Escribe como el condenado. Recuerda los huesos de la casa donde aún son tuyas las piernas que persiguen a los pájaros sólo por el deseo de que te nazcan alas en el lugar de un abrazo. Recuerda el abrazo, la carcajada —de papá, de mamá—, cada palabra dicha, aunque sea de hoy, esa misma tierra en que tu infancia es devorada. Mírala. Mira la tierra, mira cada paso, escoge entre tu pasado las manos más enfermas a las que no negaste las tuyas —el roce del cuerpo que en vida fue mortaja. Vístete de cuerpo, sé de todos los cuerpos, cada cuerpo. Y que de tus hombros descienda, de lo alto, la duración de tu propia historia, que es la de este hombre viejo que, delante de Dios, llora; la de este otro que, en la calle, te extiende la mano por hambre para que acabes con su hambre; o hasta la de aquel que, ya desgarrado de alma y cuerpo, te pide el calor de tu abrazo sólo para decirte que, al final, también tú puedes ser un pájaro. Escribe, escribe sobre todo. Pero, principalmente, nunca te olvides de lo que dice el poeta: todos los hombres mueren una muerte mucho más grande que la suya. Y sólo el condenado lo sabe —mirar de frente la muerte es negarle el devorarnos la vida.
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos