X Concurso Literario Luvina Joven
La manta negra del cantero
Xochilt Maleni Ruvalcaba Cervantes
Licenciatura en Letras Hispánicas, CUCSH
Todos los días se le veía pasar con ese caminar tan suyo, pareciera que sobre sus hombros llevara la carga de la amargura de seguir vivo. En el suelo del asfalto se escuchaba el sonido de la fricción que era provocado por el arrastrar de las botas.
Pantalones grises deshilachados y manchados de tierra rosa. Su camisa blanca ya estaba amarillenta y llena de agujeros que hablaban del pasar de los años y la pobreza que lo albergaba.
Martín, hombre de estatura media, piel morena y regordete, siempre caminaba por enfrente de mi casa a las seis de la mañana y pasaba de regreso a las siete de la tarde.
Un día me atreví a saludarlo y entablar una conversación con él. Me di cuenta de que, para ese hombre el único motor para seguir en este mundo era su esposa y sus cinco hijos. Lo lamentable era que sus mejores amigos eran una caguama y un cigarrillo sobre la oreja izquierda.
“La vida siempre es así, amigo, vas y vienes, siempre en busca de unos pesitos pa’ comer, pero pos, aunque camines de un lado pal otro lo único que consigues es una joroba que pesa más que el sufrimiento de tantos años. Encuentras algunos pesitos, pero nunca serán suficientes y, cuando menos lo esperas ya le heredaste esta maldición a tus chiquillos. Tus niñas terminarán de sirvientas o mal casadas, tus hijos o siguen tu camino o se echan a perder. Pos qué le digo, la vida del pobre”.
Discurso sombrío igual que su mirada, en su rostro noté la mueca de un hombre que está cansado de buscar sueños que siempre terminarán por desvanecerse uno tras otro.
Luego de esta conversación procedió a seguir su camino, de lejos se podía ver la incomodidad con la que caminaba, las llagas del sacrificio adornaban sus pies, era algo que no se podía ocultar ni siquiera con la barrera de sus botas.
Al día siguiente, me senté en la acera de mi casa, quería toparme de nuevo con este amigo mío. No obstante, no pasó a la hora de diario. Supuse que a lo mejor se había quedado a trabajar un poco más. Pero lo mismo fue al día siguiente y al que sigue, en ese instante me preocupé un poco. No era normal que este hombre faltara una y otra vez a la rutina que le daba para comer.
Comencé a averiguar entre mis vecinos para saber si conocían a este individuo, dónde vivía, dónde trabajaba o si sabían algo de él. Sin embargo, nadie supo darme razón de su existencia, lo que sí logré fue que colocaran toda su atención en mí, ¿por qué alguien como yo se preocuparía por una persona tan insignificante como él? Eso causó que se formularan nuevas teorías acerca de quién era yo: un buen hombre, un samaritano que quería ayudar a los otros, un loco con obsesiones raras…
Averigüé del taller de cantera más cercano a mi casa y me di cuenta de que estaba tan sólo a quince minutos caminando. Me puse en marcha y al llegar pregunté por Martín, los chicos que trabajaban ahí se miraron entre sí y después llamaron a su jefe.
Raúl apareció frente a mí y se presentó. Seguido de esto, me invitó a tomar asiento en una de las piedras de cantera que estaban a lo largo del patio, me ofreció un cigarrillo y comenzamos a charlar.
—Se ve que eres un niño bien, ¿de dónde conoces al señor Martín?
—Soy amigo suyo, lo conozco hace poco.
—Bueno, como sea. ¿No te enteraste?
—¿Enterarme de qué?
—Martín está internado en el hospital. La otra noche se puso muy enfermo, al parecer tuvo una hemorragia.
—¿Una hemorragia?
—Sí, ya ves que le encantaba tomar desde que despertaba hasta que se dormía, nada fuera de lo común. Pero, pos pobre, la verdad… Sus hijos siguen pequeños, así que, no habrá quién lo reemplace aquí en el taller y con lo que gana su mujer no creo que sirva ni para que coman siquiera.
Las palabras dichas por este hombre me sonaron tan frías, tan vacías, no sabía cómo reaccionar ante eso. A final de cuentas, ¿Martín era sólo una mano de obra reemplazable?, ¿un hombre que tendría un desenlace miserable como el resto de su existencia?
Regresé a casa, subí a mi habitación, me recosté sobre la cama y me puse a pensar hasta quedar completamente dormido.
Más tarde, desperté mientras que por la ventana entreabierta traspasaba la luz amarilla de la lamparilla de la calle y el sonido de los autos llegaba hasta mis oídos. Eran alrededor de las cinco de la madrugada, fui a la cocina y preparé algo para comer. Luego me duché y salí en camino al hospital regional donde estaba Martín.
Llegué al mostrador donde prestaban información, no había nadie. En eso un guardia de seguridad se acercó a mí y me preguntó qué deseaba. Le expliqué toda la situación, él me pidió que regresara a las diez de la mañana, puesto que en ese momento nadie habría de recibirme.
Salí de nuevo a la calle y me senté en la bardita que se encontraba alrededor del hospital. El viento soplaba lentamente, al principio era una sensación relajante, mas al pasar de algunos minutos se volvió insoportable helándome hasta los huesos.
En mi mente la misma película se repetía una y otra vez, un hombre bajito que pasaba frente a mi casa con el ceño fruncido por la luz del sol o por el cansancio, hombre que paraba en la tienda para comprar su caguama que lo acompañaría en la caminata de regreso a casa. Voz ronca que te erizaba la piel con sólo recordar su eco.
Tal vez sí soy un poco raro, ahora lo confirmo. Me gustaba mirarlo desde lo alto de mi azotea, me gustaba ver cómo tambaleaba por el cansancio, cómo sus botas raspaban con el cemento de la calle, cómo su espalda se curveaba cada vez más hasta formar el arco perfecto. ¿Quién sería aquel hombre?, ¿cuáles serían los misterios que se escondían detrás de ese caparazón de viejo huraño?
De lo primero que me enteré fue que se llamaba Martín. Lo supe cuando platicando con uno de mis vecinos me había comentado que este hombre se había visto relacionado en una disputa con Julián, un amigo mío, puesto que éste trataba de ligarse a la hija del cantero.
Eso despertó mi curiosidad aún más, si es que eso era posible. No es que yo conociera a este hombre, pero si de algo no me equivoco es en mirar a las personas y por medio de los mínimos detalles descubrir quiénes son en realidad.
Y, yo veía en esas pupilas cansadas el alma de un buen hombre, no creía que fuera posible que una persona como él se viera involucrada en una pelea con cualquiera. Pero, bueno, como sea. Luego de que estos pensamientos vinieran a mi mente, me decidí por ir a mi casa a tomar un café mientras esperaba que se hicieran las diez de la mañana.
Se hizo hora y en cuanto llegué al hospital fui a su habitación para saludarle. Al entrar, a mano derecha de su camilla me encontré con una mujer de unos cuarenta y cuatro años, quién sujetaba con suavidad una de las manos de Martín. Al acercarme a ellos, ella levantó la mirada y noté cómo unas pequeñas arrugas se dibujaban en su frente, sin duda eran la marca de la preocupación. Yo simplemente sonreí y expliqué que el motivo de mi visita era para saber cómo seguía mi amigo, al momento, la mujer relajó su semblante.
No importaba cuán enfermo estuviera, los cobros y las deudas seguían creciendo cada vez más. La mujer hablaba de la luz, la comida, el agua, la renta, los medicamentos para su madre y, ahora, para el cantero. Una manta negra se había posado sobre ellos, era la mala suerte y la decepción, una tela que los había acompañado desde su nacimiento.
En la habitación se podía respirar el olor a un sudor agrío, un hedor que penetraba lo más profundo de cada poro de mi piel. En mi parecer, se trataba de ese aroma característico de un cuerpo en putrefacción, ese olor que precede a la muerte.
En lo que ellos me platicaban de sus problemas y de la enfermedad de Martín, yo aproveché para adueñarme de cada uno de los gestos que este viejo dejaba relucir cual si fuera la página de un libro por leer.
Mi amigo tendía a torcer un poco los labios para entrecerrarlos al hablar de aquello que le preocupaba. Me gustaban los surcos que se formaban alrededor de sus narices y que bajaban de sus mejillas a la barbilla. Las arrugas de su frente también me llamaban la atención, se entrelazaban unas a otras como cruces de caminos, pero ¿a dónde nos remitían dichos cruces?, ¿a una juventud llena de agobios?, ¿a las aventuras de un joven sin oportunidades?
De repente, observé sus manos y hubo un detalle que llamó mi atención. Estaban cubiertas de callosidades, pareciera que sus palmas eran tan ásperas como la corteza de los árboles. ¿Era ese el precio del cincel sobre la cantera?, ¿era así como acabaría un gran artista?, ¿postrado en la cama y con las cicatrices de su trabajo?
Martín y su mujer dejaron de hablar. Ambos guardaban un silencio sepulcral, esperaban que yo diera respuesta a algo que habían cuestionado, pero en lo que no puse atención. Sin embargo, antes de que yo pudiera reaccionar, Martín dejó de respirar y el típico sonido que se escucha en películas ante la muerte de alguien comenzó a inundar el lugar. Su mujer no separaba los ojos del rostro de su marido.
Un grupo de enfermeras entró, llevaban un kit de emergencia, algo que ellas llamaban el “carro rojo”. El tiempo se puso en juego, pareciera que todos trataban de hacer su mayor esfuerzo por terminar con sus deberes en el menor tiempo posible. Agujas, guantes, sangre, cortes, tubos, respiradores, reanimadores, gritos, desesperación.
Durante esta escena, su mujer tuvo que abandonar la habitación, con lágrimas en los ojos y las manos en el pecho como si tuviese un dolor tan fuerte que le impidiera decir palabra alguna. Esa mujer no amaba a Martín, su mirada al cruzar con la de él denotaba la frialdad de un matrimonio consumido con el pasar de los años. El dolor que la atosigaba era el temor por no saber qué sucedería con sus hijos, cómo habría de sacarlos adelante, cómo pagaría esas deudas eternas…
A los pocos minutos, un médico sale del cuarto número veintisiete, se dirige a ella y con voz suave y tosca dice de una buena vez “su marido ha muerto, el problema fue la cirrosis que acaba de colapsar con el hígado”. Un sollozo, llanto desmedido y exclamaciones dirigidas al cielo. Una viuda había quedado sobre la tierra en aquel pueblito conservador que desdibujaba aún más desgracias que las que ya la perseguían.
A ella lo que le incomodaba de aquella situación era que su marido había fallecido por el alcohol y no por el polvo que inhalaba día con día de la cantera. Lo que más le molestaba era que su hombre siendo un buen escultor, un artista de la piedra rosada, había terminado por ser un costal de sangre cuajada a causa del olvido convertido en alcohol.
Los días pasaron, la mujer se endeudó aún más para poder pagar el velorio, el sepulcro y el novenario de Martín. Yo me esfumé y me robé los recuerdos de aquel buen hombre. De nuevo regresé a mi azotea, y me di cuenta de que la historia no tardaba en repetirse. Por la calle un chico de trece años aparecía con su pantalón de mezclilla, una camisa blanca y unas botas color café oscuro.
Por el caminar y su figura me di cuenta de que se trataba del hijo de mi amigo. Todas las mañanas pasaba con un cincel en una mano y una bolsa con su lonche de frijoles en la otra. ¿Era ese el comienzo de la historia?
Martín aparece de repente, me sonríe y se sienta a mi lado para mirar la función. No pregunta nada, él sabía que yo andaba tras de él. Él sabía que tarde o temprano tengo que venir por cualquier hombre. Así que, sólo me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, mirando ambos hacia la distancia, en direcciones distintas. Sin más, dice en voz baja “¿y cuándo vendrás por él?”. La respuesta es: pronto. Los accidentes llegan cuando menos se esperan.