En agosto de 2019 se cumplen cincuenta años de aquel festival. La fecha puede ser una buena ocasión para rememorar y reflexionar sobre los aciertos y desaciertos de algo que intentó, ingenuamente, constituirse en una utópica «nación»: Woodstock.
En 1969, la juventud, sobre todo la norteamericana, buscaba una nueva vida en la que la música, el sexo, las drogas, el contacto con la naturaleza y, sobre todo, la sensación de libertad rigieran. El espíritu del momento condujo a una época creativa y contradictoria que tuvo en aquel festival su expresión culminante: tres días de peace & love, de libertad y música para escandalizar a las buenas conciencias de la época. Una granja en Bethel, Nueva York, fue el lodosísimo escenario —llovió copiosamente los tres días— al que acudieron, según ciertas cifras, quinientos mil jóvenes. Ya se han celebrado, a lo largo de los años, varias versiones de un festival con ese mismo nombre, y ahora, con el pretexto del aniversario, se pensó en hacer una más grande, que durara los mismos tres días y reuniera a un elenco atractivo de artistas «de ayer y hoy». ¿Una conmemoración para revivir el espíritu original de aquella época? ¿Un pretexto para hacer un lucrativo negocio? ¿Un mero acto nostálgico?
Había dos problemas: uno, que demasiados protagonistas del original ya murieron (Richie Havens, Tim Hardin, Ravi Shankar, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Johnny Winter, integrantes de The Band, Ten Years After, The Who, Jefferson Airplane, Grateful Dead, Canned Heat); y dos, que hoy los muy productivos festivales musicales se organizan de otra manera, una en la que el dinero manda, los patrocinadores deciden, el negocio es el rey. En aquel tiempo todo se hacía con dosis equivalentes de entusiasmo e ingenuidad, los problemas se resolvían sobre la marcha y había muchos imprevistos. Ahora todo debe estar más o menos bajo control: los artistas, la promoción, la logística, la preventa, las mercaderías. Todo eso cuesta mucho y es imprescindible garantizar los costos y las ganancias para todos. Así es que la muy publicitada conmemoración pareció venirse abajo cuando algunos patrocinadores se echaron para atrás y surgieron complicaciones con los permisos en el estado de Nueva York. El espíritu de aquella idílica nación dejaba de lado su pacifismo y se subía al ring a pelear con la cruda realidad capitalista. Al momento de escribir esto, la situación es incierta: la esperanza morirá al final, pero predominan las señales de cancelación.
El cartel anunciado incluía a algunos sobrevivientes de hace cincuenta años: Santana, John Fogerty, Melanie, Country Joe McDonald, David Crosby, dudosas versiones de Grateful Dead y Canned Heat. Al lado de ellos, numerosos artistas actuales, muchos de los cuales son desconocidos para mí, pero que supongo que tienen cantidades apreciables de seguidores jóvenes. El organizador original, el viejo Michael Lang, está involucrado también ahora, pero aún así la pregunta sigue en el aire: ¿es congruente hoy un festival como éste? Mi sensación es que todo aquello ya no existe, el negocio de la música es muy otro y, más allá de las inevitables nostalgias, el acto sería una mera caricatura, mejor organizado que el original, pero caricatura al fin.
Yo estaba por cumplir trece años en aquel agosto de 1969 y, como muchos chavos de mi generación, me encontraba sumergido en las delicias irreverentes del rock. Leía revistas que hablaban torpemente de música, reseñaban discos y daban pistas sobre el movimiento hippie. Yo deseaba irme a vivir a una comuna californiana autosuficiente con hermosas chicas alrededor y mucha música por todas partes. Mis padres, por supuesto, se escandalizaban y trataban infructuosamente de vigilar mis amistades y mis lecturas. Estuve en Woodstock sin estar —del mismo modo que, unos años después, estuve en Avándaro sin asistir—, leyendo sobre el festival e imaginando la maravilla que debió ser. Luego se anunció el lanzamiento de un álbum de tres discos con una selección de lo que había ocurrido en los tres lodosos días, un disco importado, carísimo, que, sin embargo, me las ingenié para conseguir. Lo escuché de pe a pa, una y otra vez, desde la evocadora «I Had a Dream», de John B. Sebastian, hasta el «Purple Haze» hendrixiano con pachequísimo himno estadounidense incluido, y lo convertí en mi disco favorito: Joan Baez dedicándole una canción a Reagan, entonces gobernador de California; Alvin Lee tocando el más veloz solo de guitarra que yo había escuchado; Crosby, Stills, & Nash cantándoles a los ojos azules de Judy Collins; The Who tocando una versión de Tommy a todo volumen; el irreverente Country Joe poniendo a la multitud a gritar las cuatro letras malditas: «Fuck!»; Joe Cocker y Santana con el preámbulo de su indiscutible talento.
No sabía entonces que Woodstock no era el inicio de una nación sino el final de un sueño: a fines de ese mismo 69, un joven fue asesinado durante un concierto de los Stones en Altamont, el año siguiente los Beatles se separaron, apareció el primer disco solista de John Lennon con la célebre frase «The dream is over» y todo se vino abajo.
Pero las cifras redondas suelen imponerse y, pese a todo, el cincuentenario no pasará inadvertido. Lo que hace cincuenta años se pensaba una moda efímera hoy es una industria lucrativa: el rock con sus variantes —o lo que malamente entendemos por rock— se impuso y no puede dejarse pasar una fecha como ésa sin su celebración correspondiente. Al margen de que el festival conmemorativo se haga o no, vale analizar la importancia que tuvo como «parteaguas», como mito fundacional, como celebración libertaria, como plataforma para el surgimiento de iconos musicales, como culminación de los ideales de quienes se proponían cambiar el mundo y en buena medida terminaron siendo engullidos por él.