1
Desde que crucé la frontera que divide los Estados Unidos de México, esa línea que en un descuido se abre como una zanja, el inglés aprendido en mis años mozos dejó de funcionar correctamente y, para mi asombro, mi pronunciación se apelmazó y sus palabras se rebelaron en mi contra: los sustantivos se vaciaron, los adjetivos abandonaron su capacidad descriptiva y los verbos se transformaron en una especie de parálisis. Por una razón que no he acabado de entender y me ha robado cientos de horas frente al sillón del psicoanalista, el inglés que manejaba con tanta confianza y articulaba con acento casi imperceptible se desprendió de mi lengua y se desplomó quebrándose en mil pedazos, tal como el espejo de Blancanieves cuando abandonó la tarea de devolverle la imagen acostumbrada, cuando la realidad del mundo había cambiado, cuando dejó de ofrecer las mismas respuestas. Las sesiones con el psicoanalista no fueron suficientes para subsanar el sentido de pérdida; por lo tanto, en un acto de profunda desesperación decidí visitar a un experto en la práctica de la hipnosis. Después de asistir a varias sesiones, una mañana le confesé al doctor que al día siguiente presentaría una conferencia en inglés y estaba asustada. Desesperado me dijo: Just talk! Let it out! Bastante confundida por su reacción, me levanté del asiento, pagué la consulta y volví al mundo con mi lengua quebrada bajo el brazo.
Mi español también ha sufrido los estragos del cambio, sólo que en este caso el deterioro se ha revelado de forma distinta. La gramática se nota alterada y mi expresión oral se ha inundado de anglicismos y palabras del spanglish. Mi escritura flota sobre un océano de ambigüedades y los adverbios no modifican nada. Mi estilo abandonó la poesía y optó por el pragmatismo. Los resultados no han sido óptimos. Vivir en el extranjero ha limitado mi decir y entorpecido mi destreza para expresarme con nitidez en mi propio idioma.
Mi ascendencia (provengo de una familia que salió de Líbano en la Primera Guerra Mundial) ha aumentado mi sentimiento de extranjería. Durante la infancia conviví con el árabe, pero solamente aprendí las malas palabras y algunas frases sueltas. Este idioma se volvió inaccesible porque los mayores lo hablaban para que los chicos no entendiéramos. Sin embargo, fuera del hogar, los abuelos se limitaban al castellano. La discriminación que sufrieron en aquella época desmotivó su práctica abierta. La gente los llamaba «turcos», por lo que dejaron el árabe para ciertas reuniones familiares y la intimidad del hogar. Crecí de lleno con ese idioma sin jamás apropiarme de él, pero con toda su visión del mundo y sus tradiciones. Las consecuencias de haber crecido con una lengua que, por paralela, fue inalcanzable, resultan una incógnita; nunca he reflexionado seriamente sobre ellas.
El gusto natural por la literatura en estas condiciones ha sido desgastante: ha requerido horas extras de estudio, tratamientos psicoanalíticos y periodos enteros de inseguridad. Vivir en un hábitat ajeno erosiona las sutilezas de la expresión.
En medio de estas circunstancias, con una lengua quebrada, una prácticamente fantasmal y otra duramente afectada, entendí que el exilio era parte de mi esencia. Que mis mudanzas sólo eran la extensión de aquel viaje emprendido por mis abuelos cuando llegaron a América en busca de paz y un lugar donde desarrollarse. Entendí también que mi relación personal con la poética del dislocamiento, con ese estado incierto e indefinido, era mucho más íntima de lo que yo misma había querido aceptar. La frase soy de ahora perdía su significación más tradicional y me arrojaba a un viaje interno en busca de un concepto lo suficientemente dúctil para adaptarse a las nuevas circunstancias. Por lo pronto, la zanja ya se había abierto y comenzaba a tragarse mi voz. Con frecuencia me descubría en México escribiendo sobre Líbano, en los Estados Unidos sobre México, y, al visitar el Medio Oriente, regresé cargada de nuevas historias sobre la guerra. Un conflicto bélico tan extranjero como lo puede ser el conflicto entre demócratas y republicanos, pero tan cercano como transitar por la misma avenida donde fluye mi realidad.
La acumulación de dislocaciones ha añadido una fisura a mis lenguas y acarrea consecuencias tan simples como la de no poder encasillar mi raza en los formularios o sociales que la vida diaria requiere, así como las más sofisticadas: la pérdida y, por ende, el cuestionamiento de mi identidad. Si pudiera afirmar con certeza que soy una latina (aunque en realidad no lo sea porque el término está destinado a las escritoras de origen latinoamericano que escriben en inglés, y, como dijimos antes, mi inglés se fracturó), sería una latina confundida, una libanesa mexicana (un término inexistente porque en México las estructuras sociales que se refieren a los orígenes operan por canales distintos) y una americana desdoblada (un concepto políticamente impensable pero altamente descriptivo). A eso lo llamo mis circunstancias. La territorialidad en cuestión. La constante disyuntiva: ¿a cuál geografía de mi imaginario y del imaginario colectivo pertenezco? Quizá a la perenne no pertenencia, a la obligada y dudosa extranjería. O tal vez a la mutante sensación de no estar, de no acabar de llegar, de no acabar de partir, de no acabar de ser, de no poder descifrar quién habita estos nuevos territorios mentales y físicos, de vivir en un entremedio, entre espacios, entre lenguas. Enfrentar la confusión que crea la mirada del Otro al percibirnos, la extrañeza mostrada cuando advierten un acento, la inclinación de su cabeza cuando hablo, el incremento del volumen de su voz cuando me contestan y el regodeo de la dicción cuando se dirigen a mí: Where-do-you-originally-come-from? La mirada perdida cuando tratan de entender palabras que en mi dicción se pronuncian exactamente igual: beach/bitch, bean/been, leave/live.¿Cuál es la diferencia? ¿Una i larga, una i corta? Las exquisiteces de la comunicación.
2
Me convertí entonces en la mutante, la dislocada, la que transita, la que, como entidad chamánica, se mueve entre mundos. Tomé la identidad del camaleón que se adapta a la mirada del otro, la que adopta el aspecto de la supervivencia. Entendí que el espacio vital, antes unívoco, se había bifurcado, haciendo de esta condición la norma, como esos mundos cuánticos que coexisten simultáneamente. La nueva forma de estar abrió la posibilidad a los binomios, tal y como les sucedía a los personajes de Ana Lydia Vega, de Sonia Rivera Valdés o, incluso, del mismo Hemingway.
En el prólogo de la Norton Anthology of Latino Literature (2011), Ilán Stavans habla sobre los temas pilares tratados en la literatura latina de los Estados Unidos. Uno de ellos es la fijación por las raíces, los lazos afectivos hacia el origen se traducen en una duplicación de la identidad. Entendí entonces que la caída libre que había iniciado cuando cruzaba la frontera, esa zanja abierta y amenazadora que prometía tragarse al que decide traspasarla, me había convertido, sin siquiera desearlo, en parte de un estereotipo al que por primera vez empezaba a entender. Había leído al respecto; a decir verdad, el pachuco del Laberinto… o los hermanos del Mambo… no añadían nada a lo que entonces parecía ser mi vida. Tampoco me interesaban. Fue hasta mi salida que la añoranza geográfica y los recuerdos se modificaron desde sus estructuras. El lazo que unía mi pasado con el presente se revitalizó, los recuerdos tomaron forma y cobraron existencia en esta nueva realidad que experimentaba.
Las construcciones afrancesadas de las colonias Roma y Polanco, el centro de la ciudad con patios abiertos y columnas de cantera, los muralistas hablando en las cafeterías, el Ángel de la Independencia como testigo de tantas historias penosas, los churros con chocolate del Portón y las quesadillas de Coyoacán, se contraponían a la arquitectura perfectamente geométrica y aséptica de los suburbios de los Estados Unidos, la precisión de los rascacielos, la exuberante vegetación de los parques, las hamburguesas del McDonald’s o las distintas versiones del pay de queso de las franquicias de restaurantes. En los momentos de más añoranza, veía con desconsuelo el orden exterior: «Todo exacto, piedra sobre piedra, bajo el estupor. Tengo adherida a la piel —planta del pie— un nombre preciso, una esquirla dentada (aguijón o tenso nudo), cristal a la uretra» (Cerón, 56).
El recuerdo dejó su condición pretérita y se amplificó hasta el presente, creando una doble realidad. Ahora me encontraba deambulando entre el presente/pasado, lo comprensible/incomprensible, lo ajeno/conocido, lo familiar/extranjero, lo fijo/cambiante. Los códigos sociales se impusieron a través de las estructuras lingüísticas que exige el nuevo idioma. Sustituí las tonalidades que naturalmente surgen del habla por otras nuevas a las que obliga el inglés; incluso para contestar el teléfono. Pero la tensión que surgía del roce con la gente añadió un nuevo binomio a mi reciente colección: el inglés/español. Me daba cuenta de que en un país de más de trescientos millones de habitantes, constituido en parte por inmigrantes de Latinoamérica, una lengua no «oficial» pulsaba en las estructuras sociales, añadiendo un nuevo componente al dislocamiento. Éste era un país bilingüe que se manejaba como monolingüe y el tironeo entre ambos idiomas y sus estructuras gramaticales, así como mentales, enmarcó mi condición foránea y mi percepción de la pertenencia.
Muy pronto la segunda lengua fungió como un estilete que separaba la noción de equidad, acentuando mi destierro. Su imposición en la vida diaria me llevó a ser parte de una estadística, de material de estudio. A los conceptos de violencia, drogas, decapitación, sangre, revueltas y dictadura usados en el español, se añadieron otros por el canal del idioma adquirido: aliens, wetbacks, ilegals, beaners, foreigners y brownies. Los términos nuevos se apilaron sobre los que flotaban en mi imaginario como una carga política que pronto se convertiría en mi carga diaria y legal. Mis realidades paralelas se politizaron a través de la lengua. Tuve que aprender las nuevas leyes y sus penalidades y cambiar ciertas actitudes: lo que en mi país era normal, aquí se convertía en una falta de educación; lo que allá era bien visto, en los Estados Unidos se volvía un acto ilegal. Judith Butler y Spivak lo explican mejor que yo en Who Sings the Nation State? (2007). El manto del poder de un Estado no desliga a sus habitantes de las leyes que lo rigen. A pesar de lo ambivalente de esta situación, mi falta de identidad jurídica —y mental— ante éste no me libraba de la imposición del poder que ese Estado, y sus ciudadanos, ejercen.
La cuestión en sí es difícil porque estaba sucediendo algo extraño: el país que me recibía, ahora me desposesionaba. El país que históricamente había dado cabida a los inmigrantes, ahora los relegaba a la marginación. Bastaba un poco de acento o una expresión mal estructurada para dejar bien clara la extranjería. Ahora podía entender a William Scott Green cuando anotaba que «A society does not simply discover its others, it fabricates them, by selecting, isolating, and emphasizing an aspect of another people’s life, and making it symbolize their diference».
La problemática dejó de ser subjetiva o una cuestión de aparente inadaptación y pasó a la mesa de discusiones específicamente legales, pero también éticas y psicológicas. Por primera vez en la historia
—mi historia, mi percepción—, las voces de inmigrantes que pulsaban en una realidad lateral a la mía tenían sentido. Un puñado de leyes y un hábitat distinto me situaban al margen, a pesar de mis exhaustivos intentos por pertenecer y construir una nueva identidad. La noción de gravitar entre una frontera y la otra requería de mí una narrativa que me reacomodara en el mundo. Quizá un mundo fluctuante, surgido de desplazamientos geográficos en donde a la idea de salida le corresponde la de llegada, y a ésta la necesidad de encontrar un término para describir la movilidad, para nombrar lo indispensable. Entendía que para encontrar esa nueva denominación tendría que recorrer esa otra, la del inmigrante. La palabra exilio quedaba fuera de lugar, así como el exilio voluntario. La palabra conmutar tampoco era representativa porque mi desplazamiento no era exclusivamente físico; imponía un desplazamiento mental, incluso literario. Me di a la tarea de buscar palabras de autores que estuvieran bautizando esa forma nueva de estar en el mundo, de medios que dieran cabida al espíritu dual del dislocamiento. La capacidad de redactar, de escribir como acto creativo, me permitiría imaginar y concebir el camino. Pero la zanja se ahondó un poco más.
Sin haber invertido un ápice de voluntad, había pasado a ser
—además del estereotipo— parte de las estadísticas del fenómeno migratorio típico de la era de la globalización. Mi forma de estar se caracterizaba por la desposesión; tendría que cavar nuevos canales para depositar mis raíces en la recién adquirida geografía. Tras la posibilidad de permitirme el equívoco, sortear un mundo ajeno, vivir en la añoranza hasta en los detalles más nimios, comencé a incursionar por las rutas internas, porque las externas ya habían sido transitadas históricamente por mis paisanos, congéneres o incluso familiares. La travesía resultaba desafiante e incómoda; era como lanzar redes al vacío.
En ese espacio ciego que precede a la escisión, entendí que la lengua no sólo era el medio por el que delataba mi no pertenencia, también era el medio por el que se volcaba el cúmulo de emociones y sensaciones experimentadas por primera vez. El español se volvió la vía del desahogo, la delgada demarcación de la patria, la membrana que aún contiene. Mi condición foránea se dio a la tarea de buscar nuevos territorios verbales, cabildear con esa dualidad y realizar consensos.
La pregunta quién soy con respecto a dónde estoy obliga a emprender un ejercicio comparativo interminable. El reacomodo es la nueva forma de estar en el mundo; en ambos mundos. Todo es y todo se entiende en relación con ese país que se dejó. Nada existe independientemente, por sí solo, todo existe en comparación con, en relación con.
Dentro de ese movimiento, la memoria regresa a un lugar inexistente. Nunca se regresa a la misma casa añorada (hubiera dicho Heráclito en tiempos del libre comercio). ¿Cómo digerir los pensamientos y las emociones de un impacto así? Escribir. Habrá que escribir para volcar, para nombrar, para recrear. «Imposible», responde esa voz interna, la que teme fallar en el bautismo. «Ni siquiera lo consideres», replica el censor interno.
Doy inicio a una serie de peregrinaciones virtuales; encontrar una vía de expresión que nombre lo ajeno: el idioma, las costumbres, los códigos sociales. ¿Cómo? ¿Tan pocas plataformas para un fenómeno tan recurrente? Leo un reporte de la onu: más de ciento setenta y cinco millones de personas viven fuera de sus países de origen. Imperativo: encontrar un contenedor para el imaginario de un dislocado. Entonces surge Literal.
3
Desde mi llegada, había estado buscando medios en los Estados Unidos para publicar en español. Los pocos que aceptaron leer el material lo rechazaron de inmediato porque mis historias no cuentan mi crianza en ese país del norte, mis profundas raíces con lo prehispano, la cercanía al spanglish o la identificación con el movimiento chicano. Tampoco habían sido concebidas pensando en satisfacer los géneros establecidos por las leyes del mercado de esta sociedad. Mi trabajo no contaba nada de lo que se esperaba de una escritora hispana. Muy pronto me di cuenta de que seguía habitando el dislocamiento: hasta para ser hispana había que satisfacer ciertos requisitos.
Entendí muy rápido que las alternativas para publicar en Estados Unidos eran escasas y mis posibilidades prácticamente se nulificaron cuando descubrí que muchas de las editoriales y revistas dirigidas a los latinos publicaban material exclusivamente en inglés; a pesar de que el territorio cultural norteamericano fuera bilingüe, lo ignoraban, y esto no acabaría de integrar el total de sus expresiones —aun cuando existe una población cada vez más numerosa de hispanoparlantes titulados con maestrías y doctorados. Las opciones viables me remitían a España y Latinoamérica, espacios con los que mantenía lazos precarios o inexistentes. Yo había dejado el lugar de origen en medio de mi formación como escritora, por lo que incluso vincularme con mi propia generación resultaba una tarea ardua; sería difícil aproximarlos desde la distancia.
¿Cómo empezar a recoger los pedazos de eso que había ido tirando en mis países de origen? Pensé que el cambio podría ayudar a desprenderme de una vez por todas de Líbano para acabar de integrarme a México y luego despojarme de México para poder asimilar los Estados Unidos. Muy pronto entendí que los países no se adhieren a la superficie de la piel, sino que se integran a los huesos, a la médula, y lo que en realidad estaba faltando era adquirir la capacidad de nombrar todos esos trozos que conforman la vida. Como decía Lewis Carroll en boca del Conejo Blanco: había que empezar por el principio.
La idea de iniciar una revista bilingüe y cultural, de crear un mundo familiar entre sus páginas, me resultaba tan intimidante como necesaria. Allí se podría traducir física y visualmente la existencia de esa zanja: mi frontera. El proyecto de una revista internacional podría sanar el surco que me había devorado a la llegada; el mismo que había borrado mi voz. Con este proyecto podría salir al exterior hasta donde las semillas de granada que había ingerido durante este proceso lo permitieran. La idea prometía ofrecer la posibilidad de navegar entre ambos países y expresar abiertamente el desdoblamiento en ambas lenguas, la propia y la adoptada. La conciliación y la concretización de ambos universos en las páginas bilingües, en esos momentos de profundo cuestionamiento, resultaba ser un desenlace viable para volver a crear una patria, un estado de confianza y creatividad, para lograr un medio que avalara el encuentro entre mundos. La naturaleza colectiva de una revista podría fortalecer y poner en altavoz la experiencia del dislocamiento, la vorágine de vivir entre lenguas, entre códigos sociales distintos, entre costumbres disímiles y siempre tirando hacia lados opuestos. Asimismo, tenía una visión casi idealista de lo que significaba comenzar una revista cultural. Quería exportar a Norteamérica mi propia tradición literaria y artística y, como dice Malva Flores en su libro Viaje de Vuelta (2011), construir un sitio privilegiado para entender los caminos de la vida intelectual y develar una fotografía de alta resolución en donde número a número se evidenciaran los más inusitados detalles de las ideas que desembocan en la creación.
Los encuentros culturales que se plasmaran en sus páginas podrían concretizarse en la realidad con actividades culturales en las que el intercambio de ideas se pudiera desarrollar de cara a los participantes y su audiencia. De este modo, la necesidad de conexión como el detonador del diálogo internacional no sólo se llevaría a cabo dentro de los interiores de la revista o los artículos en su versión online,sino que se extendería a talleres, simposios y conferencias que dieran testimonio de que la cercanía es inevitable, que la separación imaginaria es absurda cuando la proximidad física es tan obvia, que el vínculo entre la América hispanohablante y la América angloparlante es indispensable, que Latinoamérica no puede concebirse sin los Estados Unidos y viceversa. La idea sería, en pocas palabras, promover la cultura en su sentido más Literal.
Si este proyecto fuera viable, si pudiera sostenerme en el mundo exterior por algún tiempo, se podría dar vigencia a las producciones latinoamericanas que están a la par de otras producciones internacionales. Sólo había que encontrar el medio, la forma de expresarlo. Es cierto, algunas revistas surgen en respuesta a una generación anterior o en oposición a una estética vigente, algunas otras como medio para ejercer su poder. Literal, entre otras causas, surge en el vértice de dos culturas, se desarrolla en el enclave donde dos cosmogonías confluyen y se rozan.
Su propuesta, ahora lo entiendo, era ambiciosa (lo supe cuando, en una ponencia, Adolfo Castañón lo dijo al público). Buscaba dar existencia a ese cruce donde ambas idiosincrasias se tocan, donde dos corrientes marítimas convergen, chocan, se revuelven, discuten, pero donde la tensión lingüística e intelectual pudiera encontrar un cauce. Crear un proyecto independiente sería el primer acto de afirmación, el testigo de esa geografía, de ese estado liminal donde palpitan las ideas; sería la forma de comenzar a navegar entre mundos. A pesar de la visión centralista, tanto de México como de los Estados Unidos, esa franja geográfica y espacial tendría que ensancharse a fuerza de nombrarla, de darle existencia por sí misma, creando una realidad verbal.
El inicio, como todo lo que se inaugura, fue difícil —de haberlo pensado mucho tal vez nunca me habría embarcado en esa empresa. Quizá el detonador fue haberlo hecho en medio del proceso, antes de la digestión de las tres semillas, en medio del ayuno, entre la incertidumbre y la necesidad, mientras la pérdida aún estaba muy vigente y la identidad en plena indefinición. Seguramente ayudó el desarraigo y el apuro de encontrar un hogar. Acaso fue la orfandad verbal, la falta de patria literaria, la necesidad de un lenguaje. Tal vez fue todo o nada. Quizá sólo fue un impulso creativo.
Pero nació Literal cuando la palabra conexión, y, con ella, una imagen de puente cultural, me tomaron por sorpresa. Había que establecer un diálogo entre América Latina y Norteamérica, ocuparse de las manifestaciones culturales y artísticas contemporáneas. Tendría que llenar vacíos recogiendo autores de ambos territorios y publicándolos uno al lado del otro como el primer paso de convivencia.
Literal se convirtió en portavoz de lo que he venido expresando, de lo que se vive en estas tierras. Entre las páginas bilingües y monolingües de Literal se ha explorado y cuestionado el mundo en voces de Wangari Maathai, Martha Nussbaum, Joseph Nye o Cristopher Hitchens; se ha dado cabida al pensamiento duro en la pluma de George Steiner, Slavoj Žižek, Tony Judt, Mark Lilla o Malcolm Gladwell; se da espacio a las voces originales a través de entrevistas con creadores y pensadores como Mario Vargas Llosa, Carlos Monsiváis, Margo Glantz, Sergio Pitol, Tedi López Mills o Carlos Fuentes; se mantienen vivas la poesía y la narrativa y se busca la reflexión y la crítica a través de sus reseñas. En Literal existe una genuina preocupación por las ideas que actúan como el motor de los cambios sociales y artísticos, una inclinación por el análisis del presente, porque en el acto de la observación se nombra la realidad. Y a pesar de no haber olvidado su vocación creadora, también da cabida a la crítica, tanto artística como política. En Literal creemos que la palabra es el punto de partida para nombrar el mundo contemporáneo y entenderlo.
Quizá la labor más difícil ha sido la de convencer a sus lectores que una revista interdisciplinaria puede existir. No me refiero a México, sino específicamente a Norteamérica, porque en ésta última las publicaciones de esta naturaleza prácticamente se desconocen. Existen los journals, pero no las revistas de humanidades. Cuando en 2006 Literal recibió el celj Award en la categoría de mejor revista «híbrida» de ese año, quedaba en evidencia la dificultad con la que los norteamericanos se relacionan con todo aquello que suena a interdisciplinario y humanista, así como su tendencia a encasillar publicaciones con un perfil poco convencional. ¿Cómo lidiar con una entidad híbrida cuando el mercado ofrece journals perfectamente definidos? La existencia de una publicación que habita entre tierras ha sido ardua. Para algunos lectores, la revista tiene excesivos artículos en inglés y para otros demasiados en español. Sólo aquellos que vivimos en circunstancias dislocadas entendemos que esa alternancia y el desequilibrio entre idiomas es un hecho rutinario, porque el territorio cultural norteamericano no ha acabado de integrar las expresiones hispanoamericanas, así como los latinoamericanos aún ven con recelo la influencia cultural norteamericana. Y a pesar de los contratiempos, Literal insiste en acortar distancias y diluir fronteras.
La realización de este proyecto modificó mi entendimiento frente a las circunstancias. La dicotomía partida-retorno y los binomios que habían brotado desde mi llegada se han ido integrando a mi forma de ver el mundo. Ese desdoblamiento que antaño percibía me hizo comprender que no se está fuera sino lejos, que las esencias no cambian sino las formas, que las voliciones y el miedo a lo que se desconoce son parte de la naturaleza humana. Volvía del viaje interno recuperando las palabras extraviadas y su capacidad de nombrar. La lengua fracturada ahora hilvanaba en su particular sintaxis los trozos perdidos.
La vuelta al estado primigenio en el que había salido de mi país hacía tantos años ahora se me presentaba como una utopía, una obstinación de mi parte. La sentencia del ayuno como condición indispensable para el prístino retorno se había violado. Había ingerido las semillas de aquello que me llevaría a un nuevo presente y a modificar la visión del que se concibe como entidad monolingüe y uniterritorial. Durante el proceso, el Hades había ofrecido la posibilidad de convivencia con la alternancia. La actitud trágica del que ha sido arrancado de su hábitat ahora me sonaba a mentira, como dijera Roberto Bolaño frente a un auditorio vienés cuando hablaba de exilio y literatura.
El presente ofrecía las claves para entender y expresar mis nuevas circunstancias, para conectar lo inconexo y encauzar contornos opuestos. La sentencia del mito griego que paraliza al que mira hacia atrás dejó de ser una realidad a nivel psíquico; ya no hubo más necesidad de sesiones hipnóticas. La zanja profunda y lineal había dejado su condición divisoria y adquirió la maleabilidad de una nueva caligrafía.