La más bien inútil polémica sobre los merecimientos de Bob Dylan para recibir el Premio Nobel de Literatura hace rato se apagó y no quiero retomarla aquí.
Dylan ha sido siempre un tipo controvertido que aparentemente disfruta siendo enigmático e impredecible. Con cierta facilidad decepciona a sus seguidores y tiene caprichos extraños: graba un disco con canciones de Frank Sinatra, deja de tocar la guitarra en sus conciertos para ponerse detrás del piano, hace un comercial patriotero de televisión para la Chrysler, no dirige la palabra ni una vez a la audiencia en sus actuaciones, emprende una gira interminable que ya lleva más de veinticinco años —sospecho que de momento detenida por las condiciones sanitarias—, goza de una fascinación peculiar por los autos y las motocicletas.
De su historia personal recordemos que cambió la guitarra acústica por la eléctrica y fue repudiado por los puristas del folk; que se ha movido entre diferentes convicciones religiosas o en ninguna; que cambia caprichosamente la melodía de sus canciones hasta hacerlas irreconocibles; que ha actuado en películas sin ser actor, que ha esculpido sin ser escultor, que pinta sin ser pintor. Incluso que canta sin ser propiamente un cantante, aunque su estilo haya sido una de las mayores influencias vocales en la música popular mundial.
En los años recientes, su nombre ha resonado con frecuencia gracias a la película de 2005 No Direction Home —dirigida por Martin Scorsese—, a su disco de 2006 Modern Times, a la cinta de Todd Haynes I’m Not There y al anuncio, en 2007, de la obtención del premio Príncipe de Asturias de las Artes. Por no mencionar lo del Nobel, claro. Hace algunos años, en el número conmemorativo por los cuarenta años de la revista Rolling Stone, Dylan se la pasó pitorreándose del célebre entrevistador Jann Wenner, quien en un momento, desesperado, le dice: «¿Qué puedo hacer para que te tomes esto en serio? ».
Pero no hay duda de que, con todo, Dylan sí se toma las cosas en serio y lo prueba ahora con un auténtico tour de force: lanza el 27 de marzo de 2020 una canción de diecisiete minutos de duración —«Murder Most Foul»— donde da rienda suelta a sus gustos en materia de música y cultura popular, con el pretexto de un hecho histórico ejemplar: el asesinato de John F. Kennedy en 1963. Ese punto de partida lo lleva a reflexionar sobre distintos momentos y personajes de la historia y la vida norteamericana de una manera honda. Indaga sobre el atroz crimen —asqueroso, se anima a calificarlo— y repasa situaciones y personajes de toda índole: desde jazzistas como Monk, Charly Parker o Stan Getz hasta rockeros como Stevie Nicks, Don Henley o Glenn Frey, pasando por Patsy Cline, los Beatles, los Who, Queen, numerosas referencias cinematográficas, títulos de canciones y mucho más.
Hay que decir, adicionalmente, que el título de la canción viene de Hamlet y ya había sido utilizado previamente en una novela de Agatha Christie.
Dylan no canta: en realidad, más bien habla, recita, medio entona las palabras bien rimadas con un fondo musical ambiguo y atmosférico, de esencia blusera, con piano, cuerdas y percusiones que parecen ir solamente ambientando las ideas pero que funcionan a la perfección como marco de un discurso personal en el que la música Ñ—no la suya, la de otros— aparece como una especie de tabla de salvación en tiempos aciagos, como los que estamos viviendo.
La canción surge en medio de la pandemia, no porque haya sido creada con esa finalidad, pero sí como un recordatorio de que los tiempos son y serán duros y que más nos vale asirnos a nuestras convicciones, a la música capaz de aliviarnos. He estado tentado a hacer el enorme playlist con las referencias de Dylan a lo largo de la canción. Ya muchos me ganaron la idea, por supuesto, y en Spotify se pueden encontrar varias listas al respecto. Seguramente ninguna le hará justicia plena a Dylan, pero acaso serán un buen ungüento para resistir el obligado encierro desde el que escribo, entusiasmado y apesadumbrado al mismo tiempo, estas líneas.
Dylan lo ha hecho de nuevo: nos da tema para pensar, para intentar recuperar la historia con una visión hacia adelante, pero que también es una mirada hacia el más profundo interior de nosotros mismos.