y siente, de nuevo, una alegría infinita al contemplar los regalos que le ha ofrecido el monte durante su descanso. Pero cuando quiere levantar una mano se horroriza al sentir los dedos muy clavados en la tierra, y la otra mano igual, y los pies, y la espalda y la cabeza… Se asusta de parte a parte cuando comprueba que algo que le sale de adentro lo aferra al suelo como un vegetal. Lo inunda el pánico cuando adivina que las flores de romero y de jara que crecen delante mismo de sus ojos lo hacen desde el interior de su cuerpo, adornándolo y perfumándolo, transformando su tronco, sus extremidades, todo lo suyo, todo él, en un rizoma inmóvil, en algo con consistencia realmente leñosa, como de percha mismamente. Sus poros los siente transformarse en estomas, su piel adoptar un tono verde, su respiración un algo de fotosintético… Un número. U. R. J., y todo un número. La performance.
Cierra entonces los ojos, lo que todavía son sus ojos, se estremece un segundo y en un esfuerzo supremo se levanta de un golpe de la tierra. ¡Ja!
Experimenta un desgarramiento: algo muy suyo se le escapa. Cuando mira de nuevo a su alrededor cree ver una sombra apenas, un aura, algo vago, la continuación de sus dedos en forma de finas raíces de humo.
Le salen también de los codos, de las rodillas, de los pies, apenas unas líneas fantasmales que se difuminan en la bruma de la noche que se viene rápida y oscura como la boca de un lobo, como otra frase hecha, pensada con el mismo cinismo, y además con nocturnidad.
Corre enseguida ladera abajo, tropezando, cayendo muchas veces, pinchándose con los cardos, rabiando su piel con las rozaduras de las ortigas, intentando vislumbrar la carretera y el coche abajo. Corre y da saltos de atleta, como nunca (como siempre) hubiera imaginado. Sonidos amenazadores, resoplidos de lechuzas, de cárabos, penetran por sus orejas, mientras delante de sus ojos se retuercen algunos árboles con siluetas fantasmales y cantidades inusitadas de murciélagos requiebran sus vuelos complicados un segundo antes de tocarle el rostro, haciéndole burlas. Corre y se sacude los gusanos peludos de los pinos que le caen encima, da patadas a los erizos pinchosos de los castaños y a los erizos que corretean asustados bajo sus pies. Se estremece con la visión de extrañas luces que flotan en el aire, luciérnagas que le parecen ánimas que lo acosan, nieblas y fuegos fatuos salidos de esos cuadriláteros atravesados de cipreses junto a las aldeas allá muy abajo.
Así de atropellado desciende, hasta vislumbrar el coche blanco a lo lejos. Sobre la carrocería se refleja una finísima luna mora que ríe detrás de las encinas con todas sus piezas intactas. Es una sonrisa plena, sin huecos de chocolate o café con leche. Ja.
El viaje de regreso a la ciudad le resulta más relajado, porque lleva de nuevo al agobio sentado de copiloto, y el agobio es algo ya conocido, compañero de meses y meses. Los últimos quince o veinte los que más. Sólo le molesta ya esa manera suya de reír, tan seca.
Bajan del coche cuando llegan a casa por fin y se acuestan los dos en la cama conocida, sin tréboles ni topillos, y duermen a pierna suelta hasta que suena el despertador, a las siete menos cuarto.
Antes de salir (es primeros de mes, seamos serios) cuida mucho de ponerse la chaqueta correctamente desde el principio, primero la manga derecha, luego la otra, mientras repara en la suerte que tiene de ser un urbanita bípedo y consecuentemente propietario de tan sólo dos brazos. Elucubra con la enorme dificultad que sería meterse un jersey siendo pulpo, araña o ciempiés; en la complicación añadida que entrañaría embutirse en unos pantalones de haber nacido centauro. Jajá.
Mira el diminuto papelito rosa fijado a la puerta de la nevera con un imán: comprarelcactus. Así, todo junto. Lo mira, pero no lo ve. Siempre se le olvida.
Lo que sigue no es sobredosis, todavía: la llave por fuera de la cerradura, el territorio inhóspito del garaje, su bosque de columnas, el arañazo mil uno en la chapa, la pregunta, espejo espejito ¿a quién atropellamos hoy al cruzar la acera?, y luego, cuando ya va bien incrustado en el embotellamiento de la avenida, pensando que tiene que reiniciar el trabajo de un mes entero, al recordar de nuevo sus iniciales, la clave de identificación para la computadora, un número seguido del U. R. J. de marras, preguntarse si el ordenador, tan listo, sabrá que Romero y Jara son apellidos realmente de campo, impresionistas mirados desde el rabillo del ojo, mientras que la U de Urbano tiene forma de anzuelo y sonríe igual que la máquina del café que él mismo, el ordenador mismo, de darse la vuelta sobre su plataforma giratoria, podría entrever con su webcam justo al fondo, un poco más allá del jefe y los compañeros que siempre cuchichean mudos detrás del cristal que tampoco es cristal