Me escapé a Oaxaca a los dieciocho, cuando apenas hacía mis pininos en la escritura y me quería comer el mundo de un bocado. Recuerdo que caminaba por el andador turístico Macedonio Alcalá, un acordeón tocaba «La flor de capomo» y alguien se acercó a ofrecerme una prueba de mezcal para turistas en un vasito de a onza. La muchacha soberbia y bronca que era yo en ese entonces se lo empinó de golpe y dijo: «Meh, es como el tequila. Que me sirvan otro». Probé a destajo todas las variedades: de gusano, reposado, Tobalá, crema de maracuyá, capuchino, zarzamora y hierbas. Aquello tenía que acabar mal y acabó mal. Por suerte sobreviví para contarlo.
Cinco años más tarde, en el último semestre de Letras pedí una beca para hacer un verano de investigación en el ciesas Oaxaca, con el poeta Víctor de la Cruz, a quien por cierto nunca vi. Mientras trataba de matar el tiempo hice amistad con el bibliotecario, el poeta Ramiro Pablo Velasco, mejor conocido como «El Carnalito». Una mañana aburrida y calurosa me dijo: «Al rato voy a leer en el encuentro “Hacedores de palabras”, ¿quieres venir?». Llegué a la esquina del andador y Morelos, a un edificio neoclásico de dos plantas y fresco zaguán con el enrejado abierto. Las columnas octogonales de cantera verde rodeaban dos patios llenos de macetas con malvas, loterías y garras de león; en cada patio, una fuente en el centro. La policía de la entrada me dijo que subiera a la segunda planta, y entré en un salón lleno de sillas plegables, que tenía (y sigue teniendo) ese aire austero y vetusto de las bibliotecas municipales. Al frente, tras una mesa cubierta con mantel de paño verde, estaban quienes más adelante serían mis compañeros de vida, mis amigos, mi familia.
Dictaba la tradición local que al final de las lecturas se brindaba con vasitos de Donají: una combinación salvaje de mezcal con jugo de naranja, granadina, mucho hielo y escarchado de sal de gusano: el lubricante social perfecto, y la cantidad justa para dejarnos la boca caliente, con ganas de más. Siete días duraba el encuentro, la mayor parte de los cuales seguí a la cuadrilla de escritores al Rincón Cubano, al Bar Jardín, a la Nueva Babel, a La Casa del Mezcal o a la casa de no sé quién hasta altas horas de la madrugada o el amanecer del día siguiente. Me sentía infatuada, embrujada por la ciudad, por el cariño de esa gente, por el mezcal. ¡La vida era eso! Ya no me quería ir.
Para mi pesar, al final del verano tuve que volver a Guadalajara. Acabé la tesis acuciada por el anhelo de regresar a Oaxaca. En casa dije que me habían dado trabajo en el ciesas, y en parte era cierto, aunque no me pagaban ni medio centavo. No tenía más que lo de mi boleto de autobús, las esperanzadoras cartas de los amigos que no se olvidaban de mí y un montón de promesas que yo misma me había hecho. No necesitaba más.
Al llegar me recibió hospitalaria la maestra Clara Sánchez, un alma libre que hacía trabajo comunitario, pintaba, practicaba danza Butoh, tenía el colchón en el suelo y un balcón lleno de plantas. Ella me llevó por primera vez a San Francisco Cajonos, y tal fue la fascinación que sentí al descubrir ese otro mundo, que ahí me quedé. En ese tiempo andaba de enamorada de un tal Olaf, un serrano agreste y noble que me ofreció vivir en la casa de su abuelo Lucadio, al amparo del cerro de La Mesa.
La casa, cercada por un entramado de carrizo y cubierta por muchas plantas, constaba de tres cuartos dispuestos en ele cuyas puertas daban hacia un corredor techado, con dos hamacas y sillas de mimbre. Frente al corredor se extendía un patio grande donde don Lucadio ponía a secar el café y andaban libres las gallinas y los perros. Lindaba con el corral de Teótimo, un zapoteco bragado, orgulloso de su oficio de campesino; su hijo, Titín, era el niño más avispado y tierno.
La ventana de mi cuarto era de madera y al abrirla entraba la niebla que rezumaba de las faldas del cerro: matorrales, árboles de níspero, plantas de café, durazneros. En el extremo opuesto de la casa estaba la cocina, de techo alto, con los muros de adobe cubiertos de hollín. Colgaba en una de las esquinas un palo con horquetas que hacía las veces de gancho, de donde pendían tiras de carne de venado y redes para las verduras. Sobre una plataforma de adobe atizábamos el fuego cada mañana para hacer café y cocinar el desayuno. El fregadero y la pila estaban afuera. Más allá, pegado al monte, el lavadero y la letrina, el cuarto de los trebejos, el molino de manivela, el limonero en el centro, con la rama siniestra de donde colgábamos patas arriba a las gallinas cuando había que cortarles el cuello y dejar que la sangre escurriera entre las raíces (eran unos limones muy dulces); porque en ese lugar, si uno quería comer caldo de pollo había que criar al pollo, corretearlo, matarlo y desplumarlo; si uno quería pasta con tomatitos silvestres había que subir a la tienda comunitaria para comprar la pasta y de paso cortar los tomatitos junto al camino. Comíamos mango si era temporada de mango, aguacate si era temporada de aguacate y cigarras asadas en el fuego antes de que llegaran las lluvias. Para hablar por teléfono había que subir a las oficinas del Municipio. Si mi madre me buscaba, resonaba mi nombre por las bocinas de todo el pueblo, y allá tenía que ir yo, esperar a que llamara de nuevo, rendirle cuentas de mis pasos perdidos.
De vez en cuando tomaba el autobús y bajaba a la ciudad para ver a los amigos o resolver algún pendiente. Me pasaba el día entero guarecida por la sombra fresca de la Biblioteca del iago, cuando el acervo de literatura estaba frente a Santo Domingo, y Luis Manuel Amador trabajaba ahí como bibliotecario. En varias ocasiones asistí al taller de Julio Ramírez, más con la intención de pertenecer a la cuadrilla de poetas que de trabajar los textos medrosos que escribía a cuentagotas. Las ínfulas que me había dado la carrera y la revolución que llevaba dentro me aturdían, todo lo que intentaba escribir sonaba pretencioso, falso. Dice Quiroga en su decálogo que no es bueno escribir bajo el imperio de la emoción, y a mí en ese momento la vida se me desbordaba a borbollones.
Lo bueno de esa etapa larvaria fue haber conocido a gente valiosa de la que pude aprender un montón. Era cuestión de entrar a la galería donde estuvieran inaugurando una exposición para encontrarme con Araceli Mancilla o María de Jesús Velasco; entraba a la cantina del 20 con la certeza de que ahí estaría el buen Alfredo Mendoza, qepd; el Farolito era frecuentado por Manuel Matus, Víctor Armando Cruz Chávez, Azael Rodríguez y mi queridísimo Jorge Pech Casanova. Fui muy feliz chocando vasitos de veladora con todos ellos, vaciando a trago generoso su contenido. Y no se diga el legendario Bar Central, donde nos encontrábamos todos y bailábamos en bola, enloquecidos, hasta el amanecer.
Pero luego de dos o tres días sentía nuevamente el llamado de la montaña y regresaba a San Pancho. Recuerdo la sensación de alivio que me abrazaba al llegar a la casa de don Lucadio después del largo viaje: mucho bosque, muchas curvas, muchos baches, a veces frío, hambre, mareo, cruda y cansancio; en ocasiones tocaba viajar de pie. La casa quedaba al lado de una curva de la carretera que bajaba hacia San Pablo Yaganiza, a unos trescientos metros de la iglesia, de modo que el autobús me dejaba en la entrada. Me cubría de la lluvia con un rebozo y subía la cuesta breve: flores y plantas crecidas al garete, una malla de gallinero, una llanta vieja, la leña amontonada bajo unas láminas oxidadas. Por lo general el abuelo Lucadio estaba en el corredor, leyendo en su hamaca o limpiando café o desgranando maíz o consultando el Calendario del más antiguo Galván para saber si era buen momento de recolectar el aguamiel o matar un cerdo.
Don Luca estaba viejito, pero su edad no le restaba lucidez. Era un hombre listo y de buen talante. Sus dientes no le permitían masticar cosas duras, de modo que por las mañanas muy temprano iba al molino a preparar la masa del maíz que él mismo había sembrado, con la que moldeaba unas tortillas gordas, más blanditas de lo ordinario. Yo llevaba pan de trigo que compraba al pasar por Cuajimoloyas, y lo acompañábamos con café con leche Nido. Recuerdo que servía el café en unas jícaras de barro vidriado que tenían margaritas blancas pintadas en los costados, un tipo de alfarería muy común en la Sierra Zapoteca. Me hubiera gustado escribir al cobijo de esa casa, pero no me salían las palabras. En lugar de eso me pasaba las noches mirando el fuego en la cocina, pensando, con un gato amarillo sobre las piernas. Algo me quemaba por dentro, no lograba entender qué.
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En San Pancho aprendí que entre la gente de los pueblos el mezcal es parte de la vida, al igual que la comida y la música. No son cosas externas, objetos que se producen y adquieren, no se entienden con la misma lógica que nosotros, los de la ciudad, entendemos los bienes. Es verdad que el mezcal se produce y se vende y se consume, pero esa serie de actos forman parte de un sentido más profundo, un todo en el que se encuentran también las palabras del zapoteco y la forma de hablar y los chistes locales, las historias, el cobijo del cerro, el perfume de las azucenas, el sonido crudo de la banda, la niebla, el olor del humo de leña, el viento que silba entre las calles, la luz, la manera en que el silencio hace retumbar los ruidos de las cosas. Beber mezcal era, en cierta forma, comulgar con ese todo, entregarse a su abrazo.
Algunos teporochitos lo tomaban a cualquier hora, pero era mal visto. Para el común de las personas el mezcal era más un remedio para el cansancio o el susto, algo valioso y de cuidado, pero sobre todo, un compañero de fiesta. Lo bueno era que fiesta había a cada rato. La casa de comisión, detrás de la iglesia, era un techado de láminas a dos aguas con gradas en uno de los costados y suelo de cemento. Ahí llegaba la banda, los señores bailaban sones y jarabes con quien fuera, sin aspavientos, como si el baile fuera un modo alegre de pasear. Las señoras preparaban ollas enormes de comida, ponían mesas largas, y sobre las mesas, envueltas en servilletas bordadas, unas tortillas grandes de maíz amarillo hechas a mano, pan de yema, jícaras de café o atole blanco o chocolate-atole, platos de carne de toro en chichilo o pollo en mole coloradito. Entre la gente que bailaba o comía o bailaba con el taco en la mano, había alguien que repartía mezcal. Llevaba en la mano un bidón o una botella de Coca-Cola de dos litros llena de buen mezcal, elaborado con magueyes cultivados en la región, destilado en uno de los palenques junto al río; cincuenta grados de alcohol, mínimo; de cuerpo denso y sabor ahumado y afrutado, con un ligero olor a hierba mojada. El mezcalero, casi siempre un hombre mayor, lo iba repartiendo en vasitos a quien quisiera ponerse contento; solía tener una mirada esquiva y sabia, como de quien sabe cuánto aguanta cada bebedor y a quién se le tiene que negar el siguiente trago para que no vaya a ponerse necio. Aunque los bebedores necios encontraban la manera de procurarse el excedente, y por lo general llevaban su propia dosis, una botella de refresco de las chiquitas, escondida en el cinto del pantalón. A ellos les aprendí el truco.
Cuando no había fiesta del pueblo, había fiesta religiosa por algún santo o por las pascuas o las navidades, alguien se casaba, alguien se comprometía, terminaba la secundaria o cumplía años, alguien hacía colado de concreto en el techo de su casa o compraba un toro o mataba una vaca. Siempre había motivo para celebrar y tomar mezcal. También estaban las ocasiones tristes en que alguien moría y todo el pueblo acudía al velorio y al entierro al día siguiente, con el «Dios nunca muere» en el aliento de los metales y el llanto desesperado de los deudos y los murmullos de los rezos. La alegría y la tristeza se vivían en comunidad, se comía y se bebía entre muchos, la música se hacía entre muchos y entre muchos se lloraba el desconsuelo.
En una de las vueltas a la ciudad conseguí trabajo. Necesitaba dinero y quería contribuir a la casa de don Lucadio aunque fuera con poco. Alguien me recomendó con el editor Fidel Luján, quien entonces estaba a cargo de las publicaciones del ieepo, y lo convencí de que podía ser buena correctora de estilo. A pesar de ser una chamaca inexperta me dio su voto de confianza, y cada tanto tiempo me entregaba algún mamotreto académico para que lo revisara. De ese modo podía volver a la sierra con mi fardo de hojas impresas, corregirlo frente al fuego, y un par de semanas después devolver las pruebas marcadas con rojo y cobrar. Como quien dice, lo mejor de dos mundos: la bohemia y el freelance allá, el bucólico acá.
Pasadas las lluvias don Lucadio se dio a la tarea de amontonar pequeñas plantas de maguey en el solar de la casa, deshijadas y con la raíz al aire. «Las vamos a sembrar», dijo Olaf. «La raíz tiene que deshidratarse primero. Vamos a sembrarlas allá abajo, en tierra caliente, en un terreno muy bonito que se llama La’chap-chan». Yo, por supuesto, me apunté a la titánica tarea sin saber lo difícil que sería, y allá íbamos, un día sí y dos no, primero a limpiar el terreno. Debíamos levantarnos a eso de las cuatro para tomar café con pan (porque en Oaxaca dicen «tomar pan»: «Oye, tú, ¿no vas a tomar pan?», y se refiere al acto de tomar café y chopear el pan de yema en la bebida caliente antes de comérselo). Nos equipábamos con lo necesario: sombrero, paliacate, camisa de manga larga, pantalón, botas, machete, un perro amarillo y una red con provisiones. Rodeábamos las faldas de La Mesa por el costado norte, todavía con el cielo cerrado. Los primeros rayos nos encontraban ya entre los sembradíos que atravesábamos hasta dar con la carretera, bajábamos un par de kilómetros más y de nuevo tomábamos otro tramo de montaña a campo traviesa hasta llegar a La’chap-chan: un cachete de cerro curvo, pardo y sin agua, pero adecuado para dar acogida a los magueyes de don Lucadio.
A mediodía encendíamos un fuego para preparar la comida o calentar lo que lleváramos en las redes. Dicen los serranos que la comida sabe mejor cuando uno se la lleva al campo. Tan es así, que una niña le pedía a su papá que se llevara su itacate por la mañana, cuando se iba a trabajar, para comérselo por la noche cuando él volvía con el envoltorio impregnado del espíritu del campo. Comíamos bajo la sombra trespeleque de un copal, bebíamos mezcal para aguantar el calor y el cansancio. Limpiar el monte no fue cosa sencilla. La labor se demoró varias semanas. A machetazo limpio cortamos las ramas y los espinos; a punta de pico abrimos el surco y entregamos a la tierra la sedienta raíz de las crías de agave angustifolia. Nunca como en este tiempo me sentí tan cerca de la tierra y de la vida.
Sin darme cuenta fui conociendo la naturaleza de la planta y de la tierra donde crece, el espíritu que le da su carácter terapéutico, su sentido sagrado. En una de las subidas o bajadas del cerro llegamos hasta un arroyo de agua helada. En la orilla, sobre unos horcones y un techo de láminas de cartón se hallaba el instrumental que hacía posible el proceso alquímico del destilado de mezcal. Era el palenque de Teótimo, nuestro vecino. En un descampado alcanzaba a distinguirse la huella de un agujero renegrido por las cenizas: el hoyo donde Teótimo y sus hermanos echaban a cocer las piñas ya jimadas, sin pencas, cortadas en gajos. Hacían un buen fuego, echaban dentro el agave crudo, lo cubrían con tierra y lo dejaban hornear un par de días ahí hasta que estuviera listo. A un lado del agujero estaba el paso siguiente del proceso: una piedra de molino sobre un aplanado de cemento. La piedra giraba sobre un eje con ayuda de una mula o un burro para machacar los gajos de maguey horneado; el aroma de la leña se había impregnado en su pulpa, y antes de eso los minerales del suelo, y la cantidad de lluvia que había caído ese año y los años anteriores. El mosto machacado se llevaba a una barrica grande para dejarlo fermentar. El tipo de esporas en el aire, el clima, la cantidad de azúcar del mosto serían también determinantes para el resultado. Un siseo de burbujas indicaba, días después, que el mosto había llegado a su punto exacto de fermentación. Era momento de realizar el destilado. La olla que usaba Teótimo era de barro, no podía ser muy grande, y por lo tanto daba mucho trabajo estar llenándola y vaciándola de mosto cada que el fuego cumplía con el proceso: evaporar la mezcla para hacer que el vapor pasara por un tubo en forma de tirabuzón sumergido en una pila de agua, que al enfriarse con el cambio de temperatura se condensaba, pero ahora en forma de mezcal. En cada gota que escurría en la boca del bidón estaba el extracto de la tierra, de la lluvia, de la penca y sus ocho, nueve, diez años de vida, de la leña; de las esporas y su respiración; de la olla de barro; de la mano sabia que llevaba con calculada y amorosa precisión todo aquel proceso de principio a fin.
Mientras caminábamos por la montaña, Olaf me revelaba los detalles de ese mundo: por qué se siembra calabaza entre la milpa, la planta de la que se alimenta el gusano de maguey, el modo de atrapar chapulines, los hongos que se comen y los que no; señalaba otras especies silvestres de agave, como el Tobalá o el Sierra Negra, y derribaba furioso los mitos que le vendían a los turistas despistados: «Eso no es Tobalá, sabrá Dios qué sea, pero Tobalá no es», o «Los de Valles ya no hacen mezcal, nomás hacen negocio, le echan fertilizante al mosto para que fermente más rápido, jabón para que se hagan las burbujas con las que según esto demuestran que es alcohol de buena calidad, por eso luego la gente se pone mal». En Cajonos los campesinos marcaban los magueyes silvestres para no cortarlos y que crecieran lo suficiente, dejaban que a algunos les creciera el quiote, que florearan y dieran hijos para que no escaseara la especie. Claro que eso era antes, ahora la demanda de mezcales de agaves silvestres los ha puesto en riesgo.
Luego de todo esto es fácil entender que hay una mística profunda tras el mezcal, que merece un acercamiento respetuoso. Entre la gente de la sierra se acostumbra, antes de dar el primer trago, derramar un poco para los espíritus de la tierra que lo hicieron crecer. A semejanza del mar, el mezcal no suele perdonar las insolencias. Lo mismo enardece la risa que la oscuridad, y lo que empieza como catarsis puede transformarse en delirio.
Regresábamos de La’chap-chan con la caída de la tarde y a mitad del camino se cerraba la noche sobre nuestras cabezas, bajo las copas de pinos y encinos, a veces sin luna, sin lámpara de mano, a ciegas, rodeados de todos los espantos que fuera posible imaginar. Olaf caminaba delante de mí, guiado por no sé qué instinto. Yo sólo podía seguir el sonido de sus pasos y tratar de mantener el miedo a raya. Él aprovechaba esos momentos para contarme de los duendes que llamaban a los niños desde la oscuridad, que se aprendían tu nombre y lo gritaban para llenarte de miedo y perderte. Me contaba del xhech-ni, una bola de fuego que de vez en cuando bajaba de la montaña y que es señal de bendiciones para la tierra, de que será fácil cazar venado. Contaba también la historia de una gallina con sus pollitos que los hombres encontraban en caminos oscuros como aquél, que al verla el hombre se llenaba de ternura y de codicia, la recogía y la abrigaba con todo y sus pollitos en la falda de su gabán, pero al llegar a su casa y abrir el gabán solo hallaba cenizas y huesos de muerto y el hombre quedaba hechizado de puro miedo.
En varias ocasiones subimos a la cima de La Mesa a dejar ofrendas de flores y copal que recolectábamos de camino a La’chap-chan, huevos de nuestras gallinas, mezcal derramado sobre la tierra con una plegaria a un dios sin nombre, un dios inmenso, del tamaño de todo lo que veían nuestros ojos, que encendía su fuego dentro de mí y que al volver lo seguía llevando en la cabeza y en las manos. Años más tarde, cuando me hallaba en el fondo más oscuro, fue ese mismo dios sin nombre quien, tal vez en respuesta a mi plegaria, a mi ofrenda de mezcal y flores, me entregó la escritura, me devolvió a la vida. Ahora y siempre le doy las gracias.
Tlatelolco, 22 de mayo de 2019