Polifemo bifocal / Marí­a Baranda o las narrativas del cantor / Ernesto Lumbreras

Polifemo bifocal / María Baranda o las narrativas del cantor / Ernesto Lumbreras

Algunos de los títulos de los libros de María Baranda (Ciudad de México, 1962) aluden directa o tangencialmente al discurso narrativo, es decir, la puesta en escena de una trama con su respectivo paisaje, así como el decurso de uno o varios personajes frente a un destino inevitable, promisorio, claudicante o iniciático. En ese catálogo figura el título Narrar (2001), donde su autora fija tácitamente la voluntad de conducir el devenir de su lírica —a campo traviesa de un lenguaje imantado de músicas— hacia una historia que se construye y difumina, que se gesta y transfigura.
      El epígrafe «Su horrenda voz, no su dolor interno», tomado de la Fábula de Polifemo y Galatea,apunta una clave para entender la poética no sólo del libro citado sino también de su obra en conjunto. Para comienzos del siglo xvii, la novela surgida de la entraña lírica se encaminaba a pasos de gigante para relatar todas las historias de la humanidad. El recién inaugurado monopolio de los novelistas dejaba a los poetas en un margen narrativo donde el argumento y los personajes, tan consustanciales en la poesía épica de los grecolatinos y medievales, se tornaban ahora en pretextos de vastas posibilidades: temas para irrepetibles variaciones y glosas, o también, por qué no, esbozos para un relato sinfónico y una fuga final dispuesta siempre a recomenzar.
      El hallazgo de Luis de Góngora tendrá repercusiones en la poesía moderna —de Mallarmé a Saint-John Perse, de Lezama Lima a Derek Walcott—, abriendo ejes y parábolas en una realidad ilimitada de sonidos y resonancias, de cromatismos y fulgores. Tres siglos después, cómo dudarlo, el cordobés suscribiría esta frase tautológica de Paul Valéry: «El asunto de la poesía no es otro que la poesía misma». En tal horizonte es factible emprender la prosificación de los poemas Los memoriosos (1995) o Ávido mundo (2006), como en su momento se realizaron la de Primero sueño de Sor Juana, la de Anábasis de Saint-John Perse o la Muerte sin fin de Gorostiza. Sin embargo, la anécdota desglosada está lejos de ser y significar el poema. El tema y el posible argumento del mismo toman realidad y tránsito en el lenguaje que la poeta inventa y recrea en cada giro o pasaje. La forma se torna entonces sustantiva, el fondo en su devenir edifica un cauce que lo contiene y dirige.
      En 1989 María Baranda publica El jardín de los encantamientos, una opera prima de múltiples méritos, exenta de todas las disculpas de un trabajo debutante; en las trece estaciones del poema, una voz ya instalada en los alrededores de su «definición mayor», despliega una prosodia de cadencia y ondulación, de un lirismo discontinuo, transparente y adánico —si la paradoja es válida— para referirnos un tiempo arcádico, frágil y amenazado, una edad hechizada por la vida amorosa o simplemente un paréntesis a través del cual el sueño y la razón intercambian sus atavíos y parlamentos.
      Desde aquella publicación pionera hasta Arcadia (2010) y Yegua nocturna corriendo en un prado de luz absoluta (2013), la poeta ha transitado el poema de largo aliento con un dominio formal extraordinario que le ha permitido innovaciones y radicalizaciones. Sin sellar un pacto con el hermetismo, órfico o barroco, las indagaciones de Baranda perfilan un orbe armónico, visible y audible aunque provisional, comunicable sólo desde la evocación y la letanía, pleno y vasto pero inevitablemente efímero. Como en los románticos alemanes o ingleses, la naturaleza en los libros de la poeta mexicana está habitada de dioses, de presencias tutelares, de enigmas, o perentoriamente de espejos meridianos que recuerdan a los mortales su condición transitoria y miserable.
      El poeta galés de Dylan y las ballenas (2003) o «el Amigo» de Atlántica y el rústico (2002), dramatis personæ en estricto sentido, proveen de amplitud y contrapunto la divagación, ora enfebrecida y vertiginosa, ora meditabunda y demorada, en torno de un mundo —físico como de varia invención— que multiplica sus inventarios y que los ordena bajo una disposición inédita. Muy especialmente en el segundo título, una cima en la bibliografía de María Baranda, la riqueza léxica no es un lujo de naturalista o de geógrafo, no obstante su filiación con la obra de Lucrecio; en ese poema de seductora complejidad, de cláusulas y licencias dramáticas, de entradas y salidas a escena, el versátil versículo irradia tesis y réplicas, alianzas y contraalianzas, posiciones irreductibles y breves acuerdos sobre lo esencial y lo baladí, lo urgente y lo accesorio de la vida, del amor y de la muerte, esa tríada de menesterosos a quienes la poesía reserva siempre un lugar en su mesa.
      La existencia libresca y la existencia vital se contaminan en la escritura de María Baranda, sin jerarquías y prejuicios en torno de sus verdades peregrinas, revelaciones inverosímiles, lugares comunes y pesos específicos. Homenajes, diálogos, intertextos o profanaciones, de manera velada o frontal, la poeta convoca a sus capitanes literarios y sus héroes de ficción para sumar sus cantos y sus cuentas en una estrofa más del libro universal soñado por Quevedo y Borges. El magisterio de Álvaro Mutis, tan presente en los primeros libros de Baranda, incluso en un pasaje de Ficticia (2006), abrió compuertas y perspectivas hacia otra historia, insólita e indómita por momentos, con menos veleidades y narcisismo que los que documentan los medios de comunicación en el día a día, entrañable desde la inteligencia y el entusiasmo, con raíces profundas en el pasado y raíces áreas en el presente. En esas coordenadas de vidas imaginadas y vidas vividas, muchos de sus poemas son relecturas de sus clásicos en la contingencia de un encuentro feliz o una encrucijada funesta en la realidad tangible de los calendarios.

 

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