La vida a oscuras tiene algo de asombro,
excepto cuando te has acostumbrado,
te sabes de memoria
las rutas de la noche y del insomnio
que causa el abandono.
Asombrarse de nuevo
bien valdría la pena, pero sabes
que no es asunto fácil, sobre todo
cuando ya has renunciado
a explorar otros rumbos cuyo final no es Ítaca,
ni encontrarás demonios por ti mismo vencidos
en otros territorios, otros tiempos.
Hace mucho que no das rienda suelta
al potro desbocado del insomnio,
es más cómodo hacerla de jinete
de una bestia doméstica
incapaz de tumbarte de la silla.
Ya no se te apetece la botella de vino
sino sólo una copa,
ni te angustia el silencio, ni el vacío
te da la sensación de estar cayendo
hacia ninguna parte.
Sin embargo unas veces —debes reconocer—
la ansiedad te hace un guiño,
su agudo escalofrío cosquillea
en la piel, en las manos, en el pecho
de aquel otro que nunca has dejado de ser,
te muestra algunas hojas
sucias de soledad y desconsuelo
junto a la vieja pluma
a través de la cual fluían tus lamentos,
la bilis del rencor y algunas lágrimas
frutos del desamparo.
Cuando menos lo esperes
volverás a perderte
en ese laberinto que antecede al asombro
donde quizás te vuelvas a encontrar.
El vacío
Otra vez huele a polvo,
a humedad contenida, es el vacío
con sus acantilados,
con el caer eterno del silencio
como lluvia de sombras,
en el estéril suelo del invierno.
Se precipita el tiempo en los abismos
callados de la noche,
retumba el eco sordo de la ausencia.
No hay nadie por la calle
aparte del farol como un espectro
que mira al infinito de la nada,
desde la nada de las cavidades
níveas de sus ojos
como luces marchitas.
Tu casa te parece un cementerio
donde yace la dicha.
Quieres huir, no puedes, reconoces
haberte acostumbrado a la amargura,
paladeas sus jugos como un trago
del más rancio licor.
Te quedas otra noche con tu hastío.
Quizá al amanecer
el destino te salve —un día más— de ti.