José Emilio Pacheco y la «Canción del sauce» / Miguel Ángel Zapata

 

A través del tiempo, la poesía de José Emilio Pacheco ha sabido permanecer serena y ajena a cualquier trampa de la codificación gratuita. No puede ser encasillada en ninguna corriente, ya que representa la constante búsqueda de una identidad renovada, y mezcla el arte de la contemplación y la quintaesencia del pensamiento. En ciertos casos continúa la práctica formal y subjetiva que se desprende desde la modernidad con Mallarmé, Baudelaire y Rimbaud. Pacheco retoma estas ideas y las injerta en sus poemas, dando cuenta de la precisión formal del lenguaje (décimas, sonetos), y las subjetiva a través de la negación de la historia y la sublevación ecológica. La poesía subjetiva no es innecesaria o negativa, ya que está entroncada con la videncia. José Emilio Pacheco ha demostrado, a lo largo de varias décadas de práctica poética, que la poesía tiene que tener sentido. Es decir, no puede ser sólo una máquina de signos por descifrar. Encuentro también en sus poemas un acercamiento sutil a la poesía de Machado, sobre todo cuando dialoga con los dominios y secretos de la naturaleza y la existencia humana. De Neruda retoma lo circunstancial de la historia, la temática social, en ciertos casos, pero el estilo de exploración lingüística es distinto en Pacheco.
    Cierta poesía de hoy, aquella que tiende hacia una aparente espesura, va camino a la catacumba. Leer un poema de Góngora o Quevedo nos hace pensar que la poesía compleja es también transparente, es decir, sabia. José Emilio Pacheco ha sabido condensar en su poesía una variedad de formas: sonetos, poemas breves y de largo aliento, retomando temas fundamentales como el transcurso del tiempo y un acercamiento a las cosas de la naturaleza y de la vida. Desde Los elementos de la noche (1963) la preocupación por el paso del tiempo ha sido una constante en su obra, y también la premonición del desastre. Pacheco, como Rimbaud, reinscribe la subjetividad en el evento histórico, y niega la historia como verdad última  1. Mientras Rimbaud se ubica en la Comuna de París de 1871, Pacheco prolonga su visión del desastre en la Ciudad de México de hoy. Desde ahí avizora el desastre de la poesía y de la urbe.
    Octavio Paz señala que la poesía de Pacheco se inscribe no en el mundo de la naturaleza sino en el de la cultura y, dentro de éste en su mitad en sombra. El registro circunscrito en sus nuevos poemasprosigue en parte esta veta trazada en sus primeros libros, pero desvía su práctica hacia otros campos: su preocupación no es tanto contemplativa en relación con la naturaleza, sino que nos hace ver las ruinas del tiempo deleznable, en medio de una danza que mucho tiene que ver con la ecología y la conservación del mundo. Al mundo hay que salvarlo, sugiere el poeta: así como nos llegó por primera vez en el tiempo, con sus enormes árboles, sus ríos cristalinos y las lluvias diáfanas cayendo de un cielo limpio. De esta manera podemos leer sus poemas en los que se multirrelacionan elementos de la naturaleza con otros humanos, y el tiempo transcurrido e indetenible. El poema «Caracol» es un buen ejemplo de ello:

    A vivir y a morir hemos venido.
    Para eso estamos.
    Pasaremos sin dejar huella.
    El caracol es la excepción.
    Qué milenaria paciencia
    irguió su laberinto irisado,
    la torre horizontal en que la sangre del tiempo
    pule los laberintos y los convierte en espejos,
    mares de azogue opaco que eternamente
    ven la fijeza de su propia cara.
    Esplendor de tinieblas, lumbre inmóvil,
    la superficie es su esqueleto y su entraña

    […]
    Agua que vuelve al agua, arena en la arena,
    sangre que se hunde en el torrente sanguíneo,
    circulación de las palabras en el mar del idioma:
    la materia que te hizo único,
    pero también afín a nosotros,
    jamás volverá a unirse, nunca habrá nadie
    igual que tú, semejante a ti,
    siempre desconocido en tu soledad
    pues, como todos,
    eres lo que ocultas.

    Aquí están las voces de las cosas, como quería Francis Ponge; pero, a diferencia del poeta francés, el mexicano internaliza una visión emotiva entre la vida humana y el caracol. Ahí estamos nosotros escondiendo nuestra soledad, el brillo ausente del agua, el gusano y la arena movediza de nuestro propio abandono. Pacheco logra vislumbrar el mundo de la naturaleza, la cultura y la vida humana con sus deseos y frustraciones.
En ese sentido, se leen poemas como «Las flores del mar», en el que el lector disfruta de un florilegio marino, donde la fugacidad y lo oscuro de la medusa son el centro del poema. O «Árbol», que establece una marcada diferenciación entre lo humano destructor y la inocencia de sus ramas y sus raíces: «Las tinieblas son culpa nuestra. / El árbol no entiende de ellas». El árbol, en este caso, posee luz propia, es luz en toda su forma: «El árbol no conoce la oscuridad. / De noche se enciende / con el verdor hirviente en sus ramas». Pacheco se circunscribe dentro de la tradición de los poetas visionarios, pero no sólo por su participación en el mundo de la cultura, sino por un devenir más complejo que incluye el proceso transformativo de la naturaleza y su incremento en la memoria del tiempo.
    Sus poemas acechan el desastre en medio de una naturaleza perpleja, la cual trata de sobrevivir ante el desconcierto que produce la destrucción progresiva del planeta. Esto se viene notando más nítidamente desde El silencio de la luna (1994), donde encontramos poemas como «La gota» y «La bola de hierro». El primer poema dice: «La gota es un modelo de concisión: / todo el universo / encerrado en un punto de agua […] La gota estuvo allí en el principio del mundo. / Es el espejo, el abismo, / la casa de la vida y la fluidez de la muerte». La gota, como partícula esférica, representa en su cristalinidad el origen del mundo, y también el retorno al origen, al primer universo: la casa, donde habita la muerte. La gota es la concisión del lenguaje y la transparencia por la que el poeta rememora frente a su espejo. En «La bola de hierro», la imagen que sugiere es la de una gota rellena de hierro (gota metálica), la cual destruye o es empleada para destruir edificios antiguos y levantar lo que será el inicio de la post-ciudad, una nueva masa de torres y edificios que comienzan precisamente a recubrir el planeta después de una «saludable» destrucción de los antiguos cimientos. La bola de hierro dice: «Como un rayo redondo / o un perdigón de Dios acabó con todo». La fuerza que impera en esta bola está relacionada con la dureza de la naturaleza, en este caso representada por el rayo. Simbólicamente, la furia también puede ser enviada desde los cielos: una altura inalcanzable, un castigo que arrasa con la tierra. El modelo circular mide geométricamente las columnas del poema, dando como resultado intensidades dispares. Estas fuerzas secretas son las que rigen la mejor poesía de José Emilio Pacheco. En algunos casos, estas fuerzas se contraponen, y al mismo tiempo se corresponden. Hay una luz que matiza el entorno de los objetos observados: esta luz permanece en casi todos sus poemas recientes; de alguna manera, los textos son globos de luz, lluvia de sílabas que caen a tierra para volar entre la vida y la muerte. Ahora bien, la demolición sugerida por la bola de hierro vuelve a estar presente, y resurge en el poema «Demolición»: «Están echando abajo la casa en ruinas […] Así pues, los objetos diarios / no siempre se destruyen ni se transforman. / Unos cuantos se quedan en su lugar / que nadie vuelve a ver ni recuerda…».
    Esta gota vuelve a aparecer en las páginas de La arena errante, pero de una manera más productiva. Ahora, el tiempo se transfigura en otros elementos de la naturaleza para recrear una nueva atmósfera, una nueva esfera entre el hombre y el bosque de sombras que él mismo ha venido construyendo y destruyendo a través de los siglos.
    La arena errante está dotado de una compleja transparencia. Su aporte consiste en la prolongación emotiva de su cosmética: la arena, que es la brasa que se convierte en llama, engendra la metáfora del devenir de la palabra en el tiempo. Así, lentamente, textualmente, se van transfigurando las imágenes más sorprendentes en el poema. No son imágenes en las cuales podemos pensar comúnmente, sino que responden a una observación detenida de los elementos del mundo y nos sorprenden (ahí la anatomía de la aguja, la rugosa nuez, los discos de leña, la piedra y el insecto que se frota contra el cáliz). En cada poema hay un vuelo del aire articulado, un pensamiento que transluce serenidad, una ola de arena que nos detiene y se fuga de nosotros. El poema es como la duna que metamorfosea su imagen con el viento sin forma. Porque, después de todo, la imaginación en La arena errante cumple certeramente la propuesta de Bachelard: el libro está poblado de una imaginería radiante pero evasiva, no forma sino que deforma las imágenes. La arena errante contiene una espiritualidad que redime el poder de la naturaleza y el hombre, a través del viaje artístico hacia la sombra. Sus estaciones son las del chopo que sabe que va a morir y no teme, las de la araña y su tela de seda que recuerda el poema y su tejido de luz indescifrable. Un libro que aporta en su fortaleza un rigor y una transparencia compleja que tiene mucho que ver con el cerebro y el espíritu.
    Hay un relampagueo permanente en la poesía de Pacheco que se relaciona con el universo. En los poemas donde sale airoso, que son la mayoría, surge esa actitud de contemplación y penetración en las cosas naturales del mundo. Esto sucede en «Canción del sauce»:

    El que se dobla sin quebrarse, el sauce,
    cobra la forma que le dicta el aire
    con sílabas veloces, nunca iguales.

    Música que se va, tiempo flotante
    a la velocidad de vida y muerte.

    Resuenan en la tarde
    hojas que se desprenden y no vuelven.

    Amarga es la canción de los que parten.

    El sauce es un ser que vibra en contra de la desilusión y la desgracia. Podría ser el símbolo de la inmortalidad y la resurrección. El árbol se dobla, pero no se quiebra: renace. Vive del aire y de la luz, y también de las sílabas de un lenguaje desigual, como la poesía. Como se sabe, este árbol vive al borde de los cenagales. El sauce es el símbolo del agua y del aire, y su signo es lunar. En el poema, el sauce es música desmemoriada, vida y muerte: es el ciclo del tiempo indetenible, la ira del eterno retorno incumplido. El tópico de la ausencia se presenta como una manifestación natural. El que se dobla sin quebrarse sobrevive como los seres humanos en el mundo. Sobrevive porque le ha tocado calmar su fiebre y su desilusión. Tal vez José Emilio pensaba en el Rimbaud que dijo que llegará el tiempo en que habrá un lenguaje universal del alma. La poesía no sólo es destreza, sino aquello que da a ver.

    1. Véase «Breve prefacio a Arthur Rimbaud», de William Rowe, en Rimbaud, el otro, (Miguel Casado, ed.), Ediciones Complutenses, Madrid, 2008, pp. 87-103.

 

 

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