Arreola y Rulfo, novelistas / Juan José Doñán

A principios de 1954, un jovencísimo Emmanuel Carballo, quien por entonces aún no cumplía los veinticinco años y acababa de mudarse de su natal Guadalajara a la capital del país, publicó en la Revista de la Universidad de México un inteligente ensayo sobre dos paisanos suyos que habían hecho su debut en la narrativa del país con obras de una extraordinaria madurez, máxime cuando se trataba de escritores primerizos: Juan José Arreola y Juan Rulfo. El primero de ellos se había dado a conocer con los libros de cuentos Varia invención (1949) y Confabulario (1952), mientras que en el caso de Rulfo acababa de aparecer, apenas seis meses atrás, El Llano en llamas (1953). Bajo el título de «Arreola y Rulfo cuentistas», el ensayo en cuestión hacía énfasis en la originalidad y la temprana aportación a las letras mexicanas de ambos autores, a los cuales se presentaba, no obstante su juventud y las remarcadas diferencias de estilo, como indudables renovadores del cuento en nuestro país y aun en el orbe hispanoamericano:

Raros son los escritores, sea cual fuere el género que practiquen, que al publicar su primer libro ofrecen una obra madura, una voz propia. Y más raros aún son aquellos que con el primer título inauguran o consolidan una válida aportación al campo de las letras.

Este lúcido y casi profético dictamen vino a establecer también una perdurable visión comparativa entre las obras de ambos autores, visión que durante muchos años los presentaría como los representantes por excelencia de las dos vertientes más arraigadas de la narrativa mexicana y cuyo origen estaba en el siglo xix: por un lado, la corriente telúrica, de la que Rulfo se convirtió en el representante por excelencia, y por el otro, la vertiente fantástica, cuyo exponente más destacado, a partir de la segunda mitad del siglo xx, era Arreola. Aunque con ribetes arbitrarios, como suele suceder con cualquier clasificación, la primera de ellas privilegiaba al «México profundo» (Guillermo Bonfil Batalla dixit), es decir, al espacio vital del país y a quienes habitan en él de forma más conflictiva que armoniosa, y como contrapartida, la segunda corriente tiene preferencia por ficciones de carácter cosmopolita, con frecuencia atemporales, que no están relacionadas con un territorio específico y tienen otro tipo de preocupaciones, como sería la aclimatación de ciertas vanguardias literarias.
      Por cierto, el ensayo de marras vino a poner también los puntos sobre las íes en lo relativo a la validez y legitimidad de ambas vertientes narrativas, siempre y cuando, claro está, sus practicantes cumplieran con el requisito indispensable de la calidad literaria, advirtiendo que era una tontería pretender que alguna de esas corrientes fuera la encarnación de «la autenticidad» y establecer dogmática y aldeanamente que la otra no pasaba de ser una mera impostación retórica o una «imitación extralógica», para decirlo con la feliz expresión de Samuel Ramos.
      Pero esta visión comparativa —que no necesariamente antitética y menos aún excluyente— entre ambos cuentistas jaliscienses ya no tuvo un equivalente, ni por parte de Carballo ni de otros estudiosos de Juan Rulfo y Juan José Arreola, cuando tiempo después ambos escritores —con una celebridad en crecimiento— acometieron, aparentemente con algunos años de diferencia, aunque en realidad lo hicieron a la par, la que terminaría siendo su única experiencia novelística. En este caso iba a ser Rulfo el primero en presentar sus exploraciones en la narrativa de gran aliento con Pedro Páramo, publicada en 1955, ocho años antes de que Arreola hiciera lo propio con La feria (1963); obras que, de nueva cuenta, presentan a sus respectivos autores como novelistas de excepción, tan parcos como innovadores, y tan auténticos y fieles a sí mismos como lo habían sido en su faceta inicial de cuentistas.

La yunta del sur de Jalisco
      Sin que ni Arreola ni Rulfo se lo hubieran propuesto, cada uno de ellos fue sumando una cauda creciente —y a ratos beligerante— de admiradores que, a quererlo o no, terminaron creando una suerte de rivalidad literaria entre ambos narradores, una rivalidad que era alimentada por el entusiasmo hacia la obra de uno, a costa de buscar restarle méritos a la del otro. Así, por ejemplo, no pocos de los fans de Arreola, al tiempo que exaltaban su elegante y bien afinada prosa, su amplia cultura y las audaces invenciones de su imaginación, consideraban que Rulfo era punto menos que una prolongación casi extemporánea de la corriente nacionalista posterior a la Revolución mexicana, que en pleno proceso «modernizador» del país insistía en un universo ruralista anclado en el pasado. Por su parte, muchos entusiastas del autor de El Llano en llamas le reprochaban a la obra de Arreola su desinterés por «la realidad original» y lo que consideraban una actitud evasiva hacia el país y su momento histórico.
      Pero el tiempo acabó demostrando que esa rivalidad no sólo era más inventada que real, sino que los presuntos «contendientes», aparte de extraordinarios escritores, encarnaban la maduración plena de las dos corrientes dominantes de la narrativa mexicana ya referidas, y en las cuales resultaba tan valiosa y enriquecedora la obra hecha por los grandes escritores de temática nacionalista como la realizada por los más imaginativos seguidores del vanguardismo internacional, tal y como llegó a plantearlo en repetidas ocasiones Luis Leal, a quien con justicia se reconoce como el primer gran estudioso del cuento y los cuentistas de nuestro país:

En la literatura mexicana, los narradores que representan el periodo postmoderno pueden ser clasificados en dos grupos, los que continúan la tradición realista nacional y los vanguardistas. Aquéllos reflejan, tanto en los temas como en el tratamiento de los elementos narrativos que dan forma a sus obras, la realidad mexicana; son ellos los representantes de la tradición narrativa iniciada por José Joaquín Fernández de Lizardi y continuada por Guillermo Prieto y Ángel de Campo, entre otros. Los vanguardistas, en cambio, siguen los pasos de los modernistas (Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, etcétera), tanto en el estilo como en la temática.

A comienzos de la segunda mitad del siglo xx y durante las décadas siguientes, Arreola y Rulfo representaron mejor que nadie a ambos grupos literarios, lo que acabó granjeándoles lo mismo aplausos que reproches. Curiosamente, mientras los arreolistas le reprochaban al autor de El Llano en llamas que no escribiera con el refinamiento y el cosmopolitismo de su paisano, los defensores más radicales de la corriente telúrica tildaban de pastiches o de meros divertimentos estilísticos la mayor parte de la obra de Arreola. Así fue como los seguidores de uno y otro acabaron creando una pretendida pugna entre esa mancuerna de escritores del sur de Jalisco, en el entendido de que ambos eran originarios de dicha comarca jalisciense: Rulfo de Sayula y la zona del Llano Grande, y Arreola de Ciudad Guzmán, cuyo nombre primigenio fue Zapotlán el Grande y que el autor de Confabulario se empeñó en que fuese recuperado para su terruño.
      En la última etapa de su vida, a principios de la década de los noventa, cuando llevaba ya muchos años retirado de la escritura y sólo hacía televisión, recibía reconocimientos, premios, homenajes…, se presentaba como conferenciante de los temas más diversos y hacía entrevistas a destajo, Juan José Arreola se refirió precisamente a esa «mancuerna dispar» que había hecho —o le llevaron a hacer— con Rulfo en los testimonios sobre su vida que recogió y redactó Fernando del Paso:

Nosotros [Arreola y Rulfo] dimos mucha lata a ciertos escritores jóvenes, y a mí me molesta que fuimos una especie de caballitos de batalla, una yunta, que no hay página de la literatura [mexicana] en que no se are con esa yunta que formamos en cierto modo Rulfo y yo.

Pero lo más extraordinario del caso es que, como en la famosa canción de «El barzón», esa yunta siguió andando, incluso cuando los narradores ayuntados enmudecieron literariamente, casi desde el momento en que cada uno de ellos publicó su primera y única novela, para dedicar el resto de su vida (treinta y un años en el caso de Rulfo y treinta y ocho años en el de Arrreola) a otros menesteres, entre ellos a administrar su éxito literario. Pero, a pesar de su retiro de la escritura, ambos quedaron para las generaciones sucesivas como autores paradigmáticos, con una fama que crecía y sigue creciendo, especialmente en el caso de Rulfo, cuya obra, no obstante su brevedad, no ha parado de ser traducida a múltiples idiomas hasta el punto de que, como es bien sabido, Pedro Páramo es, después de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, la obra escrita en español que ha sido llevada al mayor número de otras lenguas.

Novelas contra el mundo
      En su libro de reflexiones sobre la naturaleza de la novela (L’art du roman), Milan Kundera llega a la conclusión de que dicho género literario es una forma del saber humano que sólo puede ser explicado y expresado en por lo menos todas las grandes novelas que en el mundo han sido, con lo cual el escritor checo termina haciendo una paráfrasis de algo que ya había sido apuntado sobre el mismo asunto por el también novelista centroeuropeo Hermann Broch: «descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela»  
      A partir de lo anterior, y dado que tanto Pedro Páramo como La feria se encuentran entre las grandes novelas mexicanas, habría que decir que, con dichas obras, Rulfo y Arreola han ayudado, a partir de la ficción novelística (a partir de esa «verdad de las mentiras», que dice Vargas Llosa), a «saber» qué es México y qué son los mexicanos. Y en este sentido, su contribución no ha sido menos importante que la realizada por tantos antropólogos, etnólogos, filósofos, historiadores, ensayistas, lingüistas, psicólogos sociales y demás pensadores y estudiosos que se han ocupado del fenómeno de «lo mexicano» desde la academia y desde las llamadas ciencias sociales.
      Y es que en ambas novelas se recrea, de manera por demás convincente (más allá de la siempre aplaudible verosimilitud literaria), la forma de ser de dos colectividades del México profundo (Bonfil Batalla again) ante los múltiples dilemas y desafíos que les plantea la vida y también la inminencia de la muerte. Aunque de manera diferenciada, pero igualmente persuasiva, en una obra y en otra aparece un grupo de hombres y mujeres inmersos lo mismo en los apremios cotidianos que en las fiestas populares, en la religiosidad que casi siempre está en pugna con los famosos enemigos del alma (carne, demonio y mundo), presentándose a sí mismos en las efectivas formas coloquiales con que se relacionan entre sí (con frecuencia, para amargarse la vida), y movidos por las ilusiones y los desencantos habituales, así como por la búsqueda de la dicha o al menos el ansiado sosiego que casi siempre acaba siendo alterado por el enjambre de las pasiones humanas.
      En este sentido (ontológico, idiosincrásico, sapiencial…), ni Pedro Páramo ni La feria se quedan a la zaga de El perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos, o de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. E incluso más allá de nuestras fronteras nacionales y culturales, ambas obras, no obstante su bien asumido localismo, han podido trascender su circunstancialidad y contribuir también, a su manera y desde un imaginario sur de Jalisco, a recuperar ese «olvido del ser» que, al decir de Edmund Husserl y varios pensadores existencialistas, ha aquejado a la civilización occidental moderna. Y ello como consecuencia de una limitada idea del «progreso», basada en un desarrollo y en una aplicación empobrecedores y deshumanizantes de las ciencias, especialmente de aquellas que, según el mencionado filósofo alemán, habrían llevado al ser humano «hacia los túneles de las disciplinas especializadas» y hacia catástrofes que pudieron haber sido evitadas, como la Primera Guerra Mundial. Según el ulterior diagnóstico de Kundera, el remedio de esa crisis civilizatoria y de ese «olvido del ser» se encuentra en el incluyente y reconciliador ámbito de las humanidades y específicamente en las novelas escritas contra esa empobrecida visión del mundo.

Dos novelas imposibles
      Desde la publicación de la novela de Arreola, las semejanzas y diferencias entre Pedro Páramo y La feria son dignas de un estudio sustancioso que infortunadamente, cuando han transcurridos ya cincuenta y cinco años, no se ha hecho hasta ahora, fuera de algunos prometedores escarceos como los de Sara Poot Herrera, Jorge Aguilar Mora y Felipe Vázquez. Aun cuando cada uno de estos tres académicos repara en la estructura fragmentaria o poliédrica de ambas novelas, sus acercamientos comparativos no van demasiado lejos, y en el caso particular de Aguilar Mora sólo pareciera haber reparado en la relación entre ambas obras para tildar de malograda la novela de Arreola, para colmo sin ofrecer ningún argumento, y sugiriendo además que la forma fragmentaria de La feria podría haber tenido como modelo a Pedro Páramo y que, de ser así, eso «sería en todo caso lo único memorable de esa novela fallida».
      Por su parte, Poot Herrera, aun cuando no ahonda en las afinidades y diferencias que relacionan a una novela y otra, sí aporta un dato por demás relevante: el hecho constatable de que Arreola ya trabajaba en su novela entre 1953 y 1954, es decir, precisamente por los mismos años en que Rulfo venía haciendo lo propio, enfrascado en lo que terminaría siendo Pedro Páramo, y cuando casualmente los dos eran becarios del Centro Mexicano de Escritores (cme) y por lo tanto ambos —aparte de la amistad que existía entre ellos— no sólo sabían en qué y cómo venía trabajando el otro, sino que estaban también al tanto de los avances que se presentaban y leían periódicamente en las sesiones del cem, dirigido en ese entonces por su fundadora, la famosa Margaret Shedd —a quien Wikipedia reporta con ¡118 años de vida!
      Así que pretender que Arreola recurrió, a la hora de hacer la versión final de La feria, al modelo de estructura discontinua y fragmentaria de la novela de Rulfo o, por el contrario, que Arreola habría intervenido en la forma definitiva de Pedro Páramo, son meras conjeturas o, en todo caso, «un enigma no resuelto». Por otra parte, el hecho de que Arreola haya publicado su novela ocho años después que la de Rulfo tampoco demuestra nada en este sentido, y ello porque en el proceso de hechura de ambas obras, sobre todo en la fase inicial, los dos autores hablan indistintamente en sus respectivos reportes de «capítulos» y de «fragmentos»; Rulfo lo hace en un reporte al cme, fechado el 1 de noviembre de 1953. Y Arreola por su parte, en una entrevista publicada poco después de la aparición de La feria, declaró lo siguiente a propósito de la elaboración de su novela:

Originalmente yo había pensado en un relato puro y extendido, esto es, continuo. Pero los fragmentos que llegué a escribir me desilusionaron: no tenían el ritmo, el tempo que oscuramente trataba de abrirse paso en mí. Al retomar el tema me di cuenta de que algunos pasajes eran buenos pero demasiado breves. [Luego] Me aficioné […] a los fragmentos: no sé si inclinado por mi pereza natural o porque la percepción fragmentaria de la realidad es la que mejor se acomoda a la índole profusa y diversa de La feria.  

A diferencia de Rulfo, que ya no soltó su novela hasta verla terminada y publicada (el colofón de la primera edición de Pedro Páramo sconsigna «el 19 de marzo de 1955»), Arreola, según lo declara él mismo, se desentendió durante un buen tiempo de la suya, para retomarla después (¿transcurridos cuántos meses o años?), cuando pudo ver como un acierto aquello que en un principio le había parecido una equivocación, cayendo en la cuenta de que «los fragmentos» que llevaba escritos y lo habían desilusionado inicialmente en realidad «eran buenos», no obstante su brevedad.
      En conclusión —una conclusión provisional, por supuesto—, la eficaz forma fragmentaria de ambas novelas parece haber estado en germen casi desde el principio de su gestación, cuando sus autores se aventuraban por caminos nada convencionales dentro de la novelística mexicana y aun de la novelística universal.
      Pero la estructura fragmentaria, poliédrica, discontinua, disruptiva… de ambas novelas —que, por ello mismo, requieren de un lector activo o copartícipe— está muy lejos de ser el único punto de contacto entre ellas, pues no son pocas las afinidades y también las diferencias significativas que existen entre una obra y otra. Aun cuando las dos abordan el mundo rural o pueblerino (en este caso se podría decir que el «cosmopolita» Juan José Arreola jugó en la cancha del «telúrico» Juan Rulfo), no lo hacen desde una visión realista y menos aún desde el costumbrismo puro y crudo, una modalidad narrativa que para los años cincuenta y sesenta aún prevalecía en la novela mexicana, no obstante que, desde la década de los cuarenta, tanto Agustín Yáñez como José Revueltas habían comenzado a aclimatar con fortuna algunos hallazgos de las vanguardias narrativas de Europa y Estados Unidos.

Poesía desde la prosa
      Tanto en la obra de Rulfo como en la de Arreola se jubila al narrador omnisciente, se abandona la secuencia lineal de la historia y se da igualmente la espalda a otras convenciones de la narrativa al uso, a fin de tomar otros caminos y ensayar otras modalidades expresivas, optando por que sean los propios personajes quienes cuenten su vida o, para ser más precisos, un fragmento de ella. Y con todos esos retazos vitales, con esa diversidad de voces narrativas —muchas de ellas ubicadas en tiempos igualmente distintos—, ir dándole forma a la trama de ambas novelas, para lo cual se hace indispensable la colaboración de un lector activo o copartícipe, que en su imaginación va armando los estimulantes rompecabezas de Pedro Páramo y La feria.
      Encarnada en el fragmentarismo de ambas obras aparece una concepción igualmente discontinua del tiempo, la cual se acentúa por la pluralidad de voces narrativas, que llega a ser coral en el caso de La feria, pero no en el de Pedro Páramo, donde desde un principio se van imponiendo los solistas, pues aun cuando en la obra de Rulfo también hay una multiplicidad de voces y algunas de ellas son intencionalmente anónimas (no por nada la novela se iba a llamar en un principio Los murmullos), prevalece un narrador relevante y bien definido en la primera parte de la novela: Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo que llega a Comala en busca del padre que no conoce y cuando éste lleva ya varios años de haber muerto, lo mismo que casi todos los personajes del fantasmal pueblo.
      Se ha dicho con acierto que el verdadero protagonista de La feria es el pueblo de Zapotlán. Y es que aun cuando en la novela de Arreola aparece un multitud de personajes, algunos de ellos más o menos bien definidos (el niño que se presenta repetidamente en el confesionario; la poetisa Alejandrina, fuereña que llega a causar desasosiego entre los integrantes del Ateneo de Zapotlán; el indígena Juan Tepano, que pide la restitución de tierras de las que su comunidad había sido desposeída; la guapa y recatada Chayo, por quien suspira don Salva y a la que Odilón «le quita los seis centavos»; María la Matraca, que prospera con el negocio del lenocinio; don Fidencio, el hazañoso fabricante de velas de cera; la prostituta-doncella Concha de Fierro…), ninguno, sin embargo, alcanza la categoría de verdadero personaje, pues su «relevancia» —que no pasa del bajorrelieve— es más bien limitada o transitoria y casi siempre aparece atada a la coral colectividad zapotlense, la única que juega el rol protagónico en la novela.
      Muy diferente, en este sentido, es el caso de Pedro Páramo, que exhibe una galería de personajes bien acabados, varios de los cuales poseen remarcados rasgos propios hasta el extremo de que podría decirse que sobrepasan el altorrelieve y aún la escultura para convertirse en arquetipos humanos: el rencoroso cacique Pedro Páramo; su administrador y admirador y cómplice Fulgor Cedano; el pusilánime padre Rentería; el atrabiliario junior ranchero Miguel Páramo; el siempre aturdido Juan Preciado… Y a la par, la gama de tipos femeninos no es menos rica: la idealizada Susana Sanjuán; la víctima propiciatoria Dolores Preciado; su incondicional amiga Eduviges Dyada; la alcahueta Dorotea la Cuarraca; la madre sustituta y hermana idem Damiana Cisneros, etcétera.
      Otro punto de diferencia entre ambas novelas es su contrastada visión de la vida. Mientras en la obra de Rulfo hay un sentimiento trágico de lo que significa ser y estar en el mundo, con tintes sombríos y sin posibilidad alguna de redención, en la novela de Arreola predomina un sentido optimista, festivo y a ratos juguetón de la existencia, al grado de que hasta los acontecimientos más adversos o catastróficos (muertes, despojos, engaños, sismos…) son presentados con un toque de gracia y levedad, como algo que es parte de la gramática de la vida y, por ello mismo, no va más allá de «un apocalipsis de bolsillo».
      Pero aparte de todas las diferencias y de todos los puntos en común que puedan encontrarse entre Pedro Páramo y La feria, con las que sus respectivos autores coronaron su más bien parca obra literaria, está un hecho incuestionable: se trata de dos formas únicas e irrepetibles no sólo de hacer novela y de alcanzar una narrativa esencializada, sino de llegar a la poesía desde la prosa.

            jlm y José de la Colina, Conversaciones autobiográficas. Al fallecer el doctor Martínez, sus hijos e hijas imprimieron una tarjeta con el texto: «Juan Martínez Reynaga, H 24 de junio de 1888. ? 10 de diciembre de 1962. Vivió 74 años. Gracias papá por darnos un testimonio heroico de amor a Dios y a tu familia. Tus hijos y todos tus descendientes. Con amor y reconocimiento».

      Luis Leal, «Prólogo» a Cuentos no coleccionados, de Francisco Rojas González, Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1992, p. 7.

      Fernando del Paso, De memoria y olvido: vida de Juan José Arreola (1920-1947), Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1994, p. 162.

      Milan Kundera, El arte de la novela, Vuelta, México, 1988, p. 13.

      jlm y José de la Colina, Conversaciones autobiográficas. Al fallecer el doctor Martínez, sus hijos e hijas imprimieron una tarjeta con el texto: «Juan Martínez Reynaga, H 24 de junio de 1888. ? 10 de diciembre de 1962. Vivió 74 años. Gracias papá por darnos un testimonio heroico de amor a Dios y a tu familia. Tus hijos y todos tus descendientes. Con amor y reconocimiento».

      Jorge Aguilar Mora, «Carta sin despedida a un hijo que no tiene nombre (variaciones sobre el tema: “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”)», Hispamérica. Revista de Literatura, núm. 103, Maryland, 2006, p. 13.

      Sara Poot Herrera, Un giro en espiral. El proyecto literario de Juan José Arreola, Universidad de Guadalajara y Lotería Nacional para la Asistencia Pública, Guadalajara, 1992, p. 145.

      Idem.

      Felipe Vázquez, Rulfo y Arreola. Desde los márgenes del texto, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2010, pp. 243-244.

    Emmanuel Carballo, 19 protagonistas de la literatura mexicana, Empresas Editoriales, México, 1965, p. 404.

Comparte este texto: