Es muy común que, cuando uno se acerca al mundo de la ópera por primera vez, ceda ante la inspiración romántica de diversos compositores del bel canto, periodo musical al que pertenecen Donizetti, Bellini, Rossini y algún Verdi, o al verismo, estilo en el que Puccini, Mascagni, Giordano y Leoncavallo extendieron su dominio. Rara vez he sabido que algún no iniciado llegue por el esplendor barroco o la ilustración vanguardista. Yo mismo quedé hechizado cuando asistí a una representación de la ópera Aída, de Giuseppe Verdi, gracias al montaje espectacular pero también a la música marcial y elocuente del genio de Busetto. Pero cuando tuve en mis manos la grabación del Orfeo de Monteverdi dirigido por Harnoncourt las cosas cambiaron.
Pocas óperas del periodo renacentista o barroco han sido exhibidas en el cartel nacional. Recordemos algunas funciones destacadas: La púrpura de la rosa, con música del español Tomás de Torrejón y Velasco (1664-1728) y texto de Calderón de la Barca, estrenada en 1701 en Perú y cuyas funciones en nuestro país sucedieron en el escenario del Palacio de Bellas Artes durante el Festival del Centro Histórico, en marzo de 2001; Moctezuma, del alemán Carl Heinrich Graun (1704-1759), que data de 1755 y que fue llevada al Festival Cervantino en octubre de 2010; L’Orfeo, del divino Claudio Monteverdi, (1567-1643), estrenada en 1607 en el Palacio Ducal de Mantua y representada exactamente cuatro siglos después en el Teatro Degollado de Guadalajara; Alcina, de G. F. Händel (1685-1759), cuya primera representación ocurrió en 1735 y que en el Centro Nacional de las Artes fue vista en el año 2014; y más recientemente La coronación de Poppea, última obra maestra de Monteverdi, llevada a escena en 1642 en el pionero Teatro Grimani de Venecia, y que la Ópera de Guanajuato exhibió durante el pasado mes de febrero en el Teatro Juárez.
En diversas entrevistas, célebres contratenores contemporáneos, como Philippe Jaroussky, Flavio Oliver y Michael Chance, me han hablado del éxito de la ópera barroca en teatros europeos y americanos, así como de una profunda admiración en particular por Claudio Monteverdi, mi compositor favorito.
Durante una larga década sugerí a diversos directores, intendentes y secretarios de cultura el indispensable montaje del Rinaldo (1711) de Händel, sin duda una de las obras musicales más difíciles de representar, no sólo por las exigencias vocales (pobre del contratenor que afronte el rol titular, con sus arias de bravura), sino también por la destreza y la imaginación que debe poseer el director de escena para recrear una historia que incluye mucha de la mejor música del amado sajón, además de dragones voladores, atléticos ejércitos, castillos mágicos, sirenas y escenas bélicas al por mayor. Siempre recibí respuestas negativas o frases de esperanza muy elocuentes ante una ópera cuya aria más famosa señala con hermosos compases «Lascia ch’io pianga mia cruda sorte» («Dejad que llore mi suerte cruel»).
La música de Monteverdi es un bálsamo para el alma; desafortunadamente, sólo tres de sus óperas sobrevivieron al paso del tiempo, y aun en la actualidad se representan con resultados más o menos felices: L’Orfeo, El regreso de Ulises a su patria y La coronación de Poppea, las tres poseedoras de gloriosa inventiva musical y teatral.
La herencia operística del divino Monteverdi pasó a manos de Francesco Cavalli (1602-1676). El género iba por tan buen camino que se abrieron teatros para las nuevas obras: recordemos que en 1637 se abrió el célebre Teatro de San Casiano, con L’Andrómeda de Francesco Manelli (1594-1667), en la ciudad de Venecia.
Parece ser que en nuestro país aún no ha habido la oportunidad de ver por primera vez la citada ópera de Manelli, ni tampoco las fascinantes Eliogábalo (1667), Il Giasone (1649) o La Calisto (1651), estas tres últimas de Cavalli, precisamente, alumno y colaborador cercano de Monteverdi cuando ambos coincidieron por varios años en la Basílica de San Marcos, en la Serenísima.
Y ya que hablamos de Cavalli, un aria de su Calisto es incluida en el novel álbum del contratenor polaco Jakub Józef OrliÅ„ski, titulado Facce d’amore (Rostros del amor), con acompañamiento del conjunto Il Pomo D’Oro, que dirige Maxim Emelyanychev. La voz de OrliÅ„ski posee una belleza asombrosa. Otros compositores interpretados con sutilezas y una atractiva gama de colores vocales son Bonocini, Hasse, Händel, Conti, Orlandini y Scarlatti. En nuestra opinión, la citada aria de Cavalli; «Penna tirana», de Amadís de Gaula (Händel); «Che m´ami ti prega», de Nerone (Orlandini), y «Sempre a si vaghi rai», de Orfeo (Hasse) son las joyas de este sublime catálogo barroco.
Pues bien, el refinamiento instrumental, la belleza del canto y la imaginación barroca son esenciales en nuestra actualidad. Hemos escuchado hablar mucho de los legendarios castrados italianos Caffarelli, Farinelli, Senesino, Nicolini, Scalzi, Carestini, Guadagni, etcétera, y sería muy grato profundizar en el legendario repertorio que protagonizaron. Dentro de cuatro años se cumplirán tres siglos del estreno de Giulio Cesare de Händel (obra que vi recientemente en La Scala, con un elenco espléndido), y no estaría nada mal verla escenificada en nuestro país por primera vez, ahora que existen tantos cantantes y directores especializados en tan fascinante estilo musical que no merece estar en el olvido.