La última nieve / Arno Camenisch

Orapronobis, vaya que el Viejo arriba en el Cielo se está tomando su tiempo este año, caramba, si cayera algo de nieve no estaría nada mal, dice el Paul y mira el cielo, pero San Pedro, el muy burro, nos da largas, y su jefe tiene otras cosas que hacer. Sostiene la mano plana sobre la frente, trae puesta una gorra de lana, y se planta delante de la caseta del telesquí. El cielo es de un azul acerado, el sol está saliendo. Qué le vas a hacer, un poquito sí hubo, hay que tomar las cosas como vienen, dice el Georg y se acomoda la gorra, ya vendrá más, tampoco podemos hacer magia. Trae puesta una vieja chaqueta de esquí y en la mano sostiene una cubeta roja. Como sea, hay una película delgada, así por lo menos se ve como en invierno, un poquito de azúcar en las montañas, ya es algo, ¿no? Al Todopoderoso se le ha acabo el courasch, dice el Paul, o tenemos que ponernos de rodillas para que haya nieve, que ahora se ha vuelto más escasa que la cocaína. El año entrante vamos a hacer como los austriacos, a fines de año simplemente enrollamos la nieve como si fuera un tapete, luego la guardamos en el búnker, y en cuanto noviembre haya tirado a octubre por el balcón y vuelva a hacer algo de frío y se necesiten guantes para andar en moto, volvemos a sacar la nieve vieja del hangar y la desenrollamos, nadie se va a dar cuenta si le añadimos un poquito de nieve del año pasado, a quién se le podría ocurrir, y en ningún lado dice que esté prohibido, ¿no?, finalmente en Austria también estafan. El Georg pone la cubeta roja junto al Paul y saca un cigarro del bolsillo de su chaqueta de esquí y lo enciende, ummm. Y si nos atrapan, dice el Paul y mira el cielo, nos hacemos los muertos. Madre mía, quién iba a decir que íbamos a vivir lo suficiente como para ver esto. Epa, se me cayó el cigarro de la boca, dice el Georg y mira hacia abajo, hacia la nieve.

      Están parados junto al telesquí con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones y miran el telesquí, qué cosa más bonita, ¿no?, dice el Paul mirando al Georg, año de construcción 1971, este corcel todavía va a durar muchos años, ya nos ha dado muchas alegrías, el bonito remolcador. El Georg se acomoda la gorra, en la mano sostiene una cafetera de vidrio, también quieres café de filtro, pregunta y voltea a ver a Paul. El café humea. En la chaqueta de esquí roja lleva el emblema del telesquí. Fuimos los primeros, el primerísimo telesquí del mundo lo tuvimos aquí, en el cantón, aquí empezó todo, y desde aquí el remolcador conquistó al mundo como reguero de pólvora, estamos en el ombligo del mundo, dice el Paul y asiente. Ummm, dice el Georg y sirve café en su taza, para ser exactos, dice y tuerce la boca, bueno, el primer telesquí del mundo no fue. Le echa azúcar al café. Cómo que no, dice el Paul, claro que tuvimos el primero en el mundo, eso sí que no lo había oído nunca, a nuestra edad no queremos reescribir la historia, ¿no? Sí, sí, dice el Georg, tuvimos el primer remonte, eso sí, pero. Pero qué, dice el Paul, nada de peros, aquí lo tenemos. Sí, dice el Georg, pero los de la Pensión Schneckenhof en Alemania, allá en la Selva Negra, ellos lo tuvieron casi un poco antes. Qué pensión, pregunta el Paul, en la Selva Negra, si allá hace mucho que ya no hay nieve, me gustaría saber para qué quieren un telesquí, eso es gugus. Al señor Winterhalder se le ocurrió algo, dice el Georg y le da un trago a su café, para los huéspedes de la pensión, que iban ahí a curarse del corazón. El Paul se ríe, para los asmáticos, dice, y con las manos en los bolsillos del pantalón mira pendiente arriba, eso no cuenta, eso no era un telesquí de verdad, era una cuerda con un cabrestante y dos zonzos que giraban la manivela, si alguien usó esa cuerda alguna vez para subir no se sabe, era más bien una especie de elevador que se podía necesitar cuando alguien tenía bronquitis y había echado los pulmones tosiendo y estaba tirado como un hilacho en el suelo, para que pudiera volver a levantarse. Eso no era un remolcador de verdad, era sólo para la salud, un equipamiento sanitario, y ni siquiera era eléctrico, había que llevar agua para echarlo a andar, nai nai. El Georg se encoge de hombros y dice, ummm. El primer remolcador de verdad sigue siendo el nuestro, dice el Paul, un remonte, que sigue siendo la manera más honesta de subir la montaña, el primero se puso en marcha en 1934 en Davos, en Navidad, como Dios manda, y desde entonces está en servicio en el cantón de los Grisones, y si San Pedro no nos niega el azúcar, entonces esto seguirá así por mucho tiempo, pero pues habrá que ver. El Georg agita el café con su cuchara.

[Fragmento]
      Der letzte Schnee (Engeler, 2018)
      Traducción del alemán de Claudia Cabrera Luna

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