Me referiré a dos obras de autores mexicanos, jaliscienses ambos, clásicos y, en algún sentido, eternos —de ahí el riesgo de hablar de ellos—: el cuento «Luvina», de la obra de Juan Rulfo El llano en llamas (1953),1 y La feria (1963), de Juan José Arreola. Relacionaré dichos relatos con algunos episodios de la vida nacional y local, y concluiré con una reflexión sobre la cultura en tiempos aciagos. Pretendo nada más, de ustedes, animarlos a que relean estas dos obras maestras, como una clave de interpretación de nuestros tiempos, aquí, en México, en Jalisco, al pie del volcán, o en el llano en llamas.
En su brevedad contundente, «Luvina», el cuento de Juan Rulfo, puede sintetizarse como la claridad de la desolación. El relato es el responso de un caserío rural en México, bautizado como San Juan Luvina por Rulfo, y es también la letanía del desarraigo íntimo que sigue a una experiencia de desolación de tal magnitud, que hace imposible cimentar casa, echar raíces, asentarse, ser comunidad.
«Luvina» es la re-visitación al territorio descarriado que nos expulsa contra toda esperanza. Es el relato que hace un hombre que fue ahí, que ya estuvo, que no pudo, que regresó de haber estado, y que intenta con su descripción impedir que el viajero continúe su procesión hacia ese destino: el pueblo inclemente que es Luvina. Su viento araña piedras, muerde las cosas, rasguña el aire; su frío, es el de un territorio polar y desértico.
¿De cuál pueblo habla Rulfo?
Es el lugar donde se marchitan las flores. El lugar «donde anida la tristeza».
Donde el viento hace ruido como de cuchillo sobre piedra de afilar; donde el viento escarba, desentierra; donde hay goznes de huesos, como en un camposanto en el que también hay desentierros, y el cielo está desteñido, ceniciento.
Es un lugar sin verde donde descansar los ojos. El caserío, en el cerro más alto, es como una corona de muerto. No puede haber evocación más lúgubre.
Rulfo describe un territorio más del Purgatorio que del Infierno, quizá porque aún hay vida, porque aún se puede escapar de ahí.
En el relato, dos preguntas recorren la oscuridad: «¿En qué país estamos, Agripina?», «¿Qué país es éste, Agripina?», clama a su esposa el viajero que recién llega, y relata al que va a viajar ahí, tal vez como maestro rural. Son preguntas válidas si queremos interpretar nuestro tiempo en esta patria nuestra, especialmente dolorosos ahora para los maestros rurales en formación, como los de Ayotzinapa.
Luvina es un sitio de rechinar de dientes. Allí, «Ya no hay ni quién le ladre al silencio». Es una metáfora de la patria nuestra. El único papel que le toca al gobierno, en todo el relato de Rulfo, es el de aquel que manda atrapar; el del que persigue y castiga. Imposible, en estos días, dejar de pensar en Iguala, Guerrero, y los parajes yermos donde el desenterramiento de huesos sucede más como tarea ciudadana que como oficio público.
Juan Rulfo no conoció la masacre de más de setenta migrantes ejecutados con tiro de gracia en San Fernando, Tamaulipas, ni las fosas con cientos de cadáveres en Coahuila —sólo en el pueblo de Allende desaparecieron trescientas personas de la noche a la mañana—, ni los sitios donde en Jalisco ha habido restos humanos, como los veintiséis cuerpos encontrados bajo los Arcos del Milenio, en Guadalajara, hace dos años, o los dieciocho en Ixtlahuacán de los Membrillos (mayo de 2012), secuestrados días antes por la Ribera de Chapala. Más los setenta y cinco hallados en fosas en La Barca, o los ocho en Encarnación de Díaz, o en igual cifra en Lagos de Moreno; los diecisiete de Zapopan, los otros tantos de Tonalá y El Salto, o de Tlajomulco. Los más de treinta y cinco arrojados sobre un bulevar en Veracruz, las decenas de fosas aparecidas recientemente en Guerrero.
No; Juan Rulfo no supo —y tampoco Juan José Arreola— de una cantidad horrorosa de desaparecidos en esta su patria: veintiséis mil ciento veintiuno, según cifras dadas en la sede de la Secretaría de Gobernación en febrero de 2013, de los cuales, hacia finales de mayo de 2014, esta dependencia reconocía ocho mil como vigentes, o los veinticuatro mil ochocientos registrados por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en fecha similar, mientras que la Procuraduría General de la República aceptaba que de la cifra original restaría un total de trece mil ciento noventa y cinco casos, disparidad de datos denunciada por la organización Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en México (fundem), que sigue exigiendo un Registro Nacional de Personas Desaparecidas, con una base de datos única y confiable y un banco de datos genéticos, reclamos de los que finalmente, en plena crisis, parece hacerse eco el presidente Peña Nieto. Jalisco es ahora el segundo lugar en desaparecidos en todo México. Jalisco, la tierra de Rulfo y de Arreola.
No son cifras que inyecten ningún consuelo. Nada supieron ni Rulfo ni Arreola de los jóvenes ejecutados en Tlatlaya, Estado de México, por un batallón del Ejército mexicano, este año, cuando se anunciaba a los cuatro vientos la esperada prosperidad del país, y nada supieron tampoco de los seis asesinados en Iguala, los veinte normalistas de Ayotzinapa heridos y los cuarenta y tres desaparecidos buscados en las ya más de cincuenta fosas en el municipio de Iguala, Guerrero, donde aparecen otros que no son ellos y que nadie había buscado, nadie que fuera autoridad.
Juan Rulfo no vivió en esos días, pero sí la post-Cristiada, los enfrentamientos entre federales y cristeros en Jalisco, Colima, Michoacán, por hablar sólo de territorios vecinos. Supo de las ejecuciones sumarias, de los asesinatos a sangre fría, entre ellos el de su propio padre; supo de la entrega de tierras flacas, secas, como costras de polvo, a empobrecidos ejidatarios condenados a vivir en ellas, y a calmar en ellas su misma sed; supo de los implacables cacicazgos rurales; de las enfermedades que ni yendo a Talpa se curan; de los padres que cargan sobre sus hombros los cuerpos de sus hijos; de los hijos que en vano intentan frenar la ejecución de sus padres y más bien asisten impotentes a sus últimas imploraciones.
Luvina es nuestro ahora, ese sitio que parece no conocer la piedad, donde ninguna mano sale a dar alivio. La de Luvina es la claridad de una visión descarnada.
El nuestro es este país cruzado por caravanas que ni un poeta como Javier Sicilia pudo consolar del todo, del Altiplano al Norte, del Altiplano al Sur. El país donde están llenos los restaurantes de Polanco o Santa Fe, en la Ciudad de México, o los de Plaza Andares y Galerías, en Guadalajara. Donde la crisis no parece haber afectado a los centros comerciales de las grandes ciudades, ni a los hoteles o table-dances de Cancún o Puerto Vallarta —apenas sí a los de Acapulco—, pero no ha tocado a los antros de Guadalajara y Ciudad Juárez, ni a los casinos de Monterrey, las discotecas de Culiacán, Tijuana o Tapachula.
En este país que es el de Rulfo y Arreola hay un tren llamado Bestia, o tren de la Muerte, cerca de cuyo paso, en Córdoba, Veracruz, un grupo de mujeres, Las Patronas, hacen desde hace quince años la obra samaritana de dar de comer al necesitado, emigrantes centroamericanos o mexicanos del sur sureste, que van tras el sueño de llegar a Estados Unidos. Es el país de las rutas del pueblo triqui en Oaxaca, cruzadas de ráfagas entre un grupo y sus adversarios. El país donde se amenaza a periodistas como Lydia Cacho y Carmen Aristegui.
Es el país de un, por fortuna ya, exombudsman nacional, indolente ante el desenterramiento perenne que da tanto trabajo al Equipo Argentino de Antropología Forense, uno de los pocos en los que confían las familias que esperan el reconocimiento de los suyos que están en la morgue, en la fosa común, o en la clandestina, a la intemperie. Este equipo hace la tarea de la Antígona griega frente al rey Creonte: se opone a la utilización de buldóceres sobre la tierra que abriga aún restos humanos, como ha sucedido en Durango… Es el país donde están divididas poblaciones internas de Michoacán y de Guerrero. Donde da miedo transitar por Tamaulipas, Coahuila, Chihuahua, Sinaloa, Durango, o la Comarca Lagunera. Esa patria donde se pronuncia un largo responso. Donde ya ni siquiera nos falta un José Alfredo Jiménez que nos siga deletreando en sus canciones que la vida no vale nada.
Pero le podemos deber mucho a esa claridad rulfiana de nombrar las cosas que nos duelen, la de la conciencia que emerge por todo el territorio nacional, convertido también en territorio de protestas y de solidaridad. Cito una anécdota narrada por Eliseo Diego en su Conversación con los difuntos: antes de la Segunda Guerra Mundial, el escritor inglés G. K. Chesterton rescató, en su poema «La balada del caballo blanco», la gesta de Alfredo, rey de Inglaterra que, asediado por el ejército del Norte, heridos y deshilachados sus guerreros, se había refugiado en una isla del Támesis. Y ahí se le aparece la Virgen. El rey esperaba que la aparición le trajera buenas nuevas. Pero no es así. Ella le advierte lo que le espera: Cito su respuesta tal como aparece en el poema:
Nada te digo para tu esperanza,
nada para tu anhelo,
salvo que el aire se vuelve más oscuro
y el mar crece más alto.
El rey, así advertido, encuentra fuerzas de flaqueza y logra recuperarse, enderezar a sus tropas y vencer al enemigo. Cuatrocientos años después, ya en plena Segunda Guerra Mundial, el primer día de los bombardeos del ejército nazi a Londres, el periódico The London Times no publicó nada en su portada: nada sino esta cuarteta de versos. El pueblo inglés encontró, en la claridad de esa visión, fuerzas suficientes para repetir la hazaña y alejar a los invasores de su territorio.
Y, no lejos de Rulfo, está Arreola. El de Zapotlán el Grande, el Zapotlán de Orozco, Orozco el Grande. El Arreola que también vivió en los tiempos de Rulfo, y supo de las penurias humanas. El Arreola que nos guiña un ojo con su recopilación de voces que describen los preparativos de una fiesta de pueblo, pero que es mucho más que el relato de una feria. Juan José Arreola cuenta la historia de su pueblo en La feria, donde cada párrafo va precedido de hermosas viñetas de Vicente Rojo. Es un texto de murmullos, de distintas voces que van siendo, contra ese silencio de Luvina, al que no hay nadie que le ladre, un mosaico de latidos humanos: el del maestro, el campesino, la explotadora de prostitutas —doña María La Matraca—, el cura, el indio, el líder, la beata, el abogado, el poeta, el zapatero, el usurero, los hacendados, el fabricante de velas, y todos los personajes que dan calor a una geografía.
La anécdota hilarante, el detalle chusco, el ingenio, el gusto por el chiste o por el chisme, la irreverencia de Arreola, bañada también de ternura, van poniendo carne en esos huesos humanos retratados por Rulfo. Víboras mansas que muerden en plena feria; puñales entre amigos; mujeres que corren envueltas en sábanas durante el temblor; la cruz de la conquista vivida por los tlayacanques o jefes de indios como una interminable afrenta por el arrebato de sus tierras, tierras robadas a ellos, contradiciendo las órdenes del rey en la Colonia, y todas las leyes siglos después, y por la posesión de las cuales se cambian mojoneras, se alteran lienzos, se hace cambiar de párroco cuando el que está en turno es afín a la comunidad indígena.
Novela coral, dice Adolfo Castañón que llama Saúl Yurkievich a esta única novela de Arreola, cuyo primer borrador es de 1954 y fue publicada por Joaquín Mortiz en 1963. Una graciosa historia colectiva, un poema cósmico que, sin embargo, esconde otro bestiario tras su apariencia festiva; teatro en miniatura; un ejercicio de microhistoria, sigue diciendo Castañón. Y ciertamente prefigura esa historia matria de la que luego nos hablaría Luis González y González en su Pueblo en vilo, para contarnos la historia de San José de Gracia. El de Arreola es un relato apocalíptico donde no faltan ni la voz de Dios ni la de San José, patrono de Zapotlán.
En medio de la tragedia de las tierras arrebatadas una y otra vez a los pobladores originarios, y de la narración de idas y venidas para recuperarlas, de Zapotlán a Guadalajara y a la capital del país, y de las trapacerías de un usurero poderoso que extrae como vampiro energía de los pobres, irrumpe, como no queriendo, la confesión de alguien que hizo travesuras con la prima, o jugó a las malas palabras en la escuela, o utilizó la imprenta para corregir la ortografía de una ofensa a los jesuitas. Ya desde el «Me acuso, Padre…» con que inicia el párrafo, se sabe que vendrá esa nube de risas a regalar un paréntesis en medio de la idea de las tierras idas, arrebatadas, perdidas:
—Me acuso, Padre, de que leí dos libros.
—¿Cuáles?
—Uno que se llama Conocimientos útiles para la vida privada y otro que se llama Historia de la prostitución. Tienen dibujos.
—¿Quién te los prestó?
—No. Estaban en unas cosas de un tío que se murió.
—Ah… Tráemelos mañana mismo a la sacristía. Vas a rezar cinco
rosarios de penitencia…
Y de repente, como no queriendo tampoco, entre secretos de alcoba, de confesionario o de notaría, aparece la poesía pura de la nostalgia de la niñez, y se reconoce la voz del niño Juan José con el relato de su recuerdo más hondo, el del encuentro con la blanca flor de San Juan en la barranca de Toistona:
La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por vez primera a conocer el campo. Campo de Zapotlán, mojado por la lluvia de junio, llanura lineal de surcos innumerables. Tierra de pan humilde y de trabajo sencillo, tierra de hombres que giran en la ronda anual de las estaciones, que repasan su vida como un libro de horas y que orientan sus designios en las fases cambiantes de la luna…
Acto seguido, Arreola pasa a seguir contando los afanes para sacar adelante las fiestas del patrono Señor San José, y los apuros que todo el pueblo pasará, pues el abogado usurero, al que finalmente irían a sacar algo de provecho, murió de infarto, espantado por tener que gastar tanto en la rifa donde salió nombrado Mayordomo…
En el libro de cartas, apuntes y anécdotas póstumo, editado por la familia de Arreola, Sara más amarás. Cartas a Sara, está la carta de Arreola a su papá, que es quien le enseña las diferentes formas de sembrar, escardar, cosechar, según el vocabulario agrícola regional del sur de Jalisco, y a quien el escritor le pide ayuda y le dice que comente entre sus amigos que ofrece pagar a veinticinco centavos por cada chisme que le aporten para escribir esta feria.
La maestría de Arreola y la claridad de Rulfo nos invitan a mirar completo, a no dejar de lado el humor, a no dejar de ver nuestras Luvinas; a vivir nuestras ferias en su tragedia y en su risa, en su humanidad plena.
Juan Rulfo, Juan José Arreola, el pintor José Clemente Orozco, son tres grandes del sur de Jalisco. José Clemente Orozco nos dejó el mejor Hidalgo Padre de la Patria, portador del fuego, en el Palacio de Gobierno de Guadalajara; el Hombre de Fuego, de la Capilla Tolsá del Cabañas; los rostros de los oprimidos de la tierra en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara, o en el moma de Nueva York. Con ellos nos enseña a ver los rostros de los humildes de la tierra, los despojados, los que siguen esperando una justicia que no llega. Como no llegan las flores a Luvina, como no llegan los frutos ni los cantos.
El Hombre de Fuego, en el ex-Hospicio Cabañas, es una espiral iluminada que asciende por sobre las historias de crueldad de la Colonia esclavista; un Hombre de Fuego que pasó también por Luvina o por el Zapotlán de Arreola. Un hombre que comprendió las edades de La feria y se eleva ya, se reintegra al paisaje y permite que amanezca.
Somos un pueblo alegre, pero nos han querido expropiar la conciencia a golpe de decretos y de monopolios a los que les hemos ido arrancando apenas astillas de poder. Para recuperar la conciencia necesitamos la mirada aguda de Juan Rulfo, y, para no perder la alegría, la mirada múltiple y divertida de Juan José Arreola, que, sin negar lo trágico, nos permite la pausa de la risa, el paréntesis de la travesura, el alivio de la inocencia. Podríamos decir que mientras Rulfo nos sacude lentamente para que las capas que cubren nuestra mirada caigan lentamente y quede sólo nuestro árbol de huesos, la conciencia viva, Arreola nos arrulla de vez en cuando, compadecido de la catástrofe humana vivida en pueblos instalados sobre tierras de indios, arrebatadas, nos saca a la feria anunciada en cientos de párrafos, bien pagado cada chisme de pueblo; nos hace oler los cohetes del castillo de luces, la tierra escardada, los bueyes de la labor, la lluvia mansa. Abre nuestros sentidos para que, además de los huesos vivos, siga siempre bien instalado el corazón frente al asombro de la blanca flor de San Juan.
Los decires de Rulfo y Arreola desentrañan una manera de mirar y de nombrar esta patria herida, quemada, arrasada. Rulfo, lacónico, pinta nítido el dolor de la desesperanza; Arreola integra un mosaico de voces donde la tragedia se baña de risas, poesía y anécdotas, mientras el pueblo entero se prepara para las fiestas. «El rayo y el arcoíris», pudiera resumirse la diferencia de prosas que habla de pueblos donde se siguen cumpliendo los ciclos de las estaciones.
Hoy sigue tronando la pregunta fundamental de Rulfo en medio de nuestros desafíos: «¿En qué país estamos, Agripina?», «¿Qué país es éste, Agripina?». Éste donde se desaparece, asesina y entierra clandestinamente a jóvenes. Éste donde se acomoda a los muertos para que parezca que se les mató en un enfrentamiento. Éste de un despeñadero moral que arrasa hasta el abismo a todos los partidos políticos, a todos los grupos de poder. No tenemos una respuesta fácil. Ninguna lo es. Quizá la forma más amorosa de respuesta la hayan esbozado estos dos escritores en sus respectivas correspondencias con sus esposas. Juan Rulfo a Clara Aparicio; Juan José Arreola a Sara Sánchez. Cito una carta de Rulfo a su entonces novia: «Estamos viviendo el tiempo de las vacas flacas, cuando los pobres son más pobres y a los ricos se les merma su riqueza». Eso le escribe en septiembre de 1947, y continúa: «Pero nosotros no fuimos los que escogimos el tiempo para vivir. Nacimos por milagro y todo lo que nos sigue dando vida es milagroso. Por eso no dudo, y menos aún ahora, de que los dos juntos seremos más fuertes para aguantar el amor o la alegría o la tristeza o lo que venga. Así seremos tú y yo: esos buenos amigos que se llaman Clara y Juan serán como la piedra contra la corriente de los ríos, muy firmemente aliados contra todo, y haremos un mundo».
Cito ahora una carta de Juan José Arreola a Sara, su esposa, en febrero de 1946: «Quiero que no pierdas un momento la imagen de nuestra vida. Quiero hallarte la misma, con todo tu cariño y tu confianza». O esta otra, de marzo de 1950: «Tú recibe toda mi vida y esperanzas. Sabe que siempre estoy junto a ti y que nada nos separa».
La cultura es una poderosa herramienta para volver a mirar el fuego en comunidad y relatar eso que nos hace fraternos. El país atraviesa por zonas de neblina, por tinieblas. Los tiempos son aciagos, nadie lo pone en duda. Pero estas letras, La balada del caballo blanco, esta sabiduría en el mirar, de los autores de «Luvina» y La feria, que entraña una amorosa valentía, nos ayudan a no olvidar por dónde puede llegarnos la luz l
Leído en el «Coloquio Perspectivas de la Cultura Mexicana: una visión comparatista», celebrado del 3 al 6 de diciembre de 2014 en el auditorio Adalberto Navarro Sánchez del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara.
1 Juan Rulfo, El llano en llamas, Editorial RM y Fundación Juan Rulfo, México, 2012.
2 Juan José Arreola, La feria, Joaquín Mortiz, serie El Volador, tercera edición, México, 1966.