Tengo una amiga que siempre me ofrece opciones. Llego a su departamento y me ofrece té, que acepto. Luego pregunta si prefiero café, y ya no sé si quiero el té, que me había parecido una buena elección. Cuando le pregunto qué es lo que ella prefiere, no muestra ninguna preferencia, y me dice que quiere lo que yo prefiera. Ya no soy capaz de decidir entre té o café.
Y después me ofrece vino.
Me siento a tomar el té en su sofá —té que ya no me satisface porque no es vino o café— cuando me pregunta cómo está mi hijo. No me gusta mentir, así que le digo que no está bien. Toma aliento. Decirle que alguien no está bien no es algo que quiera escuchar, aunque no tiene familiares o amigos enfermos. La respuesta que espera es «bien», pero no es la respuesta que quiero darle. «No está bien» no es una respuesta que le guste, aunque probablemente sabe que es una respuesta que podría esperar de mí. Mi respuesta debe virar de «no está bien» a «bien» por medio de otras opciones, que mi amiga carga con el peso de proporcionar. Para que esté bien, primero debe encontrar aquello que lo enferma. ¿Podría mi hijo estar padeciendo de esto o de lo otro?, pregunta. Lo revisó el médico, le digo. ¿Y si acaso él estuviera sufriendo de una tercera o cuarta afección?, me dice. Ha sido revisado en el hospital, le respondo. ¿Pero qué hay de esto o de aquello? Estoy segura, le digo, que si el médico o el hospital hubieran pensado que valía la pena considerar dichas posibilidades, lo habrían hecho. Tal vez lo hicieron.
Ella debería saber que dar esas opciones no les corresponde a los inexpertos. Y ésa es la razón por la que no la escucho. No escucharla me hace alejarme de ella físicamente, en el sofá, y seguramente ve dicho movimiento. No me doy cuenta, al principio, que lo que tengo al estar sentada aquí con mi amiga es dolor de cabeza. Porque no soy de dolores de cabeza, un dolor de cabeza es algo que otras personas tienen. Por lo tanto esta mala sensación no puede ser dolor de cabeza. No sé por qué no me gustan las sugerencias de mi amiga. Sé que ella debe de tener buenas intenciones, pues es mi amiga, o al menos no puedo pensar que tiene malas intenciones, de otro modo ya no sería mi amiga. Quizá debería escucharla. Tal vez, aunque ella desee únicamente el placer de haber tenido la razón —y esta posibilidad me repugna—, puede que tenga la razón. Tal vez sacrificaré a mi hijo por asco. Siempre es una posibilidad.
¿Qué está mal con mi hijo? Se cansa fácilmente. Se enferma con frecuencia. Todo en él gira en torno a la posibilidad de que tenga algún problema. Esto es todo lo que sé, y no quiero que sea la forma en que se perciba a sí mismo. Porque no quiero que se perciba a sí mismo de esa forma, no quiero percibirlo de esa forma. Para evitarme percibirlo de esa forma, me niego a considerar su enfermedad un tema de conversación. Como me niego a considerar su enfermedad un tema de conversación, me niego a considerar su enfermedad. Y no estoy segura acerca de esta elección.
«Mi amigo Zdanevitch», escribe Viktor Shklovski e su libro Zoo, refiriéndose a su camarada en la guerra de 1916. Mi amiga y yo no estamos en la guerra, así que nuestra amistad es solamente recreativa. ¿Por qué razones nos hicimos amigas mi amiga y yo? Porque tuvimos hijos al mismo tiempo. Mi amiga se va a otro cuarto a hablar por Skype con su hijastra, que vive en Australia. No es un cuarto en el que yo haya estado, puesto que no me ha invitado a todos los cuartos de su departamento. No puedo escuchar lo que está diciendo, pero puedo saber que es alegre de una forma en que no lo es conmigo. La hijastra de mi amiga, tal vez, acepta las opciones que le ofrece, así que su conversación puede fluir.
«Mi amigo Zdanevitch», escribe Shklovsky, al momento de observar que «en ambos lados del camino hay soldados turcos masacrados» durante la rendición de Erzurum.
Como amiga, ella es tediosa, chismosa e ignorante. Tal vez como enemiga sería más interesante.
Sigo esperándola, sentada en su sofá, negándome a elegir entre una opción u otra, ni siquiera la opción de irme.
Traducción del inglés de Luis Eduardo García