…filosofar no sirve para nada, no conduce a nada, puesto que es un discurso que no obtiene jamás conclusiones definitivas.
Jean-François Lyotard,
«¿Por qué filosofar?»
Con el objetivo de justificarla social y académicamente, se ha presentado siempre a la filosofía como una disciplina intelectual que nos ayuda a ver las cosas más claras, a orientarnos con preguntas, conceptos y respuestas en una vida oscura y angustiante. Según el discurso institucional, la filosofía aclara y responde, ilumina allí donde todos andamos a ciegas y ofrece coordenadas a los desubicados. Por eso es útil, se dice: enseña a vivir y a situarse en momentos críticos; proporciona herramientas cognitivas a los individuos para estar en el mundo y comprenderlo.
Nada más falso. Si en algo ha contribuido la filosofía a lo largo de la historia, ha sido en impedir que veamos claro. Mientras muchos se frustran porque no entienden, y se afanan por combatir esta desazón, el filósofo vive de complicarse aún más la existencia y la de aquellos que lo rodean. Enfrentarse diariamente a la petulancia de los que todo saben y conocen, o creen saber y conocer, de los que «ven todo claro», fue la principal actividad de Sócrates, padre de la filosofía, a quien se acusó y mató por corromper a los jóvenes de Atenas. La argumentación circular de sus charlas no llevaba a ninguna parte (terminaban donde habían comenzado, con las mismas incertidumbres), porque a ningún lado puede conducir aquel que se reconoce en este principio: Sólo sé que no sé nada. La ignorancia fue la base de su filosofía y sus diálogos; había preguntas (muchas), casi ninguna respuesta. Por eso Sócrates es decepcionante para los que buscan consuelo en la filosofía (como si de religión se tratara). Era un saco de perplejidades y se dedicó a compartirlas mediante la conversación y la ironía, no para superarlas, sino para oscurecerlas todavía más con nuevas dudas. «Torpedo» fue el adjetivo que le aplicaron los de su tiempo, por semejarse al pez que paraliza con el contacto y la descarga de electricidad. El filósofo toleró el mote, con la condición, exigió, de que se reconociera que él mismo estaba entorpecido por los problemas y por eso los contagiaba. Su amor a la sabiduría, el filosofar, no consistía en conocer, sino en pensar e interrogar desde el asombro; actividad más cercana a la vagancia infantil y al ocio que a la ciencia, más próxima a la transgresión de lo «correcto» que a la certeza.
El apremio tan actual de querer verlo todo claro es una necesidad atávica o neurótica, sostiene el filósofo y político Xavier Rubert de Ventós (Barcelona, 1939), autor de más 20 libros de ensayos filosóficos y profesor de estética en la Universidad de Barcelona. Atávica porque un rasgo de los pueblos primitivos es su preocupación por entenderlo y clasificarlo todo, a través de mitos y divinidades; neurótica porque, si algo distingue a los neuróticos, es su enfermiza inquietud por querer escudriñar y saberlo todo, encontrar explicaciones que apacigüen su ansiedad, no tanto para buscar la verdad, sino para aliviar una angustia.
Para Rubert de Ventós, la importancia de la filosofía radica precisamente en lo contrario: en «no verlo claro», en permanecer siempre azorados y próximos a las cosas que, sensuales, se nos ofrecen. «Hacer filosofía requiere ser lo bastante ingenuo —o valiente— para reconocer que no vemos las cosas claras. Para aceptar sin reservas ni coartadas el desconcierto, la desazón y el vértigo que nos produce lo que no entendemos». Si el pensar puede servir para algo es para ensanchar el mar de vacilaciones sobre el que flota la vida humana, para «elevar el tono de nuestras perplejidades». El filósofo es aquel ser perplejo que no deja de hurgar en su perplejidad; ésta es su tarea. Y sabemos que un individuo entumecido por el pensar, al borde de un vado de silencios, parecerá extraño y peligroso a los transeúntes atrapados en la vorágine del quehacer cotidiano; pero para los grandes filósofos, dicha «parálisis» es uno de los más altos niveles a que puede llegar la inteligencia humana. «La característica principal del pensar», afirmó Hannah Arendt, «es que interrumpe toda acción, toda actividad ordinaria, cualquiera que ésta sea». Atreverse a ignorar, soltar las amarras intelectuales en una época en que se comercian verdades y remedios para todo, es apenas la condición para abrir cauce al torrente del pensamiento. Si no, veamos los Ensayos de Montaigne, ese ejercicio soberbio de digresiones sabias y el puro fluir de las ideas. «Varío cuando me place, entregándome a la duda y a la incertidumbre, y a mi forma magistral, que es la ignorancia», escribió el ensayista francés.
Reivindicar esta ignorancia casi adolescente para la filosofía fue una de las apuestas que Rubert de Ventós hizo cuando publicó por primera vez, en 1983, en catalán, este claro, elegante y muy ameno alegato que representa Por qué filosofía, rescatado ahora, en una segunda edición, por la editorial mexicana Sexto Piso. El profesor español insiste en una idea a lo largo de todo el libro: «La filosofía ha de comenzar por ver un poco más oscuro aquello que de antemano todo el mundo ve claro». Pero hay que saber detectar las anteojeras de la doxa más corriente (incluida la de los intelectuales) y no tomarse las cosas demasiado en serio, ser irónicos y no sabihondos pedantes.
A diferencia de quienes creen que los filósofos o pensadores están ahí para resolver problemas y convertirse en «asesores éticos» u opinadores a la carta de algún burócrata de medio pelo, Rubert de Ventós piensa que su eficacia estriba «en la debilidad de su convencimiento», en la inseguridad de sus posiciones, la cual los obliga a dialogar sin descanso con ideas y a repensar lo que tenían por más o menos ciertas. En esta batalla, los clichés, los lugares comunes, el populismo intelectual y la falsa moral serán los enemigos íntimos de todo aquel que esté dispuesto a pensar, a batirse por la fragilidad de sus ideas y el titubeo de sus convicciones. Por eso filosofía, y no ciencia ni religión.