Más de diez años después de la aparición de su primer poemario, La memoria blanca de los muros, Claudia Posadas saca a la luz este manojo de poemas, de entre los que ha venido forjando, con paciencia y casi en silencio total, en medio del mundanal ruido de la cultura: mientras prepara alguna antología o compilación de textos ajenos, conversa con algunos de los principales poetas del continente para registrar lo hablado en la prensa cultural u organiza la presentación de algún libro.
Esta plaquette no recoge toda la labor poética realizada por Claudia Posadas desde aquella otra entrega primeriza, pero sí la representa. Los escasos cinco poemas que aquí se ofrecen —de extensión, en general, más que mediana— dan cuenta de un universo simbólico en claro proceso de afirmación, así como de un tono, un léxico y un sentido de la composición acordes con él.
Ese universo que recrea Posadas con su escritura es el del espíritu imperecedero de los místicos, los magos y los alumbrados. Es el mundo de Plotino y Dionisio Areopagita, de Hildegarda de Bingen y Teresa de Jesús, también de Juan Eduardo Cirlot, Armando Rojas Guardia y Javier Sicilia. Son los dominios, en suma, de quienes se consumen en la visión de la Luz y en el eco de la Palabra, y se esfuerzan en pergeñar esa experiencia con los caracteres propios de la poesía.
Es de esperar que un mundo como el presente —en el que a la retirada o pretendida expulsión del Espíritu le siguen el desenfreno criminal, el egoísmo ilimitado de los poderes fácticos, el sinsentido en casi todos los órdenes de la vida, la desazón constante y sin contrapeso en ninguna esperanza razonable, la desmesura en todo lo peor, en medio de la devastación de la tierra y el empozoñamiento del aire, las aguas y aun las bebidas espirituosas— suscite un ímpetu de sentido contrario en las almas más sensibles. Tarde o temprano, toda la buena poesía de los días por venir habrá de encarar ese terror que, de seguro, es la madre de todos los terrores larvados y en trance de estallar. Y una de las formas de encauzar ese impulso es la poesía que abraza, en toda su radicalidad o en algunos de sus aspectos más llevaderos, una antigua y extendida tradición que apenas caracteriza bien el adjetivo «mística». No hay, pues, incongruencia en el hecho de sobrevivir en la megalópolis enloquecida y envenenada y procurar que el fuego lábil del corazón agitado por la vorágine hipermoderna aspire a fundirse con el inveterado corazón ígneo y divino de las estrellas.
Claudia Posadas ha optado, a su manera, por transitar ese camino. Por eso, en último término, su programa poético —que, en el fondo, es también su proyecto de vida— queda trazado en los tropos de este verso: «Dormimos en la barca sin saber la voluntad de su abandono»: frente a la soberbia destructiva del mundo, la humildad —a un tiempo gratificante y abismal, aterida de miedo— del dejarse llevar por el tiempo. Por eso, también, esta nueva visitación a la Lapis aurea, la Piedra de Oro. El término remite, cuando menos, a la tradición alquímica, al afán por acceder a lo ultramundano desde lo terrenal, de trasuntar la materia impura en sustancia pura, simbolizada desde siempre, en este mundo, por el oro. No se trata de evasión, sino de lucha contra la mundanal deriva hacia la nada, hacia lo que sólo en apariencia es valioso y digno de esfuerzo, desde las cifras mismas de la Tierra imperfecta y, así, interfecta, por aquello que decía Cirlot, en una carta a un amigo: «Si algo muere, es que no vive absolutamente». En menos palabras: se trata del viejo anhelo de absoluto: una buena pasión demasiado humana.
Según lo que registra el curioso Lapidario de Alfonso X el Sabio, las limaduras de la piedra de oro —el metal más noble, «porque la nobleza de la virtud del Sol aparece más manifiestamente en él»—, con el debido acompañamiento de comida o bebida, ayudan «al que tiene miedo por razón de melancolía». Me parece un buen punto de afinidad con estos poemas de Claudia Posadas: limaduras del verbo como «el ave del significado es una ráfaga sin forma», entonan con el sentimiento de que «me abandona la tibieza de lo que había creído una pertinencia», con la impresión de que «todo signo se convierte en vértigo» y de que se está «en esta orfandad», en la que justamente «sólo existe el miedo»; pero el hecho de sorberlas con el pan y el vino de la poesía permite superar el regusto aniquilador de esas tristezas que, al ser proferidas en el poema, imantan algún brote de la esperanza y la alegría.
Esta clase de poesía es fuertemente ideológica: tiende a privilegiar ciertas visiones y aun doctrinas sobre las exigencias formales de la composición poética. De ahí la presencia de frases como «la materia su dolor su podredumbre su razón que no subsiste más allá», que muestro a título de ejemplo. Con todo, Claudia Posadas demuestra tener conciencia de estos peligros y, en consecuencia, se esfuerza por no abusar de recursos retóricos vanos y cimentar el fraseo en una sintaxis fluida, en general, reacia a molestos encabalgamientos y no pocas veces vocada al versículo.
Otra característica arriesgada de este tipo de escritura es el léxico, la sobreabundancia de vocablos con los que sólo unos cuantos iniciados pueden estar familiarizados. De por sí, la metafórica del Espíritu parece resistirse siempre a la comprensión de los legos: recordemos los afanes de San Juan de la Cruz —en realidad, toda una reescritura en prosa— por hacer que una monja de su propio tiempo entendiera sus poemas. Éstos de Claudia Posadas adolecen, en parte, de esa sombra: palabras como «paroxitum», «nigredo», «Azoth» o «albedo», junto con términos como «Resurrección de la Torre del Homenaje», «opus magnum» y otros, pueden cortar, en un principio, la comunicación con el lector. Sin embargo, algunos de ellos, por lo menos, en medio de expresiones de sugerente ambigüedad, pueden suscitar curiosidad, empatía y disfrute, en virtud de que, con mucha frecuencia, el potencial más fecundo de la palabra poética está en la polisemia y la anfibología, no tanto en la literalidad.
Con todo y sus momentos de caída y superables imperfecciones —como sucede, por lo demás, hasta con los mejores poemarios—, esta plaqueta de Claudia Posadas pone en evidencia una pertinente exploración en una de las posibilidades menos cultivadas de la poesía y tal vez más prometedoras de cara a los tiempos que se avizoran. El sentido verdadero de la alquimia estriba en la pericia y la maestría destinadas a hacer que las cosas humanas, las de esta tierra, mejoren; no se le puede negar a Claudia Posadas una plena concordancia con ese espíritu, con ese afán de que la palabra poética mejore y resane el discurso enfermo de este mundo.
Lapis Aurea, de Claudia Posadas.
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México / Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile / LunArena, Puebla, 2008.