Al momento de su muerte, Robert Walser (1878-1956) dejó quinientas veintiséis hojas escritas a lápiz, con una letra minúscula, de maniático o iluminado, completamente ilegibles. Las había escrito entre 1924 y 1931, en uno de los hospitales psiquiátricos en los que estuvo internado. La minuciosa labor de Werner Morlang y Bernhard Echte, que dedicaron más de quince años a descifrarlas, puso fin al desconcierto y produjo algo de consternación.
¿Qué son los microgramas? Un fárrago de textos breves, observaciones estrafalarias, dramas en verso, anti-cuentos de hadas, todo embutido en un aquelarre gráfico, donde no hay una progresión pero sí una esgrima verbal afiebrada para enfrentar ese ejercicio sin modelo que es la escritura.
Ninguno de los grandes pequeños temas de Walser está ausente en ellos. Se diría que, antes o después de empezar su periplo por las instituciones psiquiátricas, Walser nunca dejó de anotar el mundo como quien registra una tierra baldía donde se yerguen presencias sin porvenir, de verse él mismo en la periferia de la pesadilla burguesa, afuera de los grupos, los viajes, las invitaciones, el éxito.
La Naturaleza no viaja, decía. Se hubiera dicho un vanguardista solitario que combinaba lo profético y lo arcaico, lo provinciano y el exilio, la profundidad reflexiva y una suerte de picaresca negra. En 1905 había servido las mesas en un castillo de la Alta Silesia (también fue mayordomo, acompañante, doméstico), y no es improbable que, como lo confesó a un psiquiatra, nunca haya tenido relaciones sexuales.
Elias Canetti dijo que el asilo psiquiátrico era el «monasterio de la modernidad». También leyó el entusiasmo frío de las ficciones de Walser como estrategia para silenciar el miedo y salvarse, anticipándose con saña, de la inesperada crueldad del mundo.
Yo agregaría que los microgramas, en tanto orgías de empequeñecimiento, delatan una preferencia de Walser por la desgracia, lo negativo y el fracaso. Y también, tal vez, la convicción de que, sólo pronunciando un demoníaco ilegible, un contratono irrecuperable, le sería posible sustraerse a la domesticación de la institución literaria, único amo al que no quiso servir.
Cuentan que uno de sus visitantes en el asilo de Waldau quiso saber si estaba escribiendo. Walser lo miró sorprendido: «No estoy aquí para escribir, sino para estar loco».
La frase es de una sagacidad extraordinaria. Hace de la locura un derecho, un antídoto contra el horrible deber de producir. En ese gesto paradojal se alumbra, también, uno de los escritores más irrepetibles del siglo xx.