La sección transversal del dedo índice izquierdo del padre, mutilado a la altura del nudillo medio, revela un diámetro casi idéntico al de la abertura vaginal de su hija menor. Es necesario indicar que lo anterior podría ratificarse a simple vista, aunque nadie lo ha hecho, pues para ello sería necesario que la hija permaneciera desnuda e inmóvil con la trémula mano del padre descansando en su muslo, lo que sin duda motivaría complicaciones legales y resultaría en extremo difícil explicarle a un juez el porqué de la cercanía entre la mano, la entrepierna de la niña y la mirada de un tercero cotejando estos diámetros.
A nadie le satisface esa costumbre de bordar letras color escarlata sobre las ropas, de ser así, ¿cuántos pechos adornados con Pes mayúsculas distinguiríamos entre la muchedumbre? Ese castigo sería una especie de bálsamo para el transgresor. Incluso el público más sofisticado prefiere la guillotina, la silla eléctrica, los encapuchados sobre el cadalso esquivando los jitomates y huevos podridos dirigidos al condenado. Sería lindo contemplar lo anterior en cámara lenta, cuantimás si una línea segmentada representara la trayectoria hiperbólica de ese desdén. O bien, desean que se favorezca la concesión de una muerte amparada por un guante de látex: de dos a cinco gramos de tiopental sódico para inducir la inconsciencia, cien miligramos de bromuro de pancuronio para incentivar la parálisis muscular y el paro respiratorio, y cien miligramos de cloruro de potasio para detener el corazón, lo que sea con tal de impedir que la mano del dedo mutilado se acerque otra vez a los genitales de la nena. (En realidad, la fórmula tripartita es la mar de simple. Tres químicos. Tres personajes: el Sentenciado sujeto a una camilla mediante un elaborado juego de correas, el Técnico encargado de implantar la cánula en el brazo del Sentenciado, y el Operador que controla la bomba de infusión y la estricta secuencia de los fármacos. No se culpe a nadie: no es delito instalar una línea intravenosa, tampoco lo es presionar un botón. Los testigos y el médico que certifica la muerte se antojan ornamentales. También hay un aparato telefónico de por medio. También un reloj de pared).
El padre perdió parte del dedo índice tras sufrir un accidente con una motosierra mientras cortaba un madero para construir una pajarera de manufactura rústica. Planeaba colgarla de la rama de un árbol sembrado en el jardín trasero de su domicilio. Sucedió en un mes de verano, años atrás, sus hijas aún no nacían. Entre los vellos de las cejas comenzaron a formársele perlas de sudor, hasta que una bastante abultada resbaló por el puente de su nariz y desembocó en el lagrimal derecho. El ardor que sintió cuando el sudor hizo contacto con la comisura del ojo lo cegó momentáneamente. Su dedo estaba cerca de la cuchilla, moverlo fue un reflejo involuntario. Quedó cercenado a la altura del nudillo medio. Por eso resulta tan fácil medir el diámetro de ese pequeño muñón, pero no tanto compararlo con el canal vaginal de la hija. De hacerlo, discutirían sobre él en un sinnúmero de diarios y bloques noticiosos, escucharía mil veces «degenerado » al levantar el auricular.
Debido a la edad y el número de veces que han explorado sus cuerpos encerradas en la intimidad que sus respectivas habitaciones les procuran, las hijas mayores no incitan al padre a realizar la comparación métrica de estos círculos cuyos diámetros supone más amplios que el de su falange truncada.