Mester de arreolería Un testimonio del taller literario de Juan José Arreola / Elsa Cross
Un día tuve que asistir a una lectura de cuento en el Instituto Nacional de la Juventud Mexicana (injm), que después se convirtió en el crea. La sede se encontraba en la calle de Lerma, en la colonia Cuauhtémoc de la Ciudad de México. Recuerdo que yo no tenía ningún interés en ir. Y en efecto, los cuentos del autor invitado (amigo de mi novio) no me resultaron de interés. Lo que me pareció muy bien fue conocer a los participantes del grupo, que se llamaba Cafés Literarios de la Juventud. Organizaban lecturas, conferencias y sesiones de taller.
Esto era en septiembre de 1963. Yo tenía diecisiete años y estaba todavía en una escuela de monjas, donde Elva Macías y yo habíamos sido compañeras. Ella se había ido a Pekín cuatro meses atrás, y yo la extrañaba mucho, pues además de ser muy buena amiga, era mi única amistad literaria. De hecho, lo primero de poesía nueva que conocí fueron sus poemas. Yo escribía con rima. La poesía que había llegado a conocer, a través del repertorio que había en casa, empezaba con Homero, pero se detenía en Díaz Mirón o González Martínez, cuando mucho. Yo no pensaba siquiera dedicarme a escribir. Mi intención era estudiar Ciencias Políticas y aplicarme a una militancia activa, pues me disgustaba profundamente la situación del país.
El día que asistí a esa lectura no tenía idea de la forma en que iban a cambiar toda mi vida y mis proyectos. Me interesó tanto ver un grupo de jóvenes dedicados a la escritura que me impulsó a hacer algo también. Recuerdo que de inmediato escribí un texto que llevé a la siguiente reunión. Era una prosa que se llamaba «La niña del paseo». Lo leí en un café que estaba en Villalongín, a la vuelta del Instituto, donde a veces tenían lugar las sesiones. El texto les gustó a los compañeros y se publicó en el siguiente número de una hoja que sacaba el grupo, llamada Búsqueda.
Los integrantes de este grupo eran José Agustín, Alejandro Aura, Andrés González Pagés, Javier Molina, Gerardo de la Torre, René Avilés Fabila, Jorge Arturo Ojeda y otras personas, entre ellas, César H. Espinoza, quien era promotor del grupo y la revista, por parte del injm. Firmaba como Horacio Juván. Todos ellos participaban en el taller de Juan José Arreola y me invitaron a asistir. Me parecía increíble que pudiéramos aprender directamente de un gran escritor como era Arreola. Tenía muchas virtudes de maestro: un oído extraordinario para el lenguaje, mucha intuición, perspicacia, una cultura literaria muy vasta y refinada, respeto hacia los trabajos de los participantes en el taller, y una total antipatía por las preceptivas y las teorías literarias, que, decía, eran para los ensayistas y los críticos.
Algo que Arreola infundía en todos era el amor por el lenguaje. Nos ayudaba a desarrollar una percepción para el ritmo y el sonido, para captar la cristalización verbal precisa de una imagen o una idea. A partir de lo que aportaba cada quien, se iban trabajando sus materiales hasta lograr la mayor perfección posible. El trabajo de los textos era una cuestión verdaderamente artesanal. Arreola decía que para llegar a ser un artista había que empezar por ser un buen artesano. Y en realidad, muy medievalmente, no éramos más que aprendices de un gremio. De ahí vino su idea de llamar Mester a la revista que el taller empezó a publicar en enero de 1964, bajo su supervisión.
Entre las notas críticas que aparecieron de inmediato, quien dijo que no se trataba de ningún mester de clerecía ni de juglaría, sino de arreolería, no andaba tan desencaminado, pues muchos de los participantes teníamos un fuerte impulso, consciente o inconsciente, de imitar los textos del propio Arreola, tanto en el estilo de las prosas de Confabulario como en los ágiles relatos de La feria. De cualquier manera, los trabajos realizados en el taller fueron un gran ejercicio. Arreola enseñaba a sentir el lenguaje, no sólo en la posibilidad de su belleza sonora, sino en la eficacia y la economía de la expresión, y tenía además un gran sentido del ritmo narrativo, y habiendo sido actor, por otra parte, cuando se leía una obra de teatro, podía orientar sobre el texto y también sobre aspectos escénicos.
De modo que era un taller de todo: poesía, cuento, novela, fábula, teatro, y un género que proliferó, partiendo de la influencia del propio Arreola, y que se llamaba nada más «texto». Los «textos» podían ser cualquier cosa, a veces eran poemas en prosa, a veces pequeñas narraciones sin una estructura muy hecha. Todo lo que se presentaba en las sesiones era leído y comentado por el propio Arreola. Su lectura era tan buena que a veces resultaba incluso engañosa, pues textos que no hubieran tenido aparentemente mayores méritos, en su voz se convertían en una cadencia fluida y llena de musicalidad.
Las sesiones del taller tuvieron lugar durante un tiempo en la casa de Arreola, que estaba en Río de la Plata. Tenía una estancia amplia sin muebles de sala ni de comedor, ocupada por una mesa de ping-pong y algunas mesas para ajedrez; pero con suficientes sillas para todos. Tiempo después las sesiones se trasladaron a un auditorio de algo llamado opic, en la Avenida Juárez, en un piso alto, con la desventaja de que era necesario tomar un elevador, lo cual atormentaba mucho a Arreola, que a veces padecía de claustrofobia, y nos ponía a todos en jaque. Recuerdo que una vez Arreola nos hizo bajar por las escaleras a todo su grupo de estudiantes —en la unam— desde el octavo piso de la Torre de Humanidades.
Los integrantes del taller éramos muy heterogéneos, y más lo eran los materiales que producíamos. Llegaban personas que salían de su oficina para asistir al taller, con total seriedad y dedicación. Había estudiantes de las carreras más diversas, desde Matemáticas hasta Ciencias Políticas, y dos o tres de preparatoria —yo entre ellos—, y asistían también personas que me parecían bastante mayores. Había lo que todavía se llamaba bohemios, gente que se dedicaba a otras artes que querían enriquecer con lo que aprendieran en el taller, militantes de diversos partidos, y uno que otro sospechoso, de quien llegaba a pensarse si sería un agente secreto. Iban parejas de novios —y de esposos, para mi desmayo: cuando vi a José Agustín y Margarita por primera vez, pensé: ¿quiénes son estos niños? No tenía idea de que estaban casados, y menos aún de que era el segundo matrimonio de Agustín, que tenía diecinueve años y parecía de dieciséis.
Raúl Pineda, un poeta pintor, «El Irredento», como firmaba sus cuadros, escribía algunos versos sobre la Candelaria de los Patos, como «El agua niña nada / en el frío de la madrugada», que a Arreola le parecían velardianos y por los que tenía cierta predilección. Jorge Arturo Ojeda presentaba sonetos, que irritaban a la vanguardia del taller, pues había también experimentación, como podía verse en los textos de Luis Shein, matemático, y de Carlos Santanna. Un texto de Santanna decía «Metamorfosis». Eso era todo el texto. ¿Y quién puede decir que no es una historia o un poema completo? O presentaba poemas visuales: una línea vertical descendiendo sobre el vértice formado por dos líneas transversales, a cuyos lados se leía «Música de Brahms»; la línea descendente, al unirse con las otras dos, era un «Pájaro que se estrella contra el pavimento».
Alejandro Aura llevaba poemas de ritmos amplios y de gran impulso, en los que Monsiváis detectó influencias de «las traducciones» de Mayakovski; pero yo siento que eran una expresión propia de él y que esos trabajos se sostienen todavía al lado de sus mejores poemas. Se presentaban también en el taller poemas en prosa, poemas telúricos, poemas malditos, poemas exquisitos. Junto a los sonetos, Jorge Arturo Ojeda escribió una divertida serie de cuentos satíricos sobre un personaje llamado Don Archibaldo, que provocó el fin de la amistad de Arreola con un amigo suyo llamado Archibaldo, precisamente, quien nunca pudo creer que unas posibles referencias que había en los textos a manías y peculiaridades suyas, bastante privadas, fueran una pura coincidencia. Y en verdad lo eran, pues Jorge Arturo ni siquiera sabía de la existencia de ese señor.
Además de La tumba, novela que estaba ya escrita y se revisaba en el taller, José Agustín produjo, entre otras cosas, dos cuentos memorables: «Los negocios del señor Gilberto», que aquí sí relataban los enredos amorosos y políticos de un personaje real, y causó un pequeño escándalo, y una fábula franciscana donde el lobo de Gubbio no devora a san Francisco porque la bondad del santo lo hubiera amansado, sino porque lo ve tan flaco que le resulta muy poco apetitoso.
Rafael Rodríguez Castañeda narraba en un cuento cómo alguien se había robado la Revolución y Andrés González Pagés hacía hablar a un niño que decía «Todas las tardes viene mi madrina Atala con un carajo», y pasaba el cuento tratando de adivinar qué cosa sería ese carajo, con el cual, según oía decir a su padre, siempre llegaba la madrina. De un cuento de Eduardo Rodríguez Solís, «San Simón de los Magueyes», se hizo después una película, en que Alejandro Aura hacía el papel del sacristán, y Carlos Bracho, que ocasionalmente llegaba al taller, el de la estatua de san Simón.
Entre algunos otros de los participantes del taller que recuerdo, en esa época, además de los mencionados, están Federico Campbell, René Avilés Fabila, Gerardo de la Torre, Víctor Villela, Arturo Guzmán, Leopoldo Ayala, Lázaro Moussali, Roberto Dávila, Roberto Páramo, Antonio Leal y Miguel Ángel Flores, que era de los más jóvenes. Flores participaba como convidado de piedra, pues aunque siempre estaba muy atento nunca quiso leer ningún texto. Había también visitantes ocasionales. Entre ellos recuerdo haber visto en algunas sesiones al inolvidable José Carlos Becerra, a Homero Aridjis, Vicente Leñero, Juan Tovar, Hugo Hiriart, Carmen y Magdalena Galindo y Tita Valencia. Elva Macías mandaba sus textos desde Moscú, donde vivía con Eraclio Zepeda. Yo presentaba los poemas de Elva en las sesiones, y luego le refería por carta los comentarios que habían recibido; algunos de sus textos se publicaron en la revista.
El taller de Mester abarcó de 1963 a 1966, aproximadamente. Fue una etapa definida, pues Arreola impartió otros talleres antes y después del de Mester e hizo también otras publicaciones como las series de El Unicornio y Los Presentes anteriores a Mester y que ojalá algún día se reeditaran, pues contienen primeros textos de muchos escritores que llegaron a ser figuras importantes. Mester fue también una editorial, aunque sólo se publicaron dos o tres libros bajo su sello, que quedó al cuidado de Jorge Arturo Ojeda.
Hasta donde sé, el taller de Arreola fue el primero que hubo aquí en México, y aun en la época de Mester era el único, aparte del trabajo de taller que se realizaba ya, desde muchos años atrás, en el Centro Mexicano de Escritores, del cual Arreola había sido becario, junto con Rulfo, en los años cincuenta. Los dos fueron después asesores del Centro, que era la única institución que en esos años otorgaba becas para escritores.
Cuando veo las trayectorias, los estilos, los intereses tan distintos que ha habido entre todos los miembros del taller, me doy cuenta de hasta qué punto fue buena la enseñanza de Arreola. No imponía técnicas, no se inscribía dentro de ninguna corriente, y el taller ni siquiera estaba condicionado por las preferencias literarias o estilísticas del maestro. Recuerdo, por ejemplo, que no le gustaba nada La tumba de José Agustín, que aunque estaba ya escrita, se leía y revisaba en las sesiones del taller; siempre decía que era una atrocidad. No obstante, le dio a Agustín los recursos que pudo para volver más eficaz el uso del lenguaje y el ritmo narrativo. Un mal maestro tal vez lo habría querido cambiar, pero Arreola respetaba las inclinaciones, los alcances y el talento de cada quien.
La gran diversidad de todos nosotros como escritores es la mejor constancia de la eficacia del taller y el mejor homenaje a Arreola como maestro, pues quiere decir que tuvo el tino magnífico de entender a cada uno y de orientarlo en la dirección precisa. En esa época no se hablaba de «escritura», sino simplemente de «literatura». La ventaja era que esto nos ahorraba una serie de rollos y pedanterías. A nadie le angustiaba el «hecho de la escritura», ni «la página en blanco», ni nadie se planteaba si estaba partiendo de un grado cero o de qué cosa. Se escribía por amor a un oficio, por amor al lenguaje, y a fin de cuentas a la literatura, que era para nosotros un hecho vital. Siempre he agradecido que Arreola procediera por intuición y talento, por sabiduría literaria, por genialidad, por capacidad de improvisación, y que nunca hubiera tenido que ver con ninguna academia. En esto —y otras cosas— uno es feliz por no saber geometría y quedarse afuera, sin fórmulas, ni clasificaciones, ni erudiciones.
Siento que esto ha quedado en todos como un legado del taller. Independientemente de lo que hayamos podido escribir cada uno o de la forma en que nuestro trabajo trascendiera o se haya dado a conocer, cosas sobre las que uno tiene muy poco control, me parece que en todos estarán siempre allí esas sesiones brillantes, divertidas, que eran en sí mismas y por varias razones la manifestación del puro amor al arte.
Uno de los discípulos del Baal Shem Tov, quien dentro del judaísmo fundó o restauró la tradición espiritual jasídica, decía que él no aprendía las enseñanzas del Baal Shem oyendo sus discursos, sino viendo cómo se amarraba las agujetas de los zapatos. De un modo parecido, siento que muchos de nosotros aprendimos «literatura», no oyendo a Arreola comentar nuestros textos o hablarnos de Rilke o de Claudel, sino conversando sobre cualquier cosa, en medio de una partida de ajedrez o de ping-pong, o mientras ponía él mismo un piso de parquet en su departamento. Su relación con el lenguaje no existía sólo cuando se sentaba a escribir —cosa muy poco frecuente—, sino que era constante. Su extrema sensibilidad lo hacía contagiar su deleite, su zozobra, su temor casi supersticioso ante determinadas palabras, como si fueran conjuros. Las palabras lo tocaban a veces como un rayo, dejando en torno una fulguración, como cuando hablaba, por ejemplo, de la palabra nostalgia o de la palabra angustia.
Uno de los más gratos recuerdos es el respeto y la generosidad que Arreola siempre tuvo hacia todos, aun hacia los que éramos menos brillantes, y también la paciencia, pues además de las sesiones de taller —que nunca fueron elitistas, contra lo que han pensado algunas personas— tenía la disponibilidad para trabajar sustantivamente en manuscritos de escritores que ya eran o empezaban entonces a ser famosos y no asistían al taller.
uy poco en aquella época. Poco y malo. Todavía no definía mi camino en cuanto a la escritura. Tardé unos cinco o seis años en darme cuenta y aceptar que mi camino era la poesía. Y fue bastante ganancia, dados mis intereses más profundos, que vine a descubrir después, haber estudiado Filosofía en lugar de Ciencias Políticas. La carrera de Letras, por cierto, no me interesaba. Muchas de las lecturas que Arreola nos sugería hacer en aquella época, como Rilke, fueron quizá más ricas que cualquier formación académica.
¿Cuál fue el valor de ese taller? Yo creo que puede haber sido muy distinto para cada quien. En mi caso, fue decisivo, pues me hizo definir mi vocación como escritora, y percibir de un modo muy directo qué era lo que tenía que buscar y en dónde. Y aunque me ayudó a encontrar mi camino literario, aún me resulta difícil hallar palabras con las cuales agradecerlo.