Al compás de la letra / Miguel Maldonado

Cuando me quedaba sin lápiz en el colegio —el paradero de un lápiz, como el de los encendedores, siempre es un misterio—, solía usar como último recurso la punta de lápiz del compás de mi juego de geometría. Por unos instantes, esa imagen se convertía en la metáfora nupcial de las ciencias y las artes. Un instrumento de la ciencia geométrica, fabricante de círculos, servía también como herramienta del arte caligráfico. La o y su redondo, por fin juntos. Este simbólico recuerdo, que se debía al accidente de perder mi lápiz, hoy día no es ni un símbolo ni un accidente: es una realidad cotidiana. Vivimos el regreso de los tiempos, y las distintas competencias se vinculan unas con otras, al grado incluso de confundirse: las explicaciones científicas sobre la edad del universo y su origen a veces parecen verdaderos cuentos chinos. Digo «regreso de los tiempos» porque, recordando a Platón, un ciudadano debía educarse en la técnica de la música como en la de las matemáticas, la retórica y la gimnasia. Esta educación integral de la época clásica la vivimos hoy día. Hemos salido de la modernidad, donde cada disciplina se distinguía de la otra y prevalecía el discurso de la hiperespecialización, para entrar en una ética holística. Esto hasta sus últimas consecuencias: a buen seguro, un convulso cantante de rock pesado puede ser monje zen por las mañanas, con tiempo para hacer sus prácticas de laboratorio por las tardes, sin descartar que tenga el pasatiempo de aprendiz de astrónomo, con el telescopio más sofisticado del mercado en la ventana de su casa.
    En distintos momentos, la ciencia y el arte se han entrecruzado. En el periodo barroco, por decir un ejemplo, los versos no necesitaban nada para parecerse a los silogismos filosóficos, concatenándose —o, como se dice en poesía, encabalgándose— a la usanza de los principios que marcaba la ciencia lógica de entonces; de allí que el conceptismo fuese un recurso literario barroco por excelencia. La ciencia ha necesitado del arte, como los primeros anatomistas que recurrían a escultores y artistas plásticos para que construyeran sus modelos del cuerpo humano; o los filósofos antiguos que contaban con los conocimientos necesarios de ars retórica y poética para elaborar sus lecciones de manera eufónica y apropiada; didaxis y dicción son palabras hermanas, y no precisamente por su cercana homofonía. El arte también ha necesitado de los conocimientos científicos para hacer libros de aventuras y ciencia ficción bien documentados. También han coincidido involuntariamente, como en las imágenes microscópicas de la biología y su parecido con algunas corrientes plásticas.
    Dentro de las mismas ciencias, para bien o para mal, ha habido una constante interacción. Para bien, porque ahora podemos interpretar la realidad a través de distintos enfoques; para mal, porque se corre el riesgo de comprender un fenómeno social a partir de conceptos y categorías incompatibles. No son pocos los sociólogos o politólogos que interpretan la realidad con el mismo rasero de las ciencias exactas. Los conceptos de entropía y autopoiesis, provenientes de la biología, y usados también en los sistemas computacionales, han servido como categorías de análisis social. La simple analogía fue la gran miopía del siglo xx, siglo en el que, precisamente, el concepto de «masa» (despectivo por excelencia), perteneciente a la jerga de la física y la matemática, se usó para dirigirse al «pueblo» y tratar de comprenderlo.
    Desde la época clásica, se considera que la ciencia y el arte comparten un objetivo: ambas buscan la verdad. Si nos aferráramos a esta idea, la historia pronto nos desengañaría: ciencia y arte también se ejercitan en la falsedad. Acaso éste sea el verdadero vínculo entre la ciencia y la literatura. Falsedad y ficción son palabras colindantes. La verdad científica se ha vuelto cada vez más provisoria. La teoría de los paradigmas mostró que a una verdad la sustituye otra que a su vez será sustituida; los estructuralistas de finales de siglo mostraron que la verdad es también un juego de discurso; y, para rematar, la teoría de la complejidad, de cuño posmoderno, ha señalado que la realidad es mucho más complicada de lo que pensábamos. Pero no hay por qué espantarnos: en lugar de rechazar la falsedad científica como un error abominable, hay que reconocer que desde siempre la falsificación ha sido parte de nuestra vida cotidiana. En el habla coloquial, por citar un ejemplo, nos referimos a los movimientos del Sol alrededor de la Tierra: «la puesta del Sol», «la salida del Sol», como Ptolomeo; y no a los movimientos de la Tierra alrededor del Sol, como Copérnico y los actuales astrónomos quisieran; seguimos utilizando palabras que ya son científica y etimológicamente obsoletas, como el nombre de algunas enfermedades: el significado de influenza proviene de la vieja creencia de padecer la mala influencia de los astros; histeria significa «útero» en griego: era una enfermedad que se atribuía a la movilidad del útero, y hoy se sabe que ésa no es la causa y que tampoco es privativa de las mujeres. En la literatura lo importante es que el texto sea verosímil, sin importar si es falso o no. Por lo demás, cuando la novela ha querido adelantarse a los hechos, profetizando realidades posibles, atina y se equivoca. Este 2009 se cumplen 60 años de la publicación de 1984, y lejos estamos de esa sociedad imaginada por Orwell, donde el sexo y la religión eran erradicados. Quizá vivimos todo lo contrario: un hedonismo abrumador y fanatismos religiosos que convulsionan el mundo. La parte de falsedad que tiene la ciencia se compensa con la parte de verdad que tiene la literatura: la intuición poética se ha adelantado en muchas ocasiones a los presupuestos científicos. La concepción poética de las correspondencias, donde realidades ajenas y lejanas se relacionan unas con otras, hoy es confirmada por la teoría del caos.
    La ciencia ha creado por sí misma historias dignas de ser tratados literarios. La teoría de cuerdas o teoría M, que, como las novelas totales, aspira a comprender el micro y el macromundo en su conjunto, señala que existen no tres, sino diez dimensiones. Comprender esta teoría es adentrarse en un campo de inventiva e imaginación similar a las historias de ciencia ficción. No es casualidad que el «falsismo» o la «pseudociencia» sean ahora conceptos reconocidos por la glosa de las sociedades científicas, rompiendo con el binomio maniqueo ciencia-ficción. Ya no hay una demarcación clara y precisa entre el campo de la literatura y el de la ciencia. De alguna manera, la ciencia ha recobrado la fuerza imaginativa e ingeniosa que la caracterizaba. Relajar el sentido categórico de las verdades científicas, dotándolas de relativismo y ficción, no es una propuesta de escepticismo científico sino una valoración del lado vital y literario que hay en las especulaciones académicas. A diferencia de algunos escritores románticos y modernos, que negaban la ciencia en bloque, me viene a la mente el verso de Octavio Paz: «inocencia y no ciencia o el legendario brindis tabernario de John Keats y Charles Lamb: “¡Malditas sean las Matemáticas!”». Se trata de asimilarla de una manera más compleja y enriquecedora.
    Siguiendo los versos de Gonzalo Rojas: los poetas hoy en día deberían «Fisiquear y no metafisiquear y estudiar biología, matemáticas y cuanta ciencia». Así como propugno por la literaturización de la ciencia, también propongo la cientificación de la literatura. Creo que el diálogo entre ambas competencias enriquece la obra y la vida de un escritor. Los límites de nuestra lucidez son también los límites de nuestra curiosidad. Además, aunque imperceptibles, los puentes entre una y otra siempre han existido, la poesía es a veces la hipótesis que la ciencia se encarga de comprobar. Por nombrar sólo un ejemplo, Safo, poetisa y compositora de música, quien además tocaba la lira, se adelantó a las nuevas teorías de la complejidad, las cuales estipulan, o pregonan, o cantan, que toda situación encierra ineluctablemente una paradoja: «Eros, quien funde elementos (de nuevo) me conmueve / criatura agridulce que, inmanejable, ahora me invade». Ya que convocamos a la música, y a Himeneo, regresemos al compás, instrumento de medición geométrica y además concepto de armonía musical. El número y el ritmo. La cifra y el verso: el compás de nuestro tiempo.

 

 

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