I
Aunque Carlo se hacía llamar «escritor», sabía que era un farsante. Y la gente no tenía por qué saber que en realidad era un copista del siglo xx. Se había edificado una coraza y con su falsa profesión excusaba su encierro permanente.
Durante décadas pensó que, a fuerza de repetir la palabra que nombraba dicho oficio, terminaría por convertirse en escritor, mas cada línea que escribió alguna vez logró vivir sólo algunos segundos.
Frente al aterrador y constante entumecimiento ante la página en blanco, comenzó una peculiar costumbre: usaba una Olivetti Lettera 32 para transcribir los cuentos que consideraba fascinantes, no con la intención de plagiarlos, sino para ver si algo de aquel talento que tanto admiraba lo influenciaba lo suficiente para hacerlo crear una historia completa, consciente de que le resultaría imposible superar semejantes talentos.
Anhelaba dejar de ser la sombra de su estirpe: era descendiente de los nobles españoles Pardo Bazán, familia en la que las mujeres sobresalían por sus dotes artísticas y su activismo político. Emilia, su abuela, había sido una escritora e intérprete de música clásica, reconocida también por ser la autora del popular tratado sobre cuento del que Carlo extrajo frases que enmarcó en las paredes de su hogar:
Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando
de golpe el interés del lector.
Tan sólo pensar en elegir las primeras palabras despertaba su ansiedad. Solía abandonar la pluma tras pasar horas sosteniéndola tan fuerte que se ampollaba la mano, esa articulación que parecía dejar de pertenecerle cuando quería despertar su creatividad. No podía escribir. Quizá no debía hacerlo.
El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante,
de la dedicación apasionada.
Después descubrió que transcribir era la única tarea en la que lograba cierta disciplina. Se dedicó a reproducir libros enteros que contenían decenas de mundos breves creados en torno a hechos fascinantes: La lluvia de fuego, de Leopoldo Lugones; Río subterráneo, de Inés Arredondo; Las dualidades funestas, de Edmundo Valadés; La semana de colores, de Elena Garro…
Es en la acción donde está la sustancia del cuento.
Llegó a pensar en cambiar párrafos de lugar y de un texto a otro, también en modificar algunas líneas, agregar su nombre al final de los textos y enviarlos a periódicos y revistas para ser publicados. Si lograba hacerlo con habilidad, resultaría difícil reconocer el engaño. Pero, tijeras en mano, no se animó a cometer la herejía de recortar y fragmentar las hojas impresas: sentía que sería destrozar los cuerpos de los propios autores.
Nunca tuvo un rival más acérrimo que la página en blanco. Temía ensuciar aquella tabula rasa, ser indigno de generar una mácula. No merecía expresarse si no lograba encontrar al menos indicios del talento de su sangre: el peso del apellido lo perseguía.
Su terror principal era convertirse en una sombra insignificante, que su nombre se transformara en un recuerdo más gris que el mármol de su futura lápida.
II
El espacio dejó de ser un problema desde que Carlo empezó a utilizar las máquinas de escribir y los libros para algo más que la ornamentación, remplazando así los muebles ordinarios: apilaba la mayoría de forma tal que creaban mesas y superficies útiles. A las más estables les colocó tablas de madera de roble o superficies de cristal cortadas a la medida.
En un juego de trapecistas mortales, unas se sostenían sobre otras desafiando la gravedad. El suyo no era un museo, era un mausoleo de cadáveres mecánicos y de papel.
Su posesión más preciada era una Olympia Plurotyp fabricada en 1933, pero la que le resultaba más bella (y también la más costosa) era una de las primeras Crandall New Model de finales del siglo xix. A la Underwood modelo 5, fabricada en 1926, le tenía un aprecio especial por ser la favorita de su abuela (quien se la heredó junto con los libros y la casona). Ésas eran las únicas que descansaban en aparadores individuales, protegidas por grandes campanas de cristal.
Era mucho menos quisquilloso con los libros. Algunas ediciones eran limitadas o de coleccionista; ninguna joya. No era un lector especializado, aunque sí compulsivo; tampoco se dedicaba a ellos con el ahínco que ponía en sus mecanismos favoritos.
Entre estantes y mesillas podían admirarse diversas Hermes, Olympia y Re-mington. En aquel sitio convivían épocas tan disímiles como sus primeros dueños.
Su tarea se limitó a reunirlas y observarlas a plena luz o entre las tinieblas durante más de dos décadas, esperando cualquier señal. No se daba por vencido: aseguraba que se negaban a escribir para él por algún motivo que él desconocía. Desde principios de los ochenta, tras leer el cuento «The Ballad of the Flexible Bullet», de Stephen King, su objetivo de vida fue buscar la Royal modelo 10-S mencionada por el autor.
Carlo sabía que debían existir artilugios similares a esa Royal que albergaba en su mecanismo a una criatura diminuta cargada de creatividad y fortuna. Saber de su existencia le pareció lo más razonable: cada escritor que haya tenido contacto con alguna máquina de escribir le transfiere, a través de las yemas de los dedos, parte de su espíritu y su energía creadora a aquellos seres fantásticos. Sabía que Pessoa había usado un modelo muy similar al 10-S, y que Bradbury, Capote, Hemingway, Faulkner, Nabokov y Plath solían escribir en otros modelos de esa compañía.
III
La Royal modelo 10-S llegó en una caja en su cumpleaños número sesenta. En su último viaje a Argentina indicó que lo hicieran así. El pesado artilugio no aparentaba su edad, tenía una cinta húmeda que pintaba al más leve contacto. Las teclas, ligeras, se imprimían con rapidez, las palancas estaban aceitadas y los cristales en los costados de la caja de metal (que permitían ver parte de su funcionamiento) no mostraban una mácula.
Venía junto con el certificado que declaraba que ésa era la que había usado Lugones para escribir su cuento «Viola acherontia», tal como se lo comentó el anticuario cuando Carlo pidió información sobre el dispositivo mecánico en Mar del Plata.
La colocó en la mesa del comedor en lo que encontraba un mejor sitio, justo debajo de la inmensa pintura del retrato de su sonriente abuela, y subió a dormir. Un sonido continuo y monótono se filtró en su sueño ligero. Despertó de repente y tardó unos segundos en darse cuenta de que se originaba en el comedor. Se incorporó y bajó. Fue testigo de un espectáculo inverosímil: las teclas de la nueva máquina persistían en prolongar una danza misteriosa. Se quedó atónito hasta que la función cesó. La había encontrado.
Encendió la luz e intentó darles algún sentido a las letras impresas unas sobre otras en el rodillo y en la cinta. Le resultó imposible volver a conciliar el sueño y trató de tranquilizarse con infusiones de tila.
El suceso se repitió la noche siguiente. El mecanismo se activó a la misma hora. Carlo dormitaba en un sillón a unos cuantos metros y ya le había colocado una hoja blanca. Se paró de inmediato y pudo distinguir cómo cada letra se plasmaba creando palabras, líneas, párrafos. Cuando la cuartilla estuvo lista, la tomó y le dio la vuelta. Impaciente, la Royal no detenía su marcha, lo que dificultó insertarla de nuevo. Media hora después, Carlo tenía la mayor parte de un cuento. Se dedicó entonces a buscar las palabras perdidas para darle continuidad a la historia.
A partir de entonces, la sala se convirtió en su habitación. No quiso perderse ningún momento activo de la Royal, esa fusión entre la mítica Sherezada y el escritor, peculiarísimo autómata de un relojero suizo.
Las continuas desveladas configuraron su jornada; dormía por las tardes con las cortinas cerradas por completo. Se convirtió en un ser de costumbres nocturnas que se alimentaba poco y dormitaba con las sonatas de Paganini y las sinfonías de Schubert y de Liszt.
Una noche reprodujo un acetato varias veces. Ya en la madrugada, descubrió un giro en los temas de los textos y tuvo una idea.
Notó que los nocturnos de Chopin y las sonatas para piano de Beethoven eran los verdaderos autores de aquellas obras. Piezas como A la memoria de un ángel, de Alban Berg, o la Sonata para viola y piano, de Shostakóvich, que el compositor ruso escribió mientras agonizaba, resultaban en relatos desgarradores. Incluso, si prestaba atención, podía asegurar que el sonido de las teclas se adaptaba a los acordes de los instrumentos.
Cuando la Royal estaba inactiva, Carlo no podía dejar de mirarla. La vida de eremita trasnochador lo empezaba a consumir. Ya sólo tenía alimentos enlatados, su aspecto reflejaba una dejadez preocupante y el descuido del lugar comenzaba a ser evidente. Lo único que le importaba era la Royal, que estaba en perfecto estado.
A las diez de la noche sonó la alarma del reloj despertador. Prendió las luces del comedor, preparado. Ya era un experto cambiando las hojas y descifrando las palabras que no se alcanzaban a imprimir al ver el movimiento de las teclas. Al terminar de hilar las hojas escribiendo los términos que él creyó más convenientes, regresó al sillón y leyó lo impreso. Ningún cuento lo decepcionaba. El manuscrito que Carlo estaba reuniendo tenía ya más de cien cuartillas.
A las ocho de la mañana, la Royal se activó de nuevo. Nunca antes lo había hecho a esa hora. La velocidad del movimiento furioso de las teclas empezó a aumentar antes de que Carlo reaccionara, y para cuando estuvo frente a ella, el estrépito lo hizo retroceder. El conjunto que resultó del sonido de las teclas, de la palanca de retorno del carro y del rodillo al girar creaban una música demencial. Se cubrió los oídos, cerró los ojos y el ruido cesó. Aún nervioso y escuchando un eco necio, se dirigió a la cocina. Antes de poder sentarse, reinició el estruendo. Carlo no sabía cómo detenerla, qué resultaría de esa frenética actividad.
El silencio se impuso de nuevo. El nerviosismo se transformó en ira cuando notó que el alboroto era repentino, y podía ser extenso como una perorata o breve como un suspiro. La Royal tenía la determinación de enloquecerlo.
Un repiqueteo constante apareció en la cabeza de Carlo inesperadamente. Empezó a temer que aquel estruendo se amplificara y lo dejara sordo, mas se sorprendió al notar que sus pensamientos se traducían al idioma de la Royal: una especie de clave morse. Su lenguaje mutó en sonidos polifónicos.
En cualquier instante, las teclas insistían en comunicarse y el obstinado rodillo giraba sin cesar. Quiso detener el caos, amputar una a una las teclas. Imaginó que la cargaba y la llevaba hasta el río más cercano, donde la miraba caer como una pesada roca; que la arrojaba a una hoguera o la sepultaba; cualquier destino cruel destinado a un ser humano era preferible para ese objeto.
Aunque trató de engañarse, siguió escuchando el sonsonete breve y conciso. Llegó al comedor convertido en una flama. Tiró la Royal sobre el parqué y le arrojó lo que tenía cerca. Los metales se abollaron, distintas piezas salieron disparadas y los cristales de la Royal se rompieron. Abandonó el montículo arruinado y subió al primer piso después de ver de reojo el rostro de su abuela en el retrato. La anciana había perdido la sonrisa. Al subir las escaleras volvió a escuchar aquel sonido, prefacio absurdo.
Derrotado, bajó dispuesto a deshacerse de las reliquias. Lo que encontró era inconcebible: cada máquina, intacta, estaba en su sitio, y la madera del suelo no tenía un rasguño.
Pensó que la única forma de silenciar a la Royal sería asfixiándola con tierra húmeda. Debía cavar un foso profundo que se la tragara.
Empezó a temblar al mirar alrededor y descubrir que cada mecanismo se activó sin importar el sitio en el que se encontrara. Incluso en las posturas más inconcebibles, las teclas repiqueteaban constantes.
No podía quedarse ahí. Antes de lograr abrir la puerta, un pitido agudo acompañado de un dolor intenso en el oído derecho lo dobló y lo dejó en el suelo, vencido.
Cuando recobró el sentido, percibió que los sonidos se fusionaban en una sola composición colérica, una fuga exaltada que avanzaba al ritmo de la Finale del Concierto para orquesta de Bartók, esa que escuchó por última vez en el funeral de su abuela.