Desde que el Fondo de Cultura Económica cometió la temeridad de publicar, en 2012, su Poesía completa, Elsa Cross ya ha dado a luz por lo menos dos nuevos poemarios: Atrapasueños (2014) e Insomnio (2016). No puede haber mejor prueba de que la voluntad de expresión poética de Elsa Cross ostenta una firme vitalidad y de que sus setenta años de presencia en este mundo, en lugar de mellarla o menguarla en algo, operan como motor de su constante renuevo.
Insomnio es la relación obsesiva y abismada de lo sucedido durante cierta noche, en la que acontece ese modo agónico de la vigilia que es la imposibilidad de dormir. Agónico, porque se bate en una oscilación pugnaz entre las deleitables tentaciones de Morfeo y los severos recelos de la mente, que se niega a poner fin a las visiones que la nutren. Así que ese zigzagueo cuaja de manera dinámica como un antinómico «sueño del insomnio».
Esa oscilación polar de la que dan cuenta sus versos inscribe a Insomnio en el ilimitado reino de la representación visual. El insomnio del que se habla en este libro no es un trastorno neuronal o psicofisiológico que impone una vigilia forzada y torturante a quien lo padece. No se trata de algo como lo que sufrió el admirable poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre, quien abandonó este mundo tras una terrible eternidad en la que no podía pegar ojo. El insomnio al que se refiere Elsa Cross, en su obra, es la persistencia en el estado de despierto característico de las almas fuertes, bien constituidas y creativas: la mente permanece en vela, atenta al flujo incesante de las imágenes de toda índole, que brotan del despliegue sin fin de lo real. Claro está: no es lo mismo mantener en movimiento el sistema de la experiencia durante la noche que a lo largo del día. Tras la implantación de las tinieblas, el mundo adquiere otro talante y da ocasión al advenimiento de otras potencias, que precisamente posibilitan y efectúan el vaivén agónico de la conciencia que ya se ha referido. Así, el genuino estado de despierto es el que, según Heráclito, caracteriza al filósofo, dispuesto por ello a escuchar en todo momento al logos siempre viviente. Pero también es propio del ámbito a que remite, por caso, al arte de la memoria inaugurado por el poeta Simónides de Ceos y, sobre todo, del cósmico teatro de la nocturnidad «piramidal» y funesta, que sor Juana Inés de la Cruz dibuja en Primero sueño.
Con todo y el aire de familia que los hermana, son evidentes las diferencias entre el Sueño de la monja jerónima y la estremecedora gesta del espíritu que registra Insomnio. Baste con destacar algunas de las principales. La extensa silva de sor Juana termina en la constatación del intento fallido del alma humana de penetrar en los grandes enigmas del mundo, reservados a la divinidad, cuando puede decirse que el poema de no menos aliento de Elsa Cross desemboca en la victoria de una mente, que logra reflotar tras haberse sumergido en aguas profundas y agitadas, así como sobrecargadas de amenazas. Asimismo, el alma del «papelillo» de sor Juana —así la caracterizó ella misma— se libera de las determinaciones del cuerpo por obra del dormir y, de esa manera, puede recorrer los órdenes del ser, mientras que los libérrimos versos de Elsa Cross registran lo que la mente, con su propia capacidad de videncia, de representación sin mediaciones, contempla en su entorno. De igual modo, se puede aducir que, en el caso de Primero sueño, la psiché, fuera ya de su prisión somática, afronta un escenario objetivo, límpido y bien estructurado, pero en lo que respecta a Insomnio la conciencia misma —o el yo o la subjetividad o como se prefiera llamarla— se ve forzada a vérselas con sus propios demonios, fantasmas, sombras y quimeras. Cabe destacar, no obstantes esas distinciones entre una obra y otra, una comunidad de intención y una coincidencia en el establecimiento de sendos planos de relación entre algo que ve y algo que es visto, inmersos en la singular atmósfera de la noche.
En Insomnio, la mente se descubre —se diría que con algo como pasmo e inquietud— en medio de un escenario que también brota de sí, aunque puede adquirir la distancia de una pantalla: un horizonte de la visión que ciertamente no repara en la problemática distinción dentro-fuera y que, en el último tramo del libro, es nombrado como «pantalla de la mente». Sobre esa plataforma, el libro de Elsa Cross registra trece momentos que, en conjunto, dan cuerpo a una gran obra, un memorable poema de poemas cuyos incipit y final se antojan circunstanciales, coyunturales, en lo formal, aunque ambos toman sustancia en contenidos firmes: la embocadura, como fe y prueba del arranque de una historia del espíritu —no por registrado en una alma sola menos universal— y la desembocadura como alcance efectivo de una meta espiritual que, sin embargo, no se cierra a un nuevo comienzo. En el primero de dichos momentos, la mente demuestra conocer su jurisdicción en el plano general del ser y su penetración en el flujo de las imágenes y manifestaciones con que se muestra, confirma y también infirma constantemente ese mismo ser, como dando paso a lo que siempre viene en la medida en que deviene. Así, se nos dice que «en el insomnio de una noche caben» avatares sin cuento de lo que es en la mente, por la mente y para la mente: desde «caravanas en el desierto» hasta «posibilidades de vidas enteras», sin menoscabo de «hileras de pingüinos» e «impulsos noctívagos», en una dinámica de eterno retorno, por la que «la mente se llena y se vacía / como reloj de arena». Ese tramo del poemario es como una pequeña fenomenología, entendida al modo de constatación de la experiencia de la conciencia —esto es: de una manera que en algo recuerda a Hegel. Además, en el plano formal, ese primer trecho pone sobre la mesa, al menos, dos cartas: una retórica de la adición, la acumulación, la enumeración, por un lado, y el recurso a la anáfora, por el otro. Ambas se avienen con un poema que nos pone en presencia de las obsesiones en perenne transfiguración de una mente nictálope.
Sin ser del todo diferente al anterior, el segundo momento se centra en los movimientos que el insomnio suscita y sostiene en la mente, a la vera de la oscuridad nocturna. Puede verse como un poema dentro del poema dedicado a que pone de relieve el elemento diegético del desenvolvimiento constante de la conciencia: las «historias» que ésta inventa en su acre e irrefrenable despliegue. En suma: algo que el propio texto describe como «el suceder que cabe en una noche de insomnio».
En la medida en que el insomnio abre las esclusas por las que la mente fluye y articula un mundo ad hoc, también se ponen en evidencia sus límites: concretamente la muerte y su congénere el silencio. El tercer momento del poema de Elsa Cross se demora en la circunstancia en que «la mente se tropieza con la muerte» y se sostiene en un vaivén de ruidos de intensidad diversa —bien sea «rasguños en un corcho» y «la marea de la respiración» o «algún estrépito en la calle»— y de privación de todo sonido. Ahora bien, en este caso, se diría que esa ausencia de vibraciones sonoras es una suerte de sucedáneo de la muerte, sobre la cual por cierto triunfa, pues «el silencio abre y cierra sus ondas / se hunde más y más en sí mismo / allí donde la noche / se ahueca como un vientre / y te devora».
El interés del cuarto tramo del poema aquí comentado estribaría en el registro de los poderes del insomnio en quien lo vive y lo «muere». Podría afirmarse que estamos en el momento en el que se da cuenta de que «el insomnio asienta sus dominios»: una situación en la cual la «tela finísima del sueño», que parece dividir lo que de fuera y de dentro se asienta en la mente, sucumbe a la violencia de «la zarpa taimada del insomnio», que efectúa el prodigio de adueñarse «de todo sin moverse».
Hasta el quinto trecho del poema, resulta casi imposible detectar alguna impronta de la archiconocida conexión espiritual y cultural de Elsa Cross con India. En el momento en que la voz poética procura poner al descubierto la fragmentariedad de la conciencia sometida a las agitaciones que suscita la negativa a dormir; es decir: cuando «el insomnio penetra en la noche del ojo», se entreveran la visión despierta y la visión onírica, para fructificar fortalezas en descomposición, como Golcondas sin sustancia material, pero con pregnancia simbólica ineludible. Así es como, en el escenario de la conciencia insomne, se atisba Golconda, «lugar sin espacio / hecho sólo de finos tegumentos / que se encienden / detrás de los párpados / donde se rompe la tela de lo real».
El sexto poema podría ser considerado como el más representativo de Insomnio, al mismo tiempo que aquel donde con más vivacidad resuenan algunos ecos de la tradición mexicana de la composición poética extensa, aun cuando tiene como referente explícito una de las visiones dantescas del Infierno (la perenne y lacerante agitación de los condenados por pecar en asuntos de amor). Aparte de la tonalidad nocturnal y «psíquica» sorjuaniana ya señalada, en este libro de Elsa Cross también resuella cierto aliento de José Gorostiza y de Octavio Paz. Este botón de muestra puede actuar como indicio de ese feliz engarce de voces: «El insomnio y el sueño se abrazan / como amantes furiosos / se muerden / deslizan garras de fiera / por la espalda del otro / Se besan tenebrosos / luchan a muerte / quieren devorarse / deslindarse de sí mismos / convertirse en el otro / Se husmean se estrujan se maldicen / se aferran uno al otro / desconsolados / ciegos». Ahora, si se le reconoce una mayor representatividad a esta sección del poemario, es porque acaso logra con mayor efectividad una fuerza expresiva que pone de relieve el fondo pasional de la experiencia poetizada: una oscuridad del alma como atmósfera propicia para las agitaciones de una funesta «atmósfera de muerte», así como para la constatación del «peso en la conciencia / de tantos amantes desdichados / de tanto sino adverso / dejando caer hasta el abismo / esa pasión compacta / sin límites posibles / sin fisuras / pasión fiera / Y el instante de muerte / tan cerca de la vida // tan distante».
La séptima parte del libro se presenta como un registro de la inestabilidad y consecuente precariedad de la conciencia insomne: la mente abrumada por «el insomnio errático», por «el insomnio cismático», por la sucesión irrefrenable de imágenes, por la finitud o «salto del tiempo en el vacío»: la deriva de un alma que lidia con su propia luz-oscuridad, al tiempo que es alcanzada por una exterioridad domeñada por una «luna bruna», foco caliginoso de algo «tan irreal como el sueño».
En su sección octava, el poema se demora en los poderes inquietantes y muy versátiles de la noche: el gran momento negativo de cara a la luz, el sol, el día, la vigilia claridosa: la patria del silencio, sí, pero sin que llegue a darse nunca algo de gran relieve en la nocturnidad sorjuaniana: el conticinio: el lapso en la dialéctica luz-oscuridad, silencio-sonido, movimiento-reposo —acaso también vida-muerte— que podría acercarse a algo como la negatividad absoluta: la presencia poco menos que sustancial, casi «material» y cósmica del silencio. La noche en que se escenifica toda la deriva anímica dicha en Insomnio no conoce la calma, no alberga la paz. De ahí que, en el curso de ese vaivén de la conciencia «la noche va vaciando / sus contornos / acaeciendo en su trampa mortal / en su trono de nada / mientras la niebla encubre / una condena del infierno / un asalto feroz / ingentes bestias / Y entre la niebla y la visión / se alza / el cálculo de las tinieblas».
El noveno tramo del poema se presenta como la relación de algunas de las facetas más nefastas del insomnio y sus «argucias», en claves formales, en general, más audaces que en el resto del libro. Como podrá notarse, cada parte de éste pone a la vista tonos y artificios poéticos diversos, lo que induce a conjeturar que fueron compuestas en circunstancias diferentes y periodos distantes. En este caso, la vigilia nocturna, tal vez ascética y por ello negadora del orden natural, se hace sentir en la integridad vulnerada de la mente como inclemencia y como horror: fenómenos que emanan de la propia conciencia y la ocupan, sin que pueda asegurarse una independencia genuina frente a una exterioridad objetiva signada, asimismo, por variados avatares del espanto. Aunque suene un tanto pedestre, cabe señalar que no es lo mismo permanecer en vela —en plan de autoexploración o autognosis, y, así, de autopurificación— en Islandia que en un país como el nuestro. De ahí que el «ojo interior» —si vale hablar así— clave su luz en «la materia de la mente», apareciendo ahora demasiado cerca de la «Señora de la Muerte», al modo de «Madre de las miserias / de los humos callados / Madre de los ahogados / de los ahorcados / de los desnucados / de los desventrados / de los ajusticiados / de los calcinados / de los golpeados a muerte / de los perseguidos / de los desaparecidos / de las violadas / de las mutiladas / de las asesinadas / de las deshijadas / de los secuestrados / de los torturados / de los decapitados / de los acuchillados / de los descuartizados / inocentes o no / culpables o no / hermosos o no…».
La décima parte parece privilegiar los efectos de la vigilia sostenida y aun eterna en la conciencia, en la medida en que sigue su curso el incesante vaivén de la representación. «La mente se vuelve un insecto hipnotizado», se dice allí; también, que «zumba la mosca fija en el cerebro», así como que llega el momento en que siente la atracción punzante del abismo. Pero, hacia el final del poema, sucede que «la mente vuelve a su cauce»; como si empezara a dejar atrás un abigarrado universo de fauna, fenómenos y hasta divinidades, en general, pavorosos. Es posible que se trate de un punto de inflexión en el curso del poema: el comienzo del trecho final de un «túnel negro», donde se han presenciado «vuelos negros», «bosques de tumbas», «fosas a flor de piel / con su festín de moscas azuladas», así como «buitres ceremoniosos», además de otros animales de rapiña y carroña e incluso alguna diosa entronizada «en su montón de basura».
En efecto: llega el momento, en la sección undécima del poema, en que «en las mareas del sueño se desplaza / la cápsula vacía del insomnio», lo cual confirma el comienzo de la relación de un curso diegético diferente, encaminado a un desenlace finalmente esperanzador y luminoso. A esa situación nueva le antecede algo equiparable a un lapsus de lo real y su representación: «El oleaje de la noche / se detiene / y la sed se extiende / y la extrema lasitud se duerme / en brazos y piernas y cabeza…». Pese a todo, el lector puede pensar que asiste a una especie de renacimiento, es decir, una forma de parto: una mayéutica de la mente saliendo a la luz, con todo lo que ello comporta de delectación y de dolor. Pero también se advierte que, en esa circunstancia, «todo en torno se deshace / al tacto de la mente» y se asiste a una especie de disolución del sistema de los objetos, de las formas, de las presencias y también del lenguaje: «Nombres como ánforas vacías / […] Nombres que pugnan por salir / en el Templo de los Incorpóreos…».
Se diría que, a fin de cuentas, esa trayectoria de disolución llega a su punto culminante en la sección duodécima, donde se traza el ambivalente estado en el que la afirmación del instante se sostiene en la desintegración del tiempo, sin que ello sea óbice para vivencias desazonantes, pues «frente al instante / quiere la mente hallar su propia muerte…». Con la misma desenvoltura formal que signa a la composición general del libro, en esta parte, se nos dice que a estas alturas del insomnio la mente elude enfrentarse al instante: al «instante puro», donde «se aniquilan los caminos», «se anulan las cabezas de Jano» y así queda obturada toda salida o proyección representativa de la conciencia —sea productiva o reproductiva (la memoria)—, sin descartar que en ese encuadre opresivo la misma mente se anihila conforme con una dinámica de construcción, destrucción, deconstrucción… Pero nada de eso impide que, en su autoimantación, en un giro en redondo, en su calidad de potencia omnisciente y omnipotente, el instante actualice una vez más lo que alberga de fecundo, con lo que «enciende todo en torno» y «hace surgir pensamientos», sin que se ate a ninguno y, a resultas de su propia dialéctica interna de «manantial incesante», sucede que «todo cae en su sitio» y «el tiempo vuela ingrávido».
En el clímax del relato de tan singular «noche oscura del alma» —es decir, en la decimotercera y última sección del poema—, «el insomnio cede paso a una marea profunda», momento divisorio entre aquel en el que, «como en un parto» y acaso sobre las ruinas del tiempo, acontece la dilución del lenguaje y aquél otro en el que irrumpe el gozo con la imposición de la tenue materia del silencio, en el vacío dejado por las palabras tras disolverse en la nada y ceder su espacio al reino infinito de las cifras.
Quien sostenga el aliento hasta el último verso de Insomnio, quien como Elsa Cross mantenga la incandescencia de los ojos abiertos y despiertos ante los paisajes agitados —y, así, sublimes— del alma en vela, habrá dado con la paradoja que sustenta este libro: la posible imposibilidad de haber tratado de «describir con palabras / la muerte de las palabras». Acaso una maniobra solipsista, como advierte la propia autora, sin que ello vaya en detrimento de lo que más importa: la delectación inefable que adviene tras una iluminación más del mundo por obra de la luz del espíritu insomne, en vigilia, así en la noche como en el día.
l Insomnio, de Elsa Cross. Era, México, 2016.