I
Carver era un tipo grande de voz profunda que leía con la belleza de un poema todos y cada uno de sus pensamientos. Su respiración se volvía parte de las páginas que él machacaba con esmero para que luego nosotros lloráramos cada golpe. Parece exageración, dicho así, y quizá lo sea. Probablemente me diría, igual que a Tess Gallagher, su esposa: «No me idealices. No me idealices» (1). Sin embargo, Carver escribía sus cuentos como se escribe un poema, y aquello era indudable al oírlo hablar. Es una suerte de descubrimiento oír su voz por primera vez (siempre es una sorpresa oír los textos en voz de su autor: parece que cobran vida de un modo insospechado, como si la clave para entender lo que decían siempre hubiese estado en el ritmo de su respiración. Uno puede odiar una obra luego de oírla en sus labios; de pronto la parsimonia es frenetismo y cualquier belleza posible se atropella. No era, sin embargo, el caso de Carver). Su aliento era sopesado. Uno entiende por qué acababa casi cada oración con un he said, she said: su ritmo involucraba personas, voces que iban y venían (del mismo modo en que él siempre hablaba poco, escuchaba lo suficiente, respondía lo necesario); cuando las voces van y vienen unas detrás de otras, siempre conviene diferenciarlas aunque sea con un par de palabras. Dos palabras bastan para reconocer la existencia de alguien.
Carver era un sujeto tierno, incluso si su abismal presencia disuadía a los presentes. Ya fuera por su mirada cavernosa, o porque parecía un monumento de la humanidad hacia las letras (como si las letras necesitaran esa clase de gestos, como si ser escritas por alguien muy grande les asegurara de antemano la grandeza), era como una de esas catedrales que él decía que debían construirse aunque no las construyera una sola persona. Las catedrales deben construirse, decía, no importa quién lo haga: construir juntos el arte, expresó alguna vez (2). El arte se vuelve una cosa colectiva, como algo que requiere existir, independiente. Es curioso que haya dicho eso: su fama se forjó con obras construidas a dos manos y reconstruidas (o destruidas) con otras dos. Es imposible pensar en la primera obra de Carver, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, sin su editor, Gordon Lish (sobre todo porque es la única cuya forma original no podemos conocer; De qué hablamos cuando hablamos del amor fue restaurada, años después, como Principiantes, y para el resto de los libros la mano de Lish ya no se hizo notar).
Aunque su obra fue modificada por éste al punto de lo irreconciliable (Lish cambiaba sus finales, le quitaba un cincuenta por ciento, a veces el setenta), Carver no dudaba en reconocer, una y otra vez, el agradecimiento que le tenía a su editor. Después de todo, Lish lo convirtió en un fenómeno, lo convirtió en un diamante que rompía con su filo cualquier otro estilo narrativo de la época. Le dio lo que necesitaba para poder vivir de lo que amaba, aunque eso lo destruyera en un modo velado (igual que el sufrimiento de sus personajes). Aun cuando no estaba conforme con lo que hicieron de su obra (nunca le gustó que lo llamaran minimalista, por ejemplo), aun cuando su aceptación a los cambios de Lish se debió más a la desesperación y a la necesidad, no dudó nunca en agradecerle. Como si le agradeciera que, igual que las catedrales, le hubiese ayudado a construirse a sí mismo. Los libros que Carver escribió sin la transformación de Lish dan cuenta de ese crecimiento. (Con Catedral, su primer libro sin la —a veces invasiva— mano de Lish, Carver afirmaba haber sentido un rush que no había sentido hasta entonces, un sentimiento profundo de haber hecho algo bien) (3).
Hay algo sumamente tierno en aceptar que no importa quién edifique la belleza. Carver hablaba de la ternura en sus cuentos y en sus poemas. También en sus ensayos. En el último discurso que dio tres meses antes de morir, les dijo a los asistentes que no olvidaran la ternura. Que se aferraran a ella. Es increíble leer algo como eso viniendo de él, que la pasó tan duro e hizo pasar una vida tan dura a otros (igual que sus personajes, él era un hombre paradójico, complejo, con un mundo interior inagotable). Aferrarse a la ternura luego de vivir un infierno de necesidades debe de tener el mismo efecto que beber agua cuando se ansía el alcohol. Quizá las versiones de Lish son mundialmente famosas, y le dieron a Carver un lugar en el podio del mercado de la literatura; pero fue su ternura, la ternura de libros como Catedral, justamente, la que le aseguró un lugar en la memoria de los lectores.
Leer a Carver en clave de ternura hace posibles las epifanías que se desprenden del alcoholismo de sus personajes (muchos de sus personajes eran alcohólicos que aún bebían; no como él, que había dejado de beber, y fue justo ese abandono el que le ayudó a escribir sobre alcohólicos que aún no podían seguir sus pasos); leer a Carver en registro de ternura es reducir los márgenes rigurosos, las esquinas dramáticas y tensas de las versiones que hizo Lish, su editor, con sus cuentos.
Uno lee «Diles a las mujeres que nos vamos», uno de sus cuentos más famosos, y no puede evitar preguntarse si está presenciando un cuento realista o el relato de un robot asesino que sin piedad se despacha a quien tenga enfrente, como Philip K. Dick en «El padre cosa» o en «Servir al amo». En la versión de Lish, uno sólo lee cómo dos hombres deciden que un par de piedras sirven para aplastar la cabeza de unas jovencitas que paseaban en bicicleta. La única razón es que están frustrados, tan frustrados que nunca dicen que lo están y nunca muestran arrepentimiento. Hasta los robots de Dick parecían tener más emociones. No hay redención posible porque Lish convirtió a sus personajes en piedras. Filosos. Terribles. Contundentes. Son un mazazo. Pero Carver hace, en su versión, que el asesino dude, que el asesino se ponga a llorar apenas mata a la mujer, que su amigo lo consuele porque ambos saben que el futuro se jodió, al menos para él. Y para ella también. Uno siente que lloran por la joven muerta. Uno siente que el asesino llora la ausencia que ha creado con sus actos. Hay algo terrible y profundamente humano en esa ternura, que de pronto se vuelve trágica, porque le impide, justamente, volverse una piedra.
Si se mira detenidamente, lo que le falta a uno y al otro le sobra es una ternura que parece inmerecida: ¿cómo podemos enternecernos, gracias a la mirada de Carver, con lo que ha hecho este hombre? ¿Cómo podemos comprenderlo, aun cuando ha hecho algo terrible? No lo hacemos, pero pensamos que sí. Y ese pensar que sí, diría Carver, es la ternura.
II
Clemente amaba el agua. Su padre, el poeta Cristián Warnken, decía que «si hubiera tenido una anterior reencarnación, habría sido alguien que venía de un mundo acuático» (4). Quizá por eso tenían una piscina en casa. Dondequiera que hubiese agua, el niño saltaba de alegría. Clemente tenía dos años y nueve meses cuando cayó a la piscina de su casa y se ahogó ahí.
Todos conocemos historias parecidas. En la primaria se decía que nuestro profesor de educación física siempre llevaba gafas oscuras porque se rehusaba a ver la luz luego de lo que le pasó a su hija. Durante los primeros tres años imaginé muchas cosas. Pensé en alguna quemadura, pensé en que ella era grande, como él, y había abandonado su hogar. Así que me tomó por sorpresa enterarme de que su hija amaba el agua tanto como Clemente. En «Sobre la desolada tierra», de Philip K. Dick, unas criaturas de otra dimensión aman tanto a una jovencita que acaban por carbonizarla cuando no pueden contener sus deseos de tenerla. Los deseos por poseer acaban destruyendo. Así, jugando entre baldes de agua, la hija de mi maestro cayó igual que Clemente, y lo que sacaron de ahí, una hora después, ya no era del todo ella. Me parece que «Sobre la desolada tierra»es un título que podría titular pérdidas así.
Cuando los días son tristes, recuerdo a la hija de mi profesor y recuerdo a Clemente. Recuerdo, también, una entrevista que le hicieron a Warnken, a diez años de su fallecimiento. Un amigo suyo, confesó Warnken, le dijo que lo mejor que podría hacer era meterse a la misma piscina en la que había perdido a su hijo, y que debía bautizarse ahí. «A mi hijo le fascinaba el agua, estaba loco por ella» (5). Para Warnken tuvo sentido.
Reunió a la familia y a sus seres más cercanos y todos juntos entraron a la piscina. Si la piscina era el signo de una ausencia, tenerlos a todos ahí debía cumplir el fin contrario o eso pareciera. Para él, tenía sentido bautizarse en la misma agua que había tomado a su hijo.
El jardín llora
la piscina llora
los árboles lloran.
Me dicen
que lo sienten tanto
que no nos vayamos de aquí
que no huyamos del paraíso
que algún día será restaurado
con cada hoja caída
y cada pájaro
con tu risa y nuestro llanto (6).
Carveriano es un término que se utiliza para hablar de historias como ésa. Una historia de pérdida, de epifanías, de significados ocultos, de silencios cargados de dolor. Como si de pronto la vida imitara la ficción, yo leía su testimonio con la misma mirada con la que aprendí a leer las historias de Raymond Carver.
III
He llorado varias veces la pérdida de un hijo sin haber tenido ninguno. La empatía y la literatura hacen eso. Provocan dolores profundos que no sabíamos que eran posibles. Cuando pienso en el hijo de Warnken, pienso en «Algo sencillo y bueno», un cuento de Raymond Carver. Ahí también muere un niño. Al regresar del hospital, los padres se hallan deshechos. No saben qué hacer. En mi mente, la escena en que tratan de darse consuelo luego de volver a casa es capaz de llenar el espacio vacío entre la muerte de Clemente y el episodio en que sus padres entran a la piscina para conciliarse con el agua. La literatura se erige como una mirada piadosa que me ayuda a comprender.
En casa, se sentó en el sofá con las manos en los bolsillos del abrigo. Ho-ward cerró la puerta del cuarto de Scotty. Puso la cafetera en el fuego, y buscó y encontró una caja vacía. Pensaba recoger las cosas de Scotty que fuera viendo por la casa, pero en lugar de hacerlo se sentó en el sofá junto a Ann, apartó la caja hacia un lado y se inclinó hacia adelante con los brazos en las rodillas. Y se echó a llorar. Ann le cogió la cabeza y se la acercó hasta el regazo, y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Ya no está —dijo. Siguió dándole palmaditas en el hombro. Por encima de los sollozos de Howard oyó el ruido sibilante de la cafetera en la cocina—. Venga, venga —dijo con ternura—. Ya no está, Howard. Ya no está y tendremos que acostumbrarnos a su ausencia. A estar solos (7).
Cástulo Aceves, escritor mexicano, escribió en alguna ocasión en sus redes sociales que si de pronto perdiera a uno de sus hijos se vería obligado a escribir un cuento que hablara de la pérdida, pero que luego pensaba en Carver, en «Algo sencillo y bueno», y se daba cuenta de que Carver ya lo había dicho todo. No tenía caso hablar de la pérdida de un hijo porque no había nada que agregar. Parafraseándolo, decía que quienquiera que desee saber cómo se siente temer la pérdida de un hijo, o vivirla, sólo necesita leer ese cuento.
Kafka decía que necesitamos leer libros que se sientan como un suicidio, o como la muerte de alguien que amamos más que a nosotros mismos. «Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros» (8).
Algunos de los cuentos de Carver se sienten justo así.
Luego de leer «Diles a las mujeres que nos vamos», solté el libro mientras mis alumnos me veían, sentados con una tranquilidad que yo había roto al dejar caer el libro sobre una mesa. Me preguntaron si todo estaba bien y yo sentí que ellos jamás podrían ver mi mundo interior. Aquella herida era mía de un modo intransferible. Pensé que no tenía caso decir nada porque ellos no podrían comprender. Luego recordé este poema:
Esta mañana hay nieve por todos lados.
Hablamos sobre la tormenta.
Me comentas que no dormiste bien.
Te digo que yo tampoco.
Tuviste una noche terrible. «Yo también».
Estamos tranquilos el uno con el otro,
nos asistimos tiernamente
como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,
las mutuas inseguridades.
Creemos adivinar los sentimientos del otro,
no podemos, por supuesto, nunca podremos.
No tiene importancia.
En realidad es la ternura la que me interesa.
Ése es el don que me conmueve, que me sostiene,
esta mañana, igual que todas las mañanas (9).
Mis alumnos no eran capaces de comprenderme, claro que no podían, pero me asistían tiernamente como si lo hicieran. Carver me enseñó eso. Uno puede seguir mientras haya ternura. Mientras haya amigos, como los de Warnken, que entraron con él a la piscina. Uno puede seguir con alumnos como los míos. Uno extendió una galleta, otro, que siempre me miraba con desdén, me sonrió tiernamente. Otro más me dijo que podía hablar con él si quería, que no me quedara callado.
«Tiernamente» es una palabra difícil de describir pero fácil de visualizar. Todos reconocemos una mirada tierna cuando la vemos, del mismo modo en que es fácil reconocer. Cuando Carver escribe que los padres de Scotty se dan palmaditas en los hombros, uno siente su ternura. Uno la siente en el propio hombro.
Warnken publicó una nota en el periódico, poco después del fallecimiento de Clemente.
Todos lloran, también tu piscina amada, que te vio, dichoso, nadar, ¡cómo llora desconsolada! Lloran las cosas que tocaste, los lugares donde anduviste, y lloramos nosotros, ya sin lágrimas. Entonces, ¿por qué te ríes, por qué tu cara pura de niño muerto insiste en reír, mientras todos lloran sin consuelo? ¿Por qué ríes, Clemente, amor mío, dolor nuestro? (10)
Su testimonio no pretendía ser la voz de la pérdida. Sin embargo, otros padres que habían perdido a sus propios hijos le escribieron con la seguridad de que los comprendía de un modo inequívoco. Algunos otros le escribieron, conmovidos, afirmando que aunque no habían vivido algo así podían comprender lo que él sentía.
Una alumna me dijo, luego de leer «Algo sencillo y bueno», que se sentía comprendida. No me dijo que ella comprendiera a los personajes, ni me dijo que lo sintiera por ellos. Ella no le hablaba al texto, no le escribía, como lo hicieron con Warnken. El texto le había hablado a ella de una forma íntima, personal, intransferible. Ese día me dijo que había sufrido un aborto. No se lo había dicho a nadie.
«Ya no está», me dijo, haciendo eco de lo que acababa de leer.
IV
Recuerden esta palabra poco usada: ternura. No les hará mal. Y esa otra palabra: alma, llámenla espíritu si quieren, si así es más fácil la reivindicación territorial. No la olviden tampoco. Préstenle atención al espíritu de sus palabras, de sus actos. Ésa es una preparación suficiente. Y no más palabras (11).
Carver dijo que lo único que tenemos son las palabras. ¿Qué significa que, habiendo vivido la ternura, no haga falta nada más? Sobre todo para un escritor.
V
Tess Gallagher acompañó a Ray, como ella le decía, en sus últimos años de vida, los más productivos, los más felices, como dirían ambos; ella escribió que Carver le admitió alguna vez que jamás había podido dejarse caer en depresión. El hombre trabajador no puede permitirse eso, decía Tess. «Forma parte de la moral de la clase trabajadora, supongo. Y de ahí venimos Ray y yo».
Raymond Carver escribía sobre esas personas. Personas que no podían dejarse caer en depresión porque crecieron trabajando, porque debían seguir. Rendirse es algo que no hacen quienes cuentan cada día como si le fueran restando días a un sufrimiento inagotable, los mismos que llevan el registro de los días en que se ha sobrevivido, pese a todo.
En un ensayo sobre la escritura de cuentos (12), Carver afirmó que lo que hacía especial a un escritor era su mirada. Sólo un verdadero escritor escribe un mundo en consonancia con su propia especificidad. Carver escribía de hombres que padecieron penurias, que aguantaban el dolor, que vivían un día a la vez, que sufrían en silencio, que enterraban en algún sitio aquello que uno podía descifrar sólo al prestar mucha atención, al leer el subtexto. Sus textos son conocidos por insinuar más que por decir, por revelar el dolor y la esperanza de sus personajes en instantes, epifanías, que les cambiaban la vida de un modo irreversible. Su modo de narrar estos episodios es indudablemente desde la ternura. No los comprende, pero lo intenta. Los mira como si lo hiciera.
Por eso imagino a Carver escribiendo lo que le pasó a Warnken. El hijo, el bautismo, el libro de poesía.
Carver me enseñó que el dolor puede engendrar belleza, si se lo mira con ternura.
(2) En 1982, Carver visitó la Universidad de Akron. La referencia hace alusión a una de sus respuestas, en la que habla de la importancia de escuchar a los demás como parte del proceso creativo. La transcripción puede hallarse en el capítulo «Raymond Carver Speaking», de Robert Pope y Lise McElhinny, del libro Conversations with Raymond Carver, ed. de Marshall Bruce Gentry y William L. Stull, University Press of Mississippi, disponible en https://bit.ly/2QDwakP
(3) Ibidem, p. 70.
(4) Entrevista de Carla Mandiola a Cristián Warnken, con motivo del lanzamiento de su poemario Un hombre extraviado, en el que explora el duelo por la pérdida de su hijo, Clemente. Disponible en http://www.economiaynegocios.cl/noticias/noticias.asp?id=385306
(5) Idem.
(6) Fragmento de un poema de Warnken, de su poemario Un hombre extraviado.
(7) «Algo sencillo y bueno» es la versión íntegra del cuento «Parece una tontería», perteneciente al libro De qué hablamos cuando hablamos del amor. El libro fue publicado en español por Anagrama bajo el título Principiantes.
(8) Fragmento de la Carta de Franz Kafka a Oskar Pollak en 1904, disponible en https://elpais.com/cultura/2018/11/24/actualidad/1543063621_135802.html
(9) «El don de la ternura», de Raymond Carver, disponible en https://issuu.com/archivogroenlandes/docs/201337585-antologia-poetica-2/33
(10) Fragmento de «Clemente», de Cristián Warnken, publicado originalmente como una columna en emol.com. https://desata.blogspot.com/2007/12/esta-es-la-columna-semanal-de-cristin.html
(11) Cita de «Meditación sobre una frase de Santa Teresa», en La vida de mi padre. Cinco ensayos y una meditación, disponible en https://elprismaelectrico.tumblr.com/post/38153027836/meditacion-sobre-una-frase-de-santa-teresa-hay-una/amp
(12) «Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O ’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway . Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin… Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad »: en el ensayo «Escribir un cuento », disponible en https://www.literatura.us/idiomas/rc_escribir.html