A diferencia de lo que sucede con el cine en la mayoría de los países occidentales, la industria cinematográfica de India llega a su gente: porque está presente en rincones recónditos y porque alude al público. Las películas que se producen en ese país tienen una forma y un contenido de profundo sabor y saber locales, y a la sala oscura los indios asisten con la certeza de revisar su circunstancia, su historia y su arte: los indios sí se ven en su cine. Es, en más de un sentido, un cine popular, pensado en el receptor y exento, en su mayor parte, de pretensiones pseudointelectuales. Las producciones de Bollywood (como se denomina a la industria de este país) son deudoras de más de un género cinematográfico, pero en la práctica constituyen un género: hay las de corte nacionalista y las que abordan problemáticas sociales; abundan las románticas y las de acción, y hay un gusto por el melodrama; es de rigor la inclusión de números musicales habitados por muchedumbres que gozosas bailan y cantan. Estos matices hacen que el cine indio revista, básicamente, interés para el público local. Son muy raras las producciones que llegan al mercado internacional; a México, en particular, prácticamente ninguna. Y estamos hablando de una industria que genera alrededor de mil películas anuales (el doble de Hollywood). Para asomarse a la actualidad de lo que pasa por allá es preciso estar al pendiente de lo que sucede en los festivales internacionales o sumergirse en las diáfanas aguas de la piratería cibernética. Por aquí circulan las películas que por alguna razón destacaron en su país y son susceptibles de despertar la atención de otros públicos. Asimismo, Danny Boyle ha hecho algo similar a una labor de divulgación con Quisiera ser millonario (Slumdog Millionaire, 2008), cuya acción se ubica en Mumbai y sigue a un joven en una aventura extraordinaria. El éxito en las salas, coronado con ocho Óscares, despertó cierto interés —fugaz, por lo demás— en Occidente. Boyle hizo un homenaje a Bollywood, pero no todo el cine de India obedece a ese estilo (como no todo el cine norteamericano sigue las prerrogativas de Hollywood). Así lo podemos constatar con una somera revisión de algunos hitos.
En los años cincuenta del siglo anterior, algunos títulos consiguieron celebridad por sus buenos resultados en festivales internacionales. Es el caso de El vagabundo (Awaara, 1951), de Raj Kapoor, que en más de tres horas recoge las contrariedades de un joven que, luego de pelear con su padre, se involucra en más de un evento criminal. En Cannes compitió por el Grand Prix y recibió comentarios positivos. Años después, Satyajit Ray, el cineasta indio más célebre en Occidente, presentó en la sección oficial de ese festival su opera prima, Pather Panchali (1955). Compitió, sin éxito, por la Palma de Oro; obtuvo, sin embargo, el premio al Mejor Documento Humano. La historia se ubica en los años veinte del siglo xx y recoge las contrariedades de un sacerdote que vive en la precariedad y busca dar una buena vida a su familia. Esta cinta inaugura la llamada Trilogía de Apu, quien es hijo del sacerdote. Apajarito (1956) es la segunda entrega y acompaña a Apu en sus experiencias estudiantiles en Calcuta. En Venecia la cinta obtuvo el máximo premio del festival, el León de Oro, así como el Premio de la Crítica. Cierra la trilogía El mundo de Apu (Apur Sansar, 1959), que recoge los intentos de Apu por convertirse en escritor. Ray se convertiría en un asiduo asistente a los festivales más importantes de Europa, y entre los premios más relevantes están los berlineses Osos de Plata a mejor director por Mahanagar (1963) y La mujer solitaria (Charulata, 1964), cintas que exploran las contrariedades de dos mujeres que no renuncian a la independencia ni al amor en un ambiente opresivo; el premio a la mejor película de Berlín, el Oso de Oro, llegó una década después con Ashani Sanket (1973), cuya acción transcurre en los años cuarenta y da cuenta de la lucha de una pareja para apoyar a la población de un pueblito de Bengala cuando es alcanzada por la guerra y la hambruna.
Mother India (1957), de Mehboob Khan, en su momento hizo una de las contribuciones más célebres al melodrama social. Recoge la historia de una «madre coraje» que encara la adversidad y la pobreza para «sacar adelante» a sus hijos. Meghe Dhaka Tara (1960), que se traduciría como La estrella oculta y fue dirigida por Ritwik Ghataktam, también acompaña a una mujer fuerte, en este caso una joven que sacrifica todo por el bien de su familia. Ambas películas además ofrecen largos pasajes de corte musical. En contraste, la gravedad es constante en Bhumika (1977), de Shyam Benegal, película protagonizada por una mujer que se rebela de forma singular ante los deseos de su madre.
Deewaar (1975), de Yash Chopra, es una de las películas de acción más exitosas de la historia india. Sigue los caminos de dos hermanos que buscan salir de la pobreza por rutas contrastantes: uno desde la policía y otro desde el contrabando. La cinta influyó en otras obras del género, y también fue una referencia para Danny Boyle en la mencionada Quisiera ser millonario. Por su parte, Dil Se (1998), de Mani Ratman, que sigue los encontronazos entre un empleado de una cadena radial y una mujer con ideas revolucionarias, es uno de los hitos del cine romántico.
El cine indio no se caracteriza por la equidad de género. De ahí que el caso de Deepa Mehta sea excepcional. Ella hizo algunos intentos en su país natal, pero fue hasta que emigró a Canadá que inició una carrera fructífera que la ubica como la cineasta india más exitosa y reconocida. Películas como Fuego (Fire, 1996), Tierra (Earth, 1998) y Agua (Water, 2005) regresan a diferentes épocas para dar voz a la mujer, exhibir las vicisitudes que ha sufrido y explorar su complejidad.
En el nuevo siglo se ha podido ver una puesta al día de las diferentes apuestas genéricas. Asimismo, hemos presenciado el crecimiento de un verdadero star system, con actores que son verdaderos imanes en la taquilla. Es el caso de Priyanka Chopra, quien ganó un título de belleza y posee una extensa filmografía, y de Irrfan Khan, quien ha participado en más de ciento cincuenta películas y es un rostro conocido por su participación en Amor a la carta (Dabba, 2013), de Ritesh Batra, la famosa coproducción de India, Francia, Alemania, Estados Unidos y Canadá. Entre los títulos más exitosos del siglo xxi cabría anotar la película de aventuras de casi cuatro horas Lagaan: Érase una vez en la India (Lagaan: Once Upon a Time in India, 2001), de Ashutosh Gowariker; los dramas Guzaarish (2010), de Sanjay Leela Bhansali, y Mi nombre es Khan (My Name is Khan, 2010), de Karan Johar, así como la comedia romántica Barfi! (2012), de Anurag Basu.
Como toda industria de cine que se respete, la de India ha conseguido navegar entre la frivolidad y las propuestas «de autor». Su solidez es emblemática y ha sabido conservar el puente que históricamente ha existido entre productores y consumidores. Es un cine que merece atención desde el campo de la mercadotecnia, pero también desde la Academia y el Arte con mayúsculas. Es un cine sustentable pero, acaso por lo mismo, con ambiciones limitadas. Al espectador extranjero le ofrece la posibilidad de asomarse a facetas relevantes de la cotidianidad; es un medio pertinente para algo más que el turismo y, en la mayoría de los casos, para algo menos que la antropología. En todo caso, es un cine que refleja una circunstancia y habitualmente entretiene. Y eso no es poca cosa.