La cajera del supermercado pasoÌ el uÌltimo artiÌculo por el scanner correspondiente. Se escuchoÌ el caracteriÌstico sonido. El lector de códigos de barras trabajaba adecuadamente. DespueÌs, ofrecioÌ tiempo aire electroÌnico al comprador. El hombre rechazoÌ la oferta amablemente. Luego, la mujer miroÌ la pantalla en donde se mostraba la lista de productos comprados, asiÌ como el total de la cuenta. «Son veintiseÌis pesos con veinte centavos», pronuncioÌ. El cliente sacoÌ su cartera del bolsillo trasero de su pantaloÌn de mezclilla, la abrioÌ y miroÌ en su interior. TeniÌa veintinueve pesos.
Los cuatro artiÌculos adquiridos ya estaban dentro de una bolsa plaÌstica. El hermano del caballero haciÌa las funciones de empacador voluntario al no haber ninguno en aquella terminal de cobro. El cliente entregoÌ a la cajera un billete de veinte pesos y dos monedas: una de cinco y otra de dos pesos. La empleada efectuoÌ el cobro, cerroÌ la caja registradora y entregoÌ al consumidor el ticket de compra, acompañado de ocho monedas de diez centavos cada una. La operacioÌn concluyoÌ exitosamente. El hombre guardoÌ el cambio en su billetera y, entonces, pasoÌ el siguiente comprador.
Luego de avanzar un par de metros, el hermano del cliente le preguntoÌ a eÌste por queÌ no habiÌa adquirido el yogurt del cual le habiÌa hablado antes de entrar a la tienda. «¡De veras!», exclamoÌ el caballero. «De seguro no se me antojaba tanto, que hasta se me olvidoÌ», añadioÌ despueÌs de revisar la bolsa con las compras. «Si quieres ve por eÌl, yo aquiÌ te espero», intervino su consanguiÌneo. AqueÌl asintioÌ con la cabeza e ingresoÌ nuevamente al supermercado. Poco tiempo despueÌs llegoÌ a la terminal nuÌmero once, la misma en la que pagara un par de minutos atraÌs.
La cajera pasoÌ el yogurt por el lector de códigos de barras correspondiente. Se escuchoÌ el caracteriÌstico sonido. DespueÌs, ofrecioÌ tiempo aire electroÌnico al consumidor. El hombre rechazoÌ la oferta amablemente. Luego, la mujer miroÌ la pantalla en donde se mostraba la lista de productos adquiridos, asiÌ como el total de la cuenta. «Son dos pesos con ochenta centavos», pronuncioÌ la empleada. El cliente sacoÌ su cartera del bolsillo trasero de su pantaloÌn de mezclilla, la abrioÌ y miroÌ en su interior. PoseiÌa, exactamente, dos pesos con ochenta centavos.
El caballero tomoÌ el dinero y lo entregoÌ a la empleada. Enseguida, con un movimiento veloz, cogioÌ el yogurt situado a unos centiÌmetros de distancia, lo abrioÌ y bebioÌ un poco. SoÌlo esperaba su ticket de compra para poder retirarse del establecimiento en compañiÌa de su hermano. Sin embargo, la cajera lo miroÌ fijamente y extendioÌ su brazo derecho; en el interior de su puño se encontraban ocho de las monedas recibidas. «Disculpe, pero no aceptamos estas moneditas», dijo la mujer. El cliente se sorprendioÌ por el comentario. «¿QueÌ?», preguntoÌ. «Que no aceptamos estas moneditas». El hombre miroÌ a su hermano, quien le manifestoÌ su carencia de dinero.
—Disculpe, señorita, pero es lo uÌnico que tengo. AdemaÌs, es el precio exacto del yogurt.
—SiÌ, perdoÌn, pero no aceptamos estas moneditas. ¿ContaraÌ con otra forma de pago, por favor?
—No, señorita, no tengo otra forma de pago. AdemaÌs, usted misma me entregoÌ esas monedas de diez centavos hace unos minutos —el cliente bebioÌ nuevamente su yogurt.
—SiÌ, pero usted no teniÌa que recibirlas si no queriÌa —la empleada se mostroÌ ligeramente impertinente.
—¡¿QueÌ?! Pero si es dinero, señorita —el caballero comenzaba a impacientarse.
—Pues aquiÌ no recibimos esas moneditas.
—Bueno, pues entonces devueÌlvame mis dos pesos y ahiÌ le dejo su yogurt —el cliente estaba claramente molesto.
—No se lo puedo recibir, caballero. Usted ya lo abrioÌ, asiÌ que le faltan ochenta centavos para pagar la totalidad del producto. Le regreso sus dos pesos, pero usted debe pagar el yogurt.
—¡Pues alliÌ estaÌn los ochenta centavos! ¡QueÌ maÌs quiere!
—¡No me grite! ¡Y ya le dije que aquiÌ no aceptamos esas moneditas! Si no paga ese yogurt, voy a llamar a seguridad.
Los clientes situados detraÌs del hombre se retiraron uno a uno, salvo una anciana, que permanecioÌ en la caja para conocer el desenlace de la penosa situacioÌn. Miraba a cada uno de los involucrados y asentiÌa con la cabeza cada vez que la cajera expresaba su postura. Evidentemente, estaba de acuerdo con la posicioÌn de la empleada.
—Señorita, ya le dije que no tengo maÌs dinero, asiÌ que coÌbrese los ochenta centavos de aquiÌ.
—Deme un peso y le cobro tres pesos. Pero no le puedo recibir las moneditas de diez centavos.
—¡Que no tengo! ¡¿EstaÌ usted sorda?!
—¡OÌigame, no le grite a la muchacha! ¡Grosero! —intervino la anciana—. Para eso viene con sus moneditas a comprar aquiÌ. ¡¿QueÌ es limosnero o queÌ?!
—¿Y usted quieÌn es? No se meta en esto, señora.
—Me meto porque quiero, no crea que la muchacha estaÌ sola
—replicoÌ la vieja mujer.
—¡Por favor! —la desesperacioÌn se dibujoÌ en el rostro del comprador.
En ese instante, la cajera activoÌ la luz de su terminal, llamoÌ al supervisor de cajas y a un elemento de seguridad de la tienda. El oficial llegoÌ en cuestioÌn de segundos y preguntoÌ por lo ocurrido. La empleada explicoÌ la situacioÌn y el cliente se mostroÌ indignado por lo acontecido. No obstante, el agente de seguridad le concedioÌ la razoÌn a la dependiente.
«Es que aquiÌ no se reciben estas moneditas; mejor no insista y dele el peso que le pide», expresoÌ el oficial. «Con usted no voy a hablar, quiero ver al gerente», respondioÌ el caballero. El administrador y el supervisor de cajas llegaron un minuto despueÌs. La respuesta recibida fue la misma: ese establecimiento no recibiÌa aquellas moneditas. El comprador ya no sabiÌa queÌ hacer. Los empleados de la tienda le pediÌan que pagara el costo del yogurt. Con el paso de los segundos, la sugerencia se transformoÌ en orden.
—Pague de una vez o tendremos que llamar a las autoridades
—afirmoÌ el supervisor de cajas.
—¡¿QueÌ?! ¡¿QueÌ les pasa?! ¡Ni que me estuviera robando un maldito yogurt! ¡Llamen a la policiÌa a ver si con ellos van a poder! —el hombre estaba enfurecido.
—Como guste —respondioÌ el gerente de la tienda.
La cuenta fue suspendida inmediatamente y la caja dejoÌ de cobrar. No obstante, la anciana se mantuvo en su lugar: esperaba la resolucioÌn del asunto para ser atendida por la cajera, a quien ya profesaba un cariño fraternal. «No te apures, hijita, ahorita viene la policiÌa y le van a poner un alto a este majadero», dijo la vieja. La empleada sonrioÌ. La llenaba de alegriÌa saberse respaldada por la experiencia y la sabiduriÌa de la virtuosa octogenaria. El comprador, al escuchar dicha frase, quiso responder, pero se contuvo. En lugar de eso, terminoÌ de beber el yogurt y buscoÌ a su hermano con la mirada. EÌste ya habiÌa desaparecido.
Ante la ausencia de su hermano, el caballero tomoÌ su bolsa con las compras previamente realizadas y la sujetoÌ fuertemente contra su cuerpo. En ese instante, con inaudita velocidad, se presentaron dos oficiales de policiÌa. Los agentes estatales se dirigieron hacia donde se hallaban el gerente, el supervisor de cajas y el empleado de seguridad interna. El cliente tambieÌn se acercoÌ, pero los oficiales le indicaron que esperara, puesto que ellos debiÌan conversar, primero, con quien habiÌa solicitado el apoyo. DespueÌs de una breve plaÌtica, los oficiales se acercaron al cliente y le preguntaron su versioÌn de los hechos. Todo coincidiÌa completamente.
—Mire, caballero, todo estaÌ claro y esto es muy sencillo —dijo el primer agente—. SiÌ, mire, le invitamos, mi compañero y yo, a que pague los tres pesos del yogurt que se bebió. Porque ya se lo bebió, ¿verdad?
—SiÌ, ya me lo acabeÌ. Y con gusto pago los dos pesos con ochenta centavos que cuesta el yogurt. AquiÌ estaÌn los dos pesos con los ochenta centavos exactos.
—SiÌ, caballero. Pero, como ya le indicoÌ la cajera, aquiÌ presente, el agente de seguridad, tambieÌn aquiÌ presente, el supervisor de cajas, aquiÌ presente, y el gerente de tienda, tambieÌn aquiÌ presente, en este supermercado no se reciben estas moneditas. AsiÌ que lo invito, nuevamente, a que proceda a pagar los tres pesos correspondientes.
—¡Pero si la cajera me dio esas monedas como cambio la primera vez que compreÌ!
—Mire, caballero —intervino el segundo agente—. No se busque problemas y pague el yogurt que se bebió. Si no lo paga se lo estariÌa robando.
—¡Pero yo nunca dije que no queriÌa pagar! ¡AhiÌ estaÌ el dinero!
—TambieÌn le voy a pedir, caballero, que baje el tono de su voz o lo voy a arrestar por faltas a la autoridad —intervino el primer oficial.
—¡Esto es increiÌble! —expresoÌ el cliente.
—Pues siÌ, caballero —dijo el segundo oficial— ¿CoÌmo es que anda cargando esas moneditas? Le hubiera dicho a la cajera que no las queriÌa. No se las hubiera recibido.
—Eso mismo le dije yo —agregoÌ la empleada.
—SiÌ, yo estaba presente —añadioÌ la anciana.
—¡Usted no se meta, señora! Y, ¿saben queÌ? ¡HaÌganle como quieran! ¡AhiÌ estaÌ el dinero! —el cliente lanzoÌ las monedas al suelo. Eran exactamente dos pesos con ochenta centavos. Acto seguido, dio media vuelta e intentoÌ retirarse del lugar.
DespueÌs de someterlo con un poco de violencia, ante el estupor y la indiferencia de los demaÌs clientes, el hombre fue esposado y conducido a la unidad localizada afuera del supermercado. Posteriormente fue remitido a la agencia investigadora correspondiente. Se le acusaba de robo, delito perseguido de oficio. Sus compras quedaron en poder de los agentes, quienes no pensaban devolverlas. En el suelo, frente a la caja once, quedaron las nueve monedas: ninguno de los empleados del supermercado quiso recogerlas. SoÌlo un niño, algunos minutos despueÌs, tomoÌ la moneda de dos pesos, ignorando las moneditas, a las cuales teniÌa por cosas realmente insignificantes. Entonces, la cajera reanudoÌ las operaciones y la anciana pagoÌ sin mayores problemas. Ambas se despidieron con un caÌlido abrazo. «Ya ves, hijita, Dios siempre hace justicia. TuÌ nunca estaraÌs sola», finalizoÌ la octogenaria.
Segundos maÌs adelante, la cajera recibioÌ a una nueva cliente. Como de costumbre, pasoÌ cada coÌdigo de barras por el scanner correspondiente. Se escuchoÌ el caracteriÌstico sonido. DespueÌs, ofrecioÌ tiempo aire electroÌnico a la compradora. La mujer rechazoÌ la oferta. De inmediato, la empleada miroÌ la pantalla en donde se mostraba la lista de productos comprados, asiÌ como el total de la cuenta. «Son cincuenta pesos con setenta centavos», pronuncioÌ la dependiente. La dama sacoÌ el monedero de su bolso, lo abrioÌ y miroÌ en su interior. AhiÌ estaban, radiantes, un billete de cincuenta pesos y muchas moneditas de diez centavos.