X Finalista Luvinaria – cuento / Un desví­o nocturno / Karla Esquivias

X Concurso Literario Luvina Joven

 

Un desvío nocturno
Karla Elizabeth Esquivias López
Licenciatura en Psicología, CUCS

Recuerdo haber escuchado la música y saber que, como todas las mañanas, era hora de ir a trabajar. Me levanté de la cama, agarré el pantalón que tenía más a la mano y la camisa de siempre. Pronto saldría el sol, así que me calé el sombrero. Caminé descalzo hasta la entrada, y encontré mis huaraches junto a la pala, el pico y los machetes. Abrí la puerta y sentí el frío de la madrugada en la punta de mis dedos. Volví por la chamarra, tomé mis herramientas y salí a la calle. Así era siempre que íbamos a la labor. Valente pasaba por delante de mi casa para despertarme con su radio y nos íbamos juntos hasta las tierras de don Arellano.
      El patrón era uno de esos hombres que saben hacer negocio. Cuando se puso de moda eso de irse al norte a hacer fortuna, él se quedó y esperó pacientemente a que los desertores le quisieran vender a precio de remate las parcelas que habían abandonado aquí y que, siendo honestos, ya no valían casi nada para ellos. Así se hizo de casi todas las hectáreas que rodeaban el pueblo. Y de paso nos dio un sueldo seguro a los que no supimos irnos. En ese tiempo éramos unos quince o veinte hombres, la mayoría casados con hijos qué alimentar. A excepción de Filemón y de mí, que estábamos solos. Él porque su esposa se terminó yendo a la capital, con todo y chamacos, cuando se enteró de que le ponían los cuernos cada fin de semana. Y yo porque las novias nunca me duraban. Sin embargo, don Arellano nos trataba igual a todos. Hacía la repartición de las labores y con el sudor de nosotros sacaba adelante la cosecha de cada año. Y a eso íbamos ahora, justamente, a recoger los elotes que habían resultado de un buen temporal de lluvias.
      Yo caminaba adormilado, siguiendo el ligero eco de la música y el repiquetear de la carretilla vacía sobre el empedrado. Esta vez Valente no se había detenido para dejarme echar las herramientas en la carreta, así que las llevaba en las manos. Después de andar un rato intenté llamarlo pero no me escuchó. Se había adelantado bastante y ya iba cruzando el cuadro de la parroquia. Pensé que la carga me hacía ir más lento, pues sentía el cuerpo pesado y por más que lo intentaba no podía alcanzarlo. Llegó el punto en que solamente veía una sombra borrosa avanzando entre la neblina, lo único que evitaba que lo perdiera de vista era su radio, pues un hilillo de música todavía alcanzaba a resonar en el ladrillo de las casas y en los troncos de los árboles. Ahora que lo pienso, era extraño que hubiera tanto trecho entre nosotros. Usualmente caminábamos lado a lado, hablando sobre la administración del municipio, de su esposa e hijas, de los partidos de la selección, del sindicato campesino, del temporal… de mi madre, sus dolencias y cómo yo tuve que cuidarla por ser su único hijo.
      -Cuando doña Asunción falleció, pudiste irte al norte. –Dijo por fin, como si me leyera la mente. A pesar de la distancia lo escuché con claridad, pues el hondo silencio sólo era interrumpido por nuestros pasos, la carretilla y la voz del radio. –Pero no te fuiste.
      -Este pueblo es todo lo que conozco, allá no había nada para mí.
      Por un momento la sombra de Valente se detuvo y me volteó a ver, pero en seguida me dio la espalda y retomó su andar. Me resigné a que así sería todo el camino, ni siquiera me pasó por la cabeza dejar de seguirlo. Dimos vuelta en la carnicería de los hermanos Gómez y pasamos la tienda de Benjamín, una cuadra abajo se erguía el lienzo charro y, en frente, el almacén comunitario de la asociación de campesinos. Recordé el viejo almacén recién barrido, lleno de mesas redondas y manteles blancos, con una banda al fondo y la gente bailando y cantando a todo pulmón.
      -Aquí te casaste.- Le dije a Valente, creyendo que no me alcanzaría escuchar.-Y eso que nunca te habíamos conocido una novia. Aunque la gente decía que ibas mucho a la ranchería que está pasando el camino de las cruces.
      -Ahí conocí a Carmelita.
      -Sí, me acuerdo que nos la presentaste el día de tu boda. Tus padres no podían haberse visto más contentos que en esa misa.
      -No pensé que quisieras venir.
      -Pues no tenía otra cosa que hacer y todo el mundo iba a ir, incluida Esperancita…bien chula con su vestido morado…-Me detuve un segundo para recobrar el aliento.- Aunque ella no me quiso ni la mitad… Debí ir contigo a la ranchería, quizás hasta tendría mis propios hijos como tú, pero en aquel tiempo le empezó la enfermedad a mi madre.
      Pronto dejamos atrás el empedrado y nos seguimos por la vereda entre las cañas de la familia de don Conrado, su hijo había sido uno de los pocos que decidieron decirle que no al patrón, así que conservaba su herencia. Y menos mal, porque de lo contrario habrían derribado la telesecundaria que había puesto el municipio en el espacio que el mismo don Conrado había donado para ello. Así los padres no tenían que preocuparse por mandar a estudiar a sus hijos a otro lado, ya que detrás de las cañas la casa de estudios seguía ahí. Verla en nuestro camino me hizo recordar esos días de escuela en los que Valente y yo nos la pasábamos cazando pájaros con la resortera, copiándonos la tarea y haciendo enojar a la maestra de turno.
      -Qué fácil era la vida en ese entonces, ¿eh? – Dije, esperando que se detuviera un momento, pero no. Para sorpresa mía, Valente decidió dar la vuelta hacia la derecha. – ¡Te estás desviando, hombre! – Grité, pero no hubo reacción alguna de su parte. Continuaba con su andar seco. Entonces me di cuenta de que se dirigía al cerro de la higuera.
      Sólo habíamos subido ese cerro una vez, hacía más de veinte años. Recién había terminado un partido de futbol con nuestros compañeros y yo pensé que era buena idea retarlos a ver quién era el primero en subir corriendo hasta la higuera. Los demás rajaron, así que la carrera fue nada más entre Valente y yo. Llegamos casi al mismo tiempo, y como soy mal perdedor alegué que él había subido primero porque traía tenis nuevos. Descansamos recostados a la sombra del árbol, viendo un pedazo de la telesecundaria y, bajo la loma, las casas del pueblo. Valente traía unas manzanas en la mochila, yo había olvidado la mía en el patio de la escuela. Recuerdo haber pensado que era generoso porque las compartió conmigo. Nos quedamos ahí largo rato platicando de nuestras cosas. Cuando nos dimos cuenta comenzaba a atardecer y si no regresábamos antes de que oscureciera seguramente nos darían una tunda.
      -Por allá – Señaló un punto en el cielo, antes de irnos.- Por allá salen tres estrellas que siempre están alineadas, mi papá me dijo que son las cabrillas. Sólo se pueden ver desde aquí porque en el pueblo las tapa la loma.
      -¿No te lo estarás inventado? Yo no las he visto ni he escuchado nunca de ellas. – Le dije, comenzando a bajar.
      -Por eso se llaman las cabrillas, porque sólo se pueden ver sobre las montañas.- Tomó mi mano para señalarme con ella el lugar donde tendrían que estar las estrellas, y yo la aparté enseguida.- Luego te las enseño, pero no le digas a nadie, mi papá me dijo que es un secreto.
      Esta vez subimos despacio pero igual Valente iba delante de mí. Al llegar a la cima por fin se detuvo y pude alcanzarlo. Señaló un punto en el cielo: ahí estaban alineadas las cabrillas. Todavía lo recuerdo como si estuviera pasando en este momento…Me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, mirando ambos hacia la distancia, en direcciones distintas.
      -No creas que se me olvidó.- Dijo Valente exhalando el humo con calma. Ahí, debajo de la higuera, me di cuenta de que no importaba que su cuerpo estuviera tan cerca del mío. Nadie podía vernos.
      -A mí tampoco.
      Una vez que terminamos de fumar, cargué las herramientas en la carretilla y reanudamos el camino. En poco tiempo llegamos a la parcela y, como siempre, acerqué unas ramas para encender el fuego y preparar café mientras que Valente fue a la bodega por los costales. O eso creí, porque al ver que tardaba fui a buscarlo y no lo encontré. Pensé que a lo mejor le había dado vergüenza nuestro desvío nocturno y resolvió regresar a su casa sin decirme. Caí en cuenta de que aún no amanecía, así que revisé el reloj del escritorio del patrón y vi que marcaba las tres de la mañana. Decidí tomarme el café y ponerme a trabajar.
      En cuanto amaneció llegaron los demás y se quedaron sorprendidos de verme ahí, con mi trabajo del día terminado. Me preguntaron por qué había llegado tan temprano sin avisar.
      -Fue Valente, pasó por mí de madrugada y ya estando aquí pues me puse a pelar las mazorcas. –De golpe todos guardaron silencio.- Pero luego se fue y me dejó como tonto aquí solo.
      -¿Valente? –Frunció el ceño don Arellano – Pero si él murió anoche, le dio un ataque al corazón ¿no te enteraste? Su mujer pasó hace rato a mi casa y me pidió ayuda con los arreglos funerarios. Hoy lo vamos a velar en la capilla… – Debió preocuparse al verme la cara, porque se sentó a mi lado. – Seguramente volvió para despedirse de ti, ¿qué te dijo?
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