Hace un par de meses, Radiohead visitó Chile por segunda vez. El altísimo costo de las entradas era un repelente para cualquiera. Sin embargo —y quizá pensando en eso—, el show fue transmitido íntegro vía internet. Mientras veía el streaming, fui consumiéndome de a poco en evocaciones de un pasado reciente. Conocía muchas de las canciones, pero había olvidado la mayoría de sus títulos. Como cualquier adolescente con un computador en su pieza —espacio sagrado para las bondades del ocio y el aburrimiento—, la discografía de los ingleses era un montón de archivos en mp3 que echaba a correr en un reproductor mientras perdía el tiempo en páginas que hoy deben ser ruinas virtuales: interfaces feísimas a dos colores, lejanos a las formas cada día más sofisticadas en que el capitalismo ha transformado la manera como navegamos en la web. Las canciones de Radiohead, pensaba mientras me acomodaba en el sillón del living, como ecos almacenados en un lugar prerracional, prescindiendo absolutamente de los mecanismos más taxonómicos de la memoria.
Se perfilaron también otros espectros e imágenes. Recordé, por ejemplo, una nota leída en una vieja revista musical. Debe haber sido a principios de la década del dos mil, antes de la masificación de internet o del abaratamiento de costos que permitió que, en estos infiernos provincianos, proliferaran una serie de empresas como Cmet o tv Cable Loncomilla, que ofrecían servicios de televisión por cable e internet a precios asequibles. La revista se llamaba Tribu y en la portada aparecía Tool antes de transformarse en una banda ridícula para mitófagos incautos. En las dos últimas páginas venía una nota sobre Radiohead. Ésa fue la primera vez que supe de la existencia de los Talking Heads —Yorke y su tropa, se me informaba en aquel texto, tomaron el nombre de una de las canciones del álbum True Histories—, a quienes sólo escucharía muchísimos años después.
El autor de aquella pequeña crónica consignaría también una anécdota que no olvidaría, quizá por la fuerza de la imagen: una vieja prostituta, al encontrarse con Thom Yorke en un bar, le habría dicho: «Tienes unos ojos hermosos, pero están equivocados».
Tipeo el nombre de la revista en Google y los resultados me envían al sitio de MercadoLibre. Allí aparecen, como en una especie de museo de mal gusto, un montón de revistas antiguas entre las que reconozco algunos tomos de Club Nintendo. De niño fui un asiduo lector de aquellas páginas, dedicadas exclusivamente a reseñar juegos de consolas como la GameBoy. Me atrevería a decir, de hecho, que ésas fueron mis primeras lecturas asiduas y sistemáticas. Lo ridículo —o triste— era que nunca tuve una de esas consolas. La lectura de aquellos volúmenes, pienso ahora, funcionaba como una especie de sustituto. Un alimento para aquella imaginación precoz. Una experiencia de segundo orden que me permitía un acercamiento vago al mundo de unos videojuegos que sólo existían para mí en el universo de lo conjetural. Con la revista Tribu pasaba algo similar: muchos de los discos que aparecían allí reseñados sólo llegaría a escucharlos con varios años de desfase. En ese momento preciso de mi vida eran un puñado de palabras y adjetivos, fruto del entusiasmo o repudio del autor de turno.
Eran años de profundo aburrimiento escolar. Del sopor intolerable de la jornada completa, ese invento de algún imbécil con escaso amor por la vida y el tiempo libre. En aquella bruma esas revistas aparecían como sustitutas de productos que no estaban al alcance de la mano, pero que sin embargo lograban configurarse como experiencias sustitutas. Eran, si me lo permiten, hermanos menores, poco agraciados, de la literatura que, bajo el yugo de los profesores de lenguaje, se me aparecía como la continuación del tedio por otros medios. Ahí el lenguaje aparecía al servicio de una experiencia lejana o como una manera de prefigurarla.
«Amigos: si un recital de rock alguna vez tuvo detrás una poderosa ontología, un pathos, esto se perdió definitivamente», anota Fabián Casas en una crónica en la que, como un viejo histérico y despreciable, se dedica a pasar guillotina contra los que usan celulares en los conciertos. En esa dictadura del buen gusto, la experiencia aparece todavía como una cosa pura, romántica, no mediada por todos estos objetos que irremediablemente invaden la vida pública y privada. Es una querella algo tonta viniendo de donde viene: un escritor. En Notre musique, de Jean-Luc Godard, el francés pone en boca de uno de los actores: «¿Por qué las revoluciones no son hechas por la mayoría de la humanidad? Porque la humanidad no hace revoluciones. Hace bibliotecas. Y cementerios». Y más adelante: «¿Los escritores saben de lo que están hablando? ¿Realmente lo saben? No, por supuesto que no. Homero no sabía nada de campos de batalla, matanzas, victorias o la gloria. Él es ciego y aburrido. Tiene que arreglárselas para contar lo que los otros hicieron».
La literatura —y la poesía, si me lo permiten— funciona, entre otras cosas, como un brazo ortopédico y el escritor, muchas veces, no es más que un triste artesano. «Un escritor de narrativa o de poesía que posea más de mil libros empieza a ser sospechoso», anota Fabio Morábito, «Para qué escribe, me pregunto. Sólo debería escribirse para paliar alguna carencia de lectura. Ahí donde advertimos un hueco en nuestra biblioteca, la falta de cierto libro en particular, se justifica que tomemos la pluma para, de la manera más decorosa posible, escribirlo nosotros». «Escriben poesía, leen poesía, pero no viven poéticamente» leí alguna vez en el blog de un tipo cuya poesía era realmente mala. Lo igualo con Casas, que, a pesar de ser buen escritor, adolece de este romanticismo que parece olvidar que, desde hace bastante tiempo, la experiencia del mundo está mediada por una red cada vez más compleja de artefactos, softwares, aplicaciones. «Sólo la comunicación comunica» decía el sociólogo alemán Niklas Luhmann.
Puede que Casas no pueda disfrutar genuinamente de un concierto en streaming. Para mí fue un ahorro. Una ortopedia de la experiencia que no me ausenta de sentir alguna emoción o de agitar, por un rato y porque sí, el panal de la memoria, con todo su enjambre voraz de chaquetas amarillas carroñando los días, como carne en descomposición, que se fueron.