Crónica / Una historia migrante / Natalia Serna

He pasado los últimos tres años cantando las historias de los migrantes. Hoy voy a hacer una excepción y a contar, entre las historias de otros, la mía.
Esta historia empieza en julio de 2009 en Orizaba, Veracruz, con un bautismo sobre un tren de carga.
     Hay eventos que te cambian la vida. A mí me la cambiaron un viaje, un tren de carga y cuatro nicaragüenses que me adoptaron como su familia.
No voy a entrar en detalles sobre el frío de Orizaba o las tardes que pasamos escondidos entre los vagones en Celaya. Diré simplemente que ahí, entre esos cuatro muchachos, me sentí por primera vez plenamente parte de la familia humana. Caminábamos en una misma dirección sin preguntas sobre el ayer, y sin el lujo de pensar en el mañana. Era suficiente saber que éramos uno para el otro, al menos durante esos días en que nos uniera el tren.
     El viaje se acabó en San Luis Potosí. A ellos les esperaban un trailero y la frontera de Texas. A mí me esperaba una serie de preguntas para las que encontraría respuesta años después.
     Seguí haciendo lo que siempre me gustó hacer: cantar. Me fui al sur y anduve por ahí en los bares de Chile y en medio de la revolución estudiantil de 2010.
Me pasaba los días haciendo preguntas sobre la vida, preguntas sobre Dios, y por lo general encontrándome y perdiéndome entre las calles de Santiago.
     Con el paso del tiempo fue naciendo una pregunta que se comió a las demás, y esa pregunta me aturdía, me enojaba, me abrumaba, me asustaba.
     ¿Quién es Cristo?
     Algunos dicen que «es tu amigo», pero, en mi opinión, es un amigo que te da una buena paliza cuando lo ve conveniente.
A mí, la pregunta me quebró.
     Cristo es Servicio.
     Y entonces llamé a la Iniciativa Kino en Nogales, Sonora, y me dijeron que les vendría bien alguien que pudiera hacer llamadas para los migrantes y servir tortillas.
     Perfecto.
     Llegué a la Iniciativa Kino el primero de julio de 2013.
Una de mis tareas favoritas era aplicar las encuestas en el comedor. Gracias a mi superpoder de memorizar nombres, yo podía ver el comedor lleno, y recordar prácticamente cada nombre.
     Nombre: Ubaldo.
     ¿Viene deportado?
     Sí.

     ¿Viene deportado de vivir en Estado Unidos, o acaba de cruzar la frontera?
     De vivir en Estados Unidos.
     ¿Dejó hijos en Estados Unidos?
     Sí (pausa).
     ¿Y como se llaman sus hijos?
     Silencio…
     Se quedó mudo como un hombre que esconde una bomba de tiempo en la garganta,
como un hombre apuñalado que se está desangrado, como un hombre que viene de ver su propia muerte pero sigue vivo queriendo no vivir… Y entendí.
     Silencio… Y detonó.
     Sus ojos negros se pusieron rojos hasta que les corrían lágrimas… hasta que nos corrían lágrimas a los dos.
     Entendí que, si existe Dios, debe de sentir muy hondo tanto dolor, tanta impotencia ante la injusticia. Sentí rabia yo también, e impotencia, porque el sistema es simplemente una MIERDA que no tiene razón ni explicación.
     Llegaron más padres, muchos más, y algunos serán siempre figuras emblemáticas de mis recuerdos. Llegó El Deportado: don Hernández, con su acento de rancho de Guanajuato, con su voz que sonaba a cine de la época de oro, con ese cantar tan amargo y tan dulce y con ese sombrero que le iba tan bien.
     De la mayoría nunca sabré nada. De don Hernández sé que caminó diez días y llegó con el pie destruido a Phoenix.
     Los años en la frontera se pasaron entre tortillas y canciones y atardeceres y lágrimas. Y así como fui creciendo, también fui cambiando.
     A quienes nos dedicamos a explorar el corazón ajeno nos resultan pesadas las instituciones. Te cansas de los roles: éste es el migrante, éste es el voluntario, éste es el servido y éste es el que logra servir. Estorban las categorías, abruman las etiquetas y terminas sintiéndote como pájaro en una jaula. Yo recordaba a mis hermanos y los extrañaba.
     Me despedí de la Iniciativa Kino en febrero de 2016. Como no sabía qué seguía, decidí que la ciudad más cercana era buen lugar para pensar, así que me fui a Hermosillo.
     Me considero por lo general enemiga del Facebook, pero le agradezco algunas cosas: en particular, le agradezco a Mako y Félix.
Mako y Félix llegaron un mes de mayo a la frontera. Eran hermanos de una comunidad indígena en Guatemala. Ellos tenían esperanzas de llegar a Estados Unidos y se dedicaban a la agricultura, pero amaban la música. Los había dejado el guía y decidieron que era más prudente volver a Guatemala que seguir solos. La última vez que nos vimos estaban detenidos comiendo frijoles con arroz en la oficina de migración de Nogales.
     Mako me siguió la pista en FB y me escribió en mayo de 2016:
     «Nata, vemos que estás haciendo muchas cosas en la música y pues nos gustaría hacer un proyecto contigo».
     Yo: «¿Estás seguro?».
     Mako: «Sí».
     «Bueno, dame unos meses y me voy a Guatemala».
     Yo recordaba que a Mako le gustaban los merengues evangélicos y que tenía experiencia con el teclado. Aparte de eso, no sabía prácticamente nada.
     Como tantas cosas en mi vida, me fui sin saber en lo que me estaba metiendo.
Llegué en julio y me recogieron del aeropuerto portando un globo en forma de avión y manejando una camioneta del ochenta. Nos alejamos de Ciudad de Guatemala y empezamos a subir las montañas rumbo al lago Atitlán. Se abrieron campos de maíz, de frijol, de brócoli, y el aire se enfrió hasta que llegamos a Xeatzán Alto.
     Lo que sucedió después es difícil de expresar. Digamos que me sentí como aficionado al box que se enfrenta, en su primera pelea, contra Muhammad Ali. La realidad me noqueó, me pulverizó, me dejó en el piso con las costillas fracturadas y la nariz cubierta en sangre.
     Las mujeres habían preparado tamales para mi fiesta de bienvenida y la casita de lámina de Félix estaba decorada con pino.
Era ya tarde, y una por una fueron llegando las hermanas. Eran hermosas con sus faldas largas y sus blusas tejidas: Marta y Candelaria, Elizabeth, Fidelina, María, Imelda….
     Me miraban con sus ojos negros gigantes y su silencio me aturdía, me aterrorizaba.
     Fue ahí, y al fin, que entendí la gravedad de la situación.
     Habría sido imposible para mí dimensionar qué tanto habían perdido por migrar.
Yo no sabía que Félix había perdido su casa, que las hermanas estaban todas endeudadas, que las chicas dejaron de estudiar por pagar los intereses y que vivían con temor cada día porque los prestamistas podrían llegar en cualquier momento, o los bancos, o los vecinos. Yo no sabía que el huracán Agatha había destruido el campo ni tampoco que fueron las cuentas de hospital de Marta las que habían propiciado el primer viaje a la frontera.
     Dormí la primera noche en ese piso cubierto de pino, odiándome y odiando a Dios por ponerme en una situación que claramente me rebasaba, y al mismo tiempo agradecida por el sleeping que me compró mi mamá años atrás.
     Lo bueno es que ahí no existe la privacidad. De esa manera no has de pasar mucho tiempo solo con tus pensamientos y ahogándote en tus ansiedades.
     Rápido llegó la mañana y con ella llegó Imelda, que se sentó a mi lado con sus ojos gigantes y su cara de angelito de tres años para hacerme varias preguntas en kaqchikel. Cabe advertir que, si vas a Xeatzán, no has de dejar que su sonrisa perfecta y su cara de ángel te engañen. En cualquier momento se lanzará sobre ti como queriendo abrazarte y tu caerás como tonto en su trampa. Estarás inmerso en ese momento, como el que se siente bañado por un gran cariño divino, y ella, mientras tanto, con sus manitas diminutas encontrará tus bolsillos y saldrá corriendo con tu celular.
     Las primeras semanas fueron difíciles. Para estar sola
me perdía por ahí, entre el maíz y el pino. Yo buscaba el silencio. Tanto busqué el silencio que logré perderme en él. Literalmente me perdí en un bosque de noche (pero, como tantas historias, ésa la reservaré para otro día).
     Con el paso de las semanas fue naciendo una amistad. Se revelaron matices de la personalidad de los muchachos, nos reímos de sus recuerdos al migrar por México, lloramos cuando les negaron la visa para entrar a México, y volví a sentirme parte de un pueblo. Sentí también de vuelta esa gran impotencia, esa ira que brota cuando recuerdas que el sistema es simplemente una MIERDA que de nuevo no tiene razón ni explicación de ser.
     Por ahora no sé a dónde llegará el proyecto con Mako y Félix, tampoco exactamente lo que sigue (oh, qué sorpresa).
Lo que sí sé es que empieza a brotar en mí una claridad que nadie me puede robar.
Y es que esta tierra no es de nadie, porque es de todos.
Al caminarla, no hemos de pedirle permiso a nadie,
menos disculparnos por nuestros pasos.
El que hace fronteras se vuelve presa de sus pensamientos, y el que las derriba encuentra la libertad. El cuerpo es el único documento que vale. Y el amor, la única ley. Por ella seguiremos apostando.
Porque sólo de ella es toda la autoridad por hoy y por todos los tiempos.
     Amén.

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