En una época como la nuestra, obsesionada con la acumulación de la materia
y su peligrosa manipulación, amar a la poesía o intentar practicarla resulta
un evidente ejercicio de la libertad y la disidencia. Ejercicio que sin embargo
se funda necesariamente en un reiterado amor
a la tradición y la historia del lenguaje.
Enrique Servín
«¿Se puede inventar verbos? Quiero decirte uno: Yo te cielo, así mis alas se extienden enormes para amarte sin medida», escribió Frida Kahlo. Yo quisiera inventar el adjetivo servinesco (y, de ahí, el verbo servinear) para recordar a mi entrañable amigo, el narrador, ensayista, poeta, antropólogo, lingüista y traductor Enrique Servín.
Servín, quien fuera maestro en Antropología Social y desde 2016 fungía como jefe del Departamento de Culturas Étnicas y Diversidad y coordinador del Programa Institucional de Atención a las Lenguas y Literaturas Indígenas (pialli) de la Secretaría de Cultura de Chihuahua, se dedicó a estudiar, rescatar, revitalizar y difundir las lenguas indígenas de este país, entre las que se encuentra el rarámuri, que él dominaba. Su obra fue galardonada con premios y reconocimientos a escala nacional e internacional. Sin embargo, ninguno de esos logros impidió que fuera brutalmente asesinado dentro de su domicilio en Chihuahua, el pasado 9 de octubre.
Nada menos servinesco que su propia muerte. De estar incluidos en un diccionario, esos neologismos de mi cosecha —servinesco y servinear— describirían una avidez tal en cuanto al saber universal, que uno acaba hablando una veintena de idiomas y puede memorizar en parte la obra de escritores que vivieron bajo la dinastía Tang. ¡Quién como Enrique para transmitir destellos de erudición de la manera más amena posible, y por si fuera poco, con un entusiasmo y una modestia fenomenales! Basta decir que el mismísimo Sergio Pitol describió la biblioteca de Enrique Servín como la más maravillosa que había visitado jamás. Enrique era aquel que encabezó un evento bautizado Tormenta de Poesía, en el que sobrevoló la ciudad de Chihuahua para arrojar miles de poemas, impresos en papelitos de color, que abordaban el tema de la paz, como protesta contra los bombardeos estadounidenses a Irak llamados Tormenta del Desierto, en 1991.
Fui bendecida —y, más aún, honrada— por un encuentro fortuito con Enrique Servín en 2007. Tuvo lugar en el Centro de Traducción Literaria del Centro de Banff para las Artes, un conjunto artístico anidado en las majestuosas montañas de Alberta, provincia occidental de mi país de origen. Éramos ambos becarios del bilt, convocados ahí para desarrollar, cada uno, un proyecto individual de traducción, él como asesor del maya peninsular. Supe, desde que lo oí servinear por primera vez, que tenía ante mí a un ser fuera de serie. Intuí, por la calidez de su trato y sus extraordinarios dones de conversador, que había nacido para mí una amistad irrompible que sólo la guadaña de la muerte pudo cercenar. Amistad, ese concepto tan radiante acerca del cual Enrique escribió estos versos: «Cuando hablan los amigos / las horas callan / no viene el tiempo / la noche crece infinita».
La primera cosa que me contó para entrar en calor fue el mito fundacional del pueblo tarahumara, en el que se estipula que al principio de la Creación, la Luna era tan pobre que ella y el Sol se espulgaban mutuamente. Enrique evocaba, maravillado, la magia de los mitos; la mitología fue una de sus numerosas pasiones, como lo sabemos quienes convivimos con él. También le tenía una devoción casi mística a la belleza del lenguaje y a sus numerosos prismas.
Gozaba de una memoria prodigiosa, y al respecto puedo citar dos anécdotas que hablan por sí mismas. La primera sucede en un paseo en el campo de Chihuahua, cuando se puso a recitar de memoria —en francés, por supuesto, noblesse oblige— las primeras páginas de Las iluminaciones, según él para honrar la hermosura silvestre de esa naturaleza semiárida donde asomaban a lo lejos los cerros. Esto era posible porque Enrique era en sí el conjunto de tomos de la Enciclopedia Británica dotado de dos piernas humanas para sostener el todo, aunado a un mecanismo invisible que hiciera que lo escrito en una página encontrara resonancia en otra.
La segunda anécdota que da fe de su memoria de elefante y su vastísima cultura libresca es una vivencia que tuvimos en la ciudad de Suiyang, provincia de Guizhou, en el oeste de China. Nos habían invitado, en el marco de un festival literario, a la inauguración del Museo de la Poesía de la localidad. Recién cortado el listón y acabados los actos protocolarios, Enrique se precipitó al interior del recinto (que haría sonrojarse de vergüenza a muchos museos del mundo) como si ahí se encontrara el hilo negro de los secretos siderales, la caja negra del mismísimo Dios. Durante el recorrido, él y yo coincidimos en una pieza donde estaban exhibidos poemas y notas biográficas de autores que pertenecen al acervo poético de esta gran civilización oriental. Ahí, Enrique encontró, entre los poetas reseñados, a una mujer que había escrito hace siglos, y cuyo nombre, dotada yo de una memoria nada servinesca, que ronda más bien la del común de los mortales, desgraciadamente no recuerdo. Enrique no sólo había leído a aquella autora, sino que podía recitar de memoria algunos versos de su obra. Dándose cuenta de que la prosodia muy peculiar del mandarín se me figuraba un trabalenguas, añadió —con esa picardía tan suya— que, claro, con esos nombres impronunciables, los Han no tienen otro remedio que recurrir a la magia para nombrar a sus recién nacidos: arrojan una lata de cerveza vacía por encima del hombro y, según el ruido que produce al rebotar, le dan al bebé su nombre de pila (sin pila, obviamente), personalizado, cuyo sonido asemeje la sonoridad del objeto chocando contra el piso. Lo dijo con tal seriedad que nunca supe si estaba servineando o quería propiciar unas carcajadas.
Otra anécdota atestigua que Enrique «poéticamente habitó sobre esta Tierra», como lo consignaba inigualable Hölderlin. Leí acerca de ello en un post de su amigo Roberto Castillo Udiarte. Cuenta él que le mandó a Enrique una pieza musical del compositor alemán Holger Czukay, una melodía en la que se oyen voces de mujeres vietnamitas con un fondo electrónico minimalista. Enrique le confesó haber usado aquella grabación como música de fondo para admirar, con sumo deleite (me lo imagino con goce totalmente servinesco) las imágenes fotográficas de Saturno mandadas por la sonda espacial Cassini-Huygins. Porque no había tema ajeno a su curiosidad insaciable. Y tampoco había partes de la vida —con sus horrores y sus bemoles— que no lo maravillaran, como lo comprueba su asombro ante el paisaje saturnino.
Cuando pienso en la tragedia de esa vida truncada, rememoro una cita de la extraordinaria novela La edad de hierro, de J. M. Coetzee, donde la protagonista —una mujer desahuciada, en la fase terminal de su enfermedad— escribe esto: «Sin embargo, esta primera vida, esta vida en la tierra, en el cuerpo de la tierra, ¿habrá, o será posible que haya, alguna vez, una mejor que ésta? A pesar de todas las penumbras, los momentos de desesperación, la cólera, no he soltado mi amor hacia ella».
La desaparición de Enrique Servín deja un hueco inconmensurable en el ámbito cultural y literario de ese México desfigurado por la violencia que por desgracia nos toca vivir. Un país en cuyos noticieros el descubrimiento de fosas comunes donde mal reposan decenas de cuerpos, a veces desmembrados, es pan de todos los días. Muchos se atreven a banalizar, e incluso a negar, la gravedad de la situación. ¿Será que poca mella les hace esa recurrencia casi diaria de atrocidades inenarrables? Parecen lejos los días en los que la población levantará la voz al unísono, en un clamor imposible de callar. Esa denuncia colectiva que tanto necesitamos está presente en toda la obra de Enrique. Su activismo por un mundo más humano donde haya menos balas y más poemas, menos asesinados en las morgues y más abrazos, menos puñales y más lectura, no debe quedar en una vil utopía; no podemos permitirlo.
No sé cuál fue la primera palabra que dijo Enrique cuando empezó a hablar, hace sesenta y dos años. Sin embargo, sospecho que fue algo como poesía. Tampoco sé cuál fue la última palabra que dijo antes de cerrar los ojos para siempre sobre este mundo que amaba intensa y profundamente pese a sus iniquidades y su crueldad, su racismo y clasismo, y cuyas barbaridades siempre tuvo el valor de denunciar. El argumento de negación que, espantada, oigo a cada rato («No estamos tan mal, en todos lados pasan cosas»), a estas alturas ya no tiene cabida. Me consuela imaginar que Enrique recitó uno de los poemas que gravitaban a su derredor como ángeles de la guarda, y que él, como buen políglota que era, lo recitó dulcemente, en varios idiomas, al cruzar el limen entre lo visible y lo invisible.
Descansa en paz, querido Enrique. Que la travesía te sea leve, y que el sueño te sea a color, como tú mismo lo escribiste en tu libro de aforismos. Te cedo la palabra, de la que eras tan diestro juglar.
Naturaleza muerta
Lo bueno de todo esto
es que ya sin ballenas
(podría decirse osos o delfines)
nada podrá impedir que en el recuerdo
inventemos de nuevo las ballenas.
Y más a nuestro gusto
una de canto más profundo. Y audible
desde las playas
(bello: peces saltando, y ballenas
sobre los Himalayas).
Porque conforme avanzan estas líneas
avanza el desierto
que es un lugar propicio para el recuerdo
el espejismo y la visión.
Porque en algún lugar, ahora mismo
caen los árboles
y las ramas resuenan, ahora mismo.
Caen los árboles
(mientras el president en turno
repite hasta dormido las palabras democracia
libertad y progreso).
Lo bueno de todo esto
es que una vez sin selvas
nada podrá impedir que con los sueños
hagamos una selva más vasta
más profunda
mucho más alta.