A los dieciseÌis años yo era insuperable saltando al plinto. La mejor de cuarto curso. Tomaba carrerilla con toda la conviccioÌn del mundo y me proyectaba como en caÌmara lenta,
sostenida por los hilos invisibles que elevaban las alfombras voladoras de las viejas peliÌculas. Revoloteaba ante el asombro de todos, como si la atmoÌsfera se hubiese vuelto liÌquida y buceara en ella. Quedaba suspendida, rechazando las leyes del globo terraÌqueo. Hasta que un endemoniado diÌa caiÌ mal, me destroceÌ el tobillo derecho —todo lo que concerniÌa a mi astraÌgalo quedoÌ en entredicho— y AÌngela Rodes me sustituyoÌ magniÌficamente en el equipo. Entonces mi humor empeoroÌ. La lesioÌn no mejoraba y no lo hariÌa con la diligencia que yo imploraba cada noche —la escayola era un sarcoÌfago en miniatura—, de manera que terminoÌ el curso sin que compitiese. El resto del verano apenas hice otra cosa que quejarme con la pierna en alto, expuesta sobre cojines de raso y bolsas de agua. Inevitablemente, al comenzar quinto las diosas del plinto renovaron sus votos en una ceremonia secreta en los vestuarios, mano sobre mano, sus salivas mezcladas, las lenguas de aÌspid vibrando. Otras diosas, naturalmente. Y mi foto fue arrancada del tabloÌn de corcho del atrio como si fuera un listado de becas pasado de fecha.
Me quedoÌ como secuela una cojera que, seguÌn nuestro traumatoÌlogo, el doctor Silva, se debiÌa a mi resentimiento y no tanto a la realidad de mis tendones y ligamentos.
—Puedes andar perfectamente —me aseguroÌ en la consulta, maÌs preocupado por disculpar un plantoÌn (teniÌa a su insistente mujer al teleÌfono) que por miÌ—. DemueÌstramelo, jovencita.
—No puedo.
—Claro que puedes.
Tapaba y destapaba el auricular con la mano como un timador callejero sus cubiletes.
—Camina recta. Erguida. No te dejes llevar. No me digas que eres incapaz de hacerlo. A tu espalda no le sucede nada —sus cejas, dos interrogantes maleÌvolos: a queÌ estaba esperando yo para rendirme y echar a andar con soltura—. No hay receta para lo que te pasa —concluyoÌ.
—¿QueÌ tal una silla de ruedas? —repliqueÌ.
—HablareÌ con tus padres. Es cuestioÌn de actitud.
—Tengo la mejor actitud del mundo —lo desafieÌ, enfaÌtica.
ColgoÌ el teleÌfono estrepitosamente. Acababa de servirle de excusa y acto seguido se mostroÌ maÌs relajado.
—Dile a Ingrid que haga pasar a la señora Maldon. Contigo ya he tenido suficiente.
—¿La señora Maldon? Me suena del club de…
—Ella siÌ que tiene un auteÌntico problema con las proÌtesis de sus rodillas.
Se puso en pie, bajito, maÌs bien tripoÌn.
—¿Y quieÌn es Ingrid? ¿Otra paciente?
—La enfermera que te ha estado soportando todos estos meses.
Y cerroÌ el archivador con mi caso dentro sin mediar palabra: estaba curada.
Aun asiÌ viviÌa convencida de que teniÌa un tobillo maÌs grande que el otro; incluso mi pie derecho sobrepasaba al izquierdo en tamaño. Una pezuña de paquidermo. EscribiÌ sobre ello en mi diario, añadiendo toscos dibujos. HabiÌa perdido sensibilidad en la pierna, la flexibilidad se habiÌa esfumado sin contemplaciones; de repente era anciana y una vez, recuerdo, me cedieron el asiento en el autobuÌs.
—FingiÌa, niñato —le dije al chico, y eÌl se llevoÌ su libro de poemas de Nicolai Valtiari y su interminable bufanda al asiento corrido del fondo, alliÌ donde yo no llegariÌa nunca para pedirle perdoÌn.
Se hizo el silencio a mi alrededor, el sonido del traÌfico se oía tan lejano y amortiguado que pareciÌa provenir del uÌltimo recoveco de mi cerebro. Hasta el conductor volvioÌ la cabeza. Fue entonces cuando dije:
—Es una discusioÌn de poesiÌa. Somos gente culta. Luego, como el comuÌn de los mortales, haremos las paces en la cama —y froteÌ el cristal de la ventanilla con la manga de mi chaquetoÌn de piel vuelta que, mojado, oliÌa a oveja.
Un frenazo del autobuÌs me crispoÌ la pierna. LanceÌ un grito al que nadie encontroÌ una explicacioÌn.
—¡Me duele! —expliqueÌ con laÌgrimas en los ojos—. ¿Es que nadie puede entenderlo? ¡Soy una artista!
En ocasiones, los dolores que me contraiÌan la pierna —una licenciosa anguila eleÌctrica que ardiÌa bajo mi piel— tambieÌn me deformaban la cara. NinguÌn especialista detectoÌ un nervio dañado. Era yo. Me gustaba exagerar, hacer muecas. HabiÌa sido el centro de atencioÌn y ya no lo era. Para tomarme la revancha insistiÌa en mis siÌntomas y flojeaba en los exaÌmenes porque le dedicaba horas a mis recieÌn empezadas memorias. Los mayores —padres, profesores y neuroÌlogos— cuchicheaban cerca, se sonreiÌan esceÌpticos. Al parecer no les importaba la cojera. Se me pasariÌa.
—Lo del tobillo es historia. No puede dar maÌs de siÌ. Yo creo que estaÌ enamorada de Luis Medel —fue la sentencia de Sara, mi hermana mayor, durante un almuerzo vegetariano (mi madre habiÌa decidido que los jueves seriÌan asiÌ, verdes, frescos y crudos) y jureÌ para mis adentros que la matariÌa.
Una noche entreÌ en su habitacioÌn con un cuchillo en la mano y aguardeÌ un rato mientras dormiÌa. Me sentiÌa albina, transparente. Una medusa urticante proveniente de fondos abisales. Mientras tanto podiÌa escuchar su satisfecha respiracioÌn. Como siempre, se habiÌa dado un banquete de popularidad. Sara teniÌa un eÌxito desmedido e inmerecido entre los chicos del uÌltimo curso, aquellos que ya tentaban la universidad. El mundo tozudo y exageradamente masculino de ellos se resumiÌa en conseguir sus favores: no quedaba otra mujer deseable en todo el continente. Sara dormiÌa de costado, con la curva de la cadera convertida en un montiÌculo lunar realzado por la fluorescencia que atravesaba el cristal. No habiÌa estores ni visillos en su ventana porque no se avergonzaba de sus conseguidos voluÌmenes. Los demaÌs dormiÌan, ajenos a mi labor de centinela. Al cambiar de postura intuyoÌ algo y debioÌ entreabrir un ojo.
—¿QueÌ haces ahiÌ plantada? Me has dado un susto de muerte.
—Me he movido y ha crujido mi tobillo. El muy hijo de puta no me sirve ni para pasar desapercibida.
—CueÌntame lo que se supone que estaÌs haciendo, deslenguada
—dio varios manotazos a la lamparilla de su mesita hasta conseguir encenderla. GiroÌ la pantalla como un foco en direccioÌn a miÌ, dejaÌndome en inferioridad de condiciones.
—No estoy de humor para maÌs interrogatorios —yo habiÌa tenido el tiempo justo de esconder el cuchillo en la cinturilla del pijama.
—Eso lo decidireÌ yo. ¿QueÌ tienes que decir en tu defensa, chalada?
Aquel estilete justiciero me haciÌa cosquillas en el nacimiento de la espalda, un cuchillo de cocina no demasiado agresivo, con la punta redondeada como un pico de pato: el primero que habiÌa encontrado en el cajoÌn de la mesa.
—Habla con mamaÌ de esas cosas —agregoÌ ante mi mutismo, daÌndose la vuelta en la cama con desprecio—. Te daraÌ una charlita muy cursi que no olvidaraÌs nunca —hundioÌ la cara en la almohada para seguir durmiendo.
—¿A queÌ cosas te refieres?
—Por Dios, ¿queÌ va a ser? Eso que sucede entre tus piernas. ¿No estaraÌs embarazada, verdad? CoÌmo has podido ser tan idiota. ¿Lo has hecho por venganza? Me parece que has errado el blanco. PapaÌ y mamaÌ, que yo sepa, apenas te odian. Me odian a miÌ.
Yo no teniÌa novio conocido y en cierta manera me halagaron sus suposiciones. Fui a sentarme al borde del colchoÌn, un gesto que la puso todaviÌa de peor humor: el puntapieÌ bajo la colcha me dio en el muslo.
—Fuera. Mañana tengo que madrugar.
—Me duele el pie —trateÌ de defenderme con lo de siempre—. Me ha salido un cardenal en el tobillo.
—¿Vuelves otra vez con lo mismo? —habiÌa apagado la luz y la encendioÌ, exasperada. DobloÌ la almohada por la mitad para usarla de respaldo mientras extraiÌa de su paquete un purito que recordaba a una barra de incienso—. Abre la ventana, por favor. Necesito respirar aire fresco —aguardoÌ a que lo hiciese para chasquear el encendedor.
—¿Sabe bien esa cosa?
—Mentolado.
—¿Me das una calada?
—No. Y sabes una cosa, calamidad, no tienes nada en ese tobillo. Tu lesioÌn es una patraña. ¿Has probado de nuevo a saltar? Era una tonteriÌa para ti. Lo haciÌas sin esfuerzo.
—Odio el plinto. IntenteÌ quemarlo.
Si cerraba los ojos podiÌa verme a miÌ misma rociaÌndolo con todas las colonias y lociones que pude robar de las taquillas, mientras el resto de la clase corriÌa al aire libre. Eso fue lo peor, el robo, la violencia que me rompioÌ las uñas. Los ridiÌculos candados forzados con el destornillador que llevaba dentro de una carpeta. Las cremalleras de las bolsas de deporte reventadas. Los frasquitos caiÌdos en mitad de un charco embriagador. Los cepillos como puercoespines pisoteados, muertos, con su tripa de goma rosa al aire.
—Algo oiÌ —dijo mi hermana.
—La madera se puso grasienta y saliÌa humo. Algo chisporroteaba entre los cajones, pero no vi llamas. QueriÌa hacer una pira funeraria. HabiÌa pensado en quemarme encima, como una sacerdotisa. MetiÌ dentro perioÌdicos y revistas. Todo lo que encontreÌ en las papeleras. TambieÌn quemeÌ los apuntes de lengua y el cuaderno de filosofiÌa.
—¿Tus apuntes?
—De maÌs gente. Y libros. Los de ellas. Las diosas.
—¿Quemaste libros?
—SiÌ.
—Sigue.
—Luego me dio miedo que ardiese todo el pabelloÌn e intenteÌ apagarlo con el extintor del vestuario, pero no funcionaba. Ese chisme pesaba una enormidad, maÌs que yo, y apenas saliÌa un borbotoÌn de espuma. Una de las limpiadoras pasaba por alliÌ y se puso a dar gritos.
—Y el profesor de gimnasia hizo que te metiesen un parte. Al final hubo un acuerdo, pero mamaÌ lloroÌ bastante en el despacho del jefe de Estudios. No pensaste en los demaÌs cuando hiciste la hoguera, ¿verdad? Pensabas en ti misma, por supuesto… —me conociÌa bien. TeniÌa un par de años maÌs que yo, dos años que pareciÌan diez y de los buenos: experiencia, hombres y saber estar. Lo que a miÌ me faltaba a manos llenas.
—PerdiÌ la gracia —dije—. El don de saltar. De crear algo.
—El curso que viene ireÌ a la universidad y podraÌs quedarte con mi cuarto, si eso es lo que quieres. Has venido para echar un vistazo, ¿no? Si pierdes un poco de peso hasta podriÌas heredar la ropa que deje. Desde que no saltas has engordado.
Pero yo no envidiaba aquellos metros cuadrados, el tocador de actriz ribeteado de focos, el vestidor con luz cenital y espejo de cuerpo entero, el lavabito —una concha de peregrino— camuflado en el trampantojo de un cajoÌn. Mi cuchitril estaba en el aÌtico y teniÌa el techo abuhardillado. Arriba podiÌa sentir los paÌjaros refugiaÌndose en las cuevecillas de las tejas. Cuando lloviÌa caiÌa metralla del cielo. Habitarlo no era estar en la cima, como habiÌa pensado al principio, cuando recibiÌ aquella intimidad como premio por unas buenas notas. Era un exilio, aunque mis padres seguiÌan pensando que mi predileccioÌn por el espacio infinito me haciÌa feliz. Dormir bajo un manto de estrellas, ¿habiÌa algo mejor que eso para una escritora romaÌntica?
—Me muero de sueño, hermanita —Sara lanzoÌ un bostezo de leoÌn nada femenino—. ¿Por queÌ no te vuelves a la cama?
—No puedo dormir.
—Pues ponte a escribir en tu diario.
—No se me ocurre nada.
—¿Has perdido el talento? QueÌ drama. Baja a ver la televisioÌn. PapaÌ y mamaÌ no van a despertarse. Anoche tuvieron bronca. ¿No los oiÌste?
Me encogiÌ de hombros; sus cuitas ya no me importaban. Eran libres para divorciarse si queriÌan. Y en ese momento recordeÌ que pensaba en ellos y su desamor cuando corriÌa hacia el plinto aquel horrendo diÌa. Los teniÌa en mi mente al errar el impulso y comenzar a desequilibrarme. Nada pudo remediar el tropiezo. NinguÌn AÌngel de la Guarda paralizoÌ mi caiÌda. La belleza de mi ruÌbrica habitual, con los brazos en cruz, los pies en punta, quedoÌ vilmente destruida. Se escuchoÌ un «oh» de mis compañeras —horror y satisfaccioÌn a partes iguales— y luego mis gemidos. Me sacaron en camilla. Alguien —no recuerdo quieÌn— me teniÌa cogida la mano y me daba palmaditas en el dorso. La decepcioÌn general se debiÌa a que no se hubiese escuchado ninguÌn chasquido de huesos ni hubiera sangre sobre el parquet.
No habiÌa vuelto a recordarlo con tanta claridad desde haciÌa mucho tiempo.
—¿Puedo quedarme un ratito maÌs?
—Cinco minutos —concedioÌ mi hermana.
Se le estaba acabando el purito. La ceniza iba a parar a la monda perfectamente cortada de la naranja que habiÌa sido su depurativa cena. Lo aplastó, manchaÌndose los dedos; se limpioÌ con un pañuelo de papel que terminoÌ sus diÌas convertido en mortaja de la peladura.
—Voy a apagar la luz.
—No, espera. TodaviÌa no.
—No me digas que tienes miedo.
—Me gustariÌa seguir hablando.
—No hablo de chicos, ya sabes. Desde primeros de mes es tabuÌ para miÌ. Ahora estoy en cuarentena.
—QueriÌa hablar de… —no se me ocurriÌa ninguÌn asunto que pudiese interesarle. QueriÌa estar a su lado, soÌlo eso.
—Otro diÌa, hermanita —y la oscuridad volvioÌ a rodearme con sus armas de siempre: el silencio, la soledad, los latidos de mi corazoÌn con la cadencia de un metroÌnomo… Ya no teniÌa sentido que permaneciese a su vera. En cierta manera me habiÌa reconfortado y se lo recompenseÌ con un susurrado «buenas noches».
Al ponerme en pie —ajeno a miÌ— el cuchillo se deslizoÌ en picado por la pernera de mi pantaloÌn y golpeoÌ el suelo de punta. Sara encendioÌ la luz rabiosa, quizaÌs pensando que se me habiÌa caiÌdo de las manos algo que pretendiÌa robarle. MiroÌ el cuchillo que yo acababa de recoger y protegieÌndose con la almohada gritoÌ:
—¡Suelta ese cuchillo, asesina!
Le rogueÌ que no gritase más, pero mis padres ya se habiÌan levantado y discutiÌan entre ellos sobre mi locura: dos siluetas fantasmales, gesticulantes, intercambiaÌndose reproches. Mi madre se llevoÌ el cuchillo llorando mientras mi padre me cogiÌa del brazo y me sacaba de alliÌ. Me condujo al saloncillo de la casa; puso el televisor. Eran las cuatro de la mañana y la programacioÌn —echadoras de cartas y apoÌstoles de los electrodomeÌsticos maÌs disparatados— nos hizo reiÌr. SabiÌa relajarme con su complicidad.
—A veces —me dijo refirieÌndose a Sara—, se merece que le corten el cuello. Pero esperemos que no llegue el caso.
—No iba a cortarle el cuello. Era un cuchillo para la mantequilla.
—Por supuesto que no.
—¿Y mamaÌ?
—CompartiraÌn una aspirina y luego nos iremos todos a dormir. ¿QueÌ tal tu pie?
Me lo preguntoÌ como si acabase de lesionarme. PellizqueÌ el tejido del pijama y tireÌ hacia arriba descubrieÌndolo.
—JuÌzgalo tuÌ mismo.
—No parece tan hinchado —opinoÌ amable, a pesar del cansancio—. Ya es casi exactamente igual que el otro. Pero ten en cuenta que nunca lo son del todo. Como las manos —extendioÌ las suyas y tuve la impresioÌn de que soÌlo el anillo de casado era el que marcaba la diferencia entre una y otra.
—SiÌ, se van pareciendo —me animeÌ.
—¿Te duele?
—Ya no… —al fin y al cabo soÌlo estariÌa otro año en el instituto y mis sueños de plinto y oro habiÌan pasado. Escribir requeriÌa menos esfuerzo. Novelas, por queÌ no. Me consoleÌ del todo pensando que tampoco AÌngela Rodes iba a llegar muy lejos saltando, puesto que glandularmente era un desastre y le habiÌa brotado una segunda barbilla.
Mi padre se rascoÌ la nuca; estaba despeinado, natural. No era el hombre generalmente aseado con el que yo me tropezaba cada mañana en el pasillo. HaciÌa fresco en casa porque el termostato de la calefaccioÌn tomaba sus propias decisiones y los radiadores perdiÌan agua. Fuera comenzaba a formarse la escarcha que pisariÌamos al salir de casa. Flores hermosas y blancas, cristales de hielo fascinantes que contemplariÌamos conteniendo el aliento. El invierno en su transparente y geÌlida plenitud.
—Dime una cosa: ¿quéÌ pensabas hacer con el cuchillo?
—Degollarla, ¿no?
—¿Quieres que te lleve en brazos a la cama? —se rio.
—No creo que puedas.
—DeÌjame intentarlo.
—Claro —dije, y me sentiÌ aupada como si auÌn tuviese seis años.
Mi padre resoploÌ cargaÌndome escaleras arriba. Yo encogiÌa los pies para no tropezar con los barrotes de la balaustrada o los cuadros de macrameÌ de mi madre, que recargaban el estucado.
—Creo que podreÌ lograrlo —farfulloÌ.
—No me sueltes.
Su cabeza cuchicheaba tonteriÌas junto a la miÌa. Vimos que habiÌa luz en el dormitorio de Sara y dijo:
—Peligro. La cabeza de alguien puede rodar esta noche.
—RezareÌ todas mis oraciones antes de dormirme —prometiÌ, y cuando eÌl se despidioÌ de miÌ arropaÌndome como a una niña, cerreÌ los ojos y trateÌ de que las viejas salmodias surgiesen de mis labios. No recordaba ninguna. En lugar de eso murmureÌ cuatro obscenidades, penseÌ en chicos tumultuosos y en coÌmo venderiÌa mi alma de artista al diablo cuando uno de ellos, tembloroso, se bajase la bragueta delante de miÌ. SeriÌa en verano, probablemente el proÌximo. MoririÌa agosto y mi excitacioÌn se apagariÌa bajo un cielo plagado de estrellas. AltaiÌr, Deneb y Vega en toda su magnificencia. DespueÌs me echeÌ a llorar.