Cuando los poetas descubren que sus palabras se refieren exclusivamente a otras palabras y no a la realidad que debe ser descrita fielmente, pierden las esperanzas. Esta sentencia de CzesÅ‚aw MiÅ‚osz es, quizás, una de las causas del tono sombrío de la poesía contemporánea. Si el poeta polaco define la poesía como «la búsqueda apasionada de lo real», ¿a quién y de cuál realidad habla quien escribe un poema? En un poema lo importante es la precisión del lenguaje y sus recursos, por encima de la pasión u otras emociones. Esto se ha dicho mucho: en la poesía ingenua privan los sentimientos, por eso sufre el poema. A los lectores no nos conmueve el dolor que se expresa en unos versos, sino el modo en que se muestra. El mundo del poeta es el ahora; el mundo del poema es el futuro.
Fernando Carrera (Guadalajara, Jalisco, 1983), con Fuego a voluntad, su tercer libro (luego de Expresión de fuego, de 2007, y Donde el tacto, de 2011), se muestra cada cuatro años (si consideramos la edición bilingüe español-francés de Où la toucher, de 2015) como un poeta constante y elitista: no busca complacer ninguna estética inferior a la suya y, por lo tanto, es arrogante y arrojado en su escritura. Ofrece una verdad persuasiva, no excluyente, que se encarna en su voz. Reconocible ya, fraguada a fuego lento por tema y armadura. Con Fernando Carrera lo extraño es familiar y viceversa. Muestra «Un lenguaje de las transfiguraciones» y pensamos en un árbol, una ciudad, un templo. Aborda la «Certeza de la devastación» como un acto de fe, una verdad cercana como «Las piedras de la noche» o «La flor de los adentros»: extrañezas para hablar, con soberbia, de sí mismo, de los mitos, de los hombres antiguos y de nadie.
En diálogo abierto con otros poetas anteriores, como los simbolistas franceses (Rimbaud, Mallarmé, Valéry) o Dante Alighieri, en Fernando Carrera conviven la tradición órfica, el mito de Prometeo, las sagradas escrituras y las partituras contemporáneas, en un andamiaje que otorga a los silencios musicales la nota de reposo o reflexión filosófica en el poema. Signo natural, el silencio, para encaminar un discurso que inicia, como el fuego, con pocos elementos, antiguos, de resonancia tan natural como las ramas de un árbol. Leña es la palabra, y el artífice del fuego ansía convocar a su tribu para mantenerlo en alto, con vida, como la tradición poética a la que Fernando alude constantemente y que lo mismo llama al Conde de Lautréamont (para su poema «Nosferatu») que a las visiones de Eurípides al leer los intestinos como oráculo.
Como buen poeta que es, Fernando Carrera ilumina los temas con su historia: no la real (ésa no nos importa), sino la reinventada. Sabemos de sus gustos musicales (Camarón de la Isla o Rachmaninov), de su interés por la cultura griega, y el aislamiento al que lo lleva cierta falta de humor en su poesía. Pero esta voluntad de ser extraño lo vuelve familiar a nuestros ojos. Hijo del ritmo literario más actual, «la espalda es un camino» y le funciona: sus poemas se nutren de elementos primarios, primitivos, primigenios: material inflamable para quien puede convertirse en Prometeo en su departamento. Ese ritmo es el acto de la composición. Si el fuego es la inquietud central en este libro, por ejemplo, no hay revisión cosmética que pueda detenerlo. Llame quien llame, arda lo que arda, un poema nos recuerda qué somos, dónde estamos, para quién (uno solo) escribimos.
«Un poema nos permite creer que tenemos un alma», nos dice Stephen Dunn en su libro de ensayos Historia de mi silencio. Y esa alma tiene un apetito estoico. Hambre de veracidad emocional, de resistencia. Aquello que, por autocomplacencia, permitimos creer o dimos por sabido le cede su lugar a la extrañeza. Por eso un poema personal siempre es ficticio: no es una confesión, ni solipsismo, ni autocelebratorio. Poner el alma al fuego es una buena prueba de confianza. La voluntad existe y toma el riesgo: que la grasa que envuelve al narcisismo se reduzca a cenizas y permanezca el humo, la ceniza, «Una luz hasta ayer desconocida», «El indomable rojo» del poeta. «Pero riesgo es rara vez la palabra adecuada: ambición es más precisa», nos dice Stephen Dunn. Entonces, me refiero a Fernando Carrera como un hombre narcisista, soberbio, elitista y ambicioso. Cuatro filos que le dan equilibrio a su trabajo de poeta. «La moralidad del poeta reside en mantener sus herramientas afiladas, siempre listas para la convergencia de un interés profundo con el tema del poema» (de nuevo Stephen Dunn). Fernando lo consigue a lo largo de este poema que es un río en deshielo. A la manera de Dante, caminamos hacia el peligro por él, deslumbrados a veces, confiados en algunos senderos conocidos. Al contrario de Orfeo, Fernando Carrera siempre mira hacia atrás mientras va recorriendo sus poemas. Lo acompaña su sombra porque, en esta carrera, Fernando vive solo. Con sus silencios canta, todo es canto en la lumbre que crece, pero no desgañita sus puras intenciones. A la mitad del cuerpo, el alma se endurece y derrite conforme mantenemos el fuego en nuestras manos.
La voluntad de leer no cede nunca. Esto se debe, sí, a los filos del poeta. Se agradece la escritura afilada y no la risa fácil. Se agradece su amor a la escritura. Su propia inmolación. Si este fuego no alumbra otros caminos no es culpa del poema. Si otros poetas no se reúnen a celebrar la misma luz, qué importa. Sobran hombres con alma buscándose en el filo de otros hombres. La poesía no basta para cambiar al mundo. Tampoco existe un fuego que lo ilumine todo. Sin embargo, si el poema se mueve, se mueve a voluntad, hay esperanza.
l Fuego a voluntad, de Fernando Carrera. Instituto Municipal de Cultura de Toluca, Toluca, 2018.