El meteoroide recorrió la misma órbita en el sistema solar durante quince millones de años hasta que el paso de un cometa lo empujó en dirección a la Tierra. Aún tardó veinte mil años en colisionar con el planeta, durante los cuales el mundo atravesó una glaciación, las montañas y las aguas se desplazaron e incontables seres vivos se extinguieron, mientras que otros lucharon con ferocidad, se adaptaron y volvieron a poblar la Tierra. Cuando finalmente el cuerpo ingresó a la atmósfera, la presión del choque lo redujo a una explosión de fragmentos incandescentes que se consumieron antes de llegar al suelo. El corazón del meteorito se salvó de la violenta desintegración: se trataba de una bola ígnea de un metro y medio que cayó en las afueras de San Borja y cuyo espectacular descenso de los cielos presenció una pareja que discutía en su casa a las cinco y media de la mañana.
Ruddy se levantó a lavar los platos cuando todo estaba oscuro. Abandonó el cuarto de puntillas para no despertar a Dayana, que dormía con la boca abierta, emitiendo gruñidos de chanchito. Se detuvo en el pasillo a sentir la oscuridad, todos sus poros atentos a las emanaciones de la noche. Los grillos chirriaban en un coro histérico; desde lejos le llegó el relincho cansado de los caballos. Otra vez su cuerpo vibraba con la energía mala. Avanzó hasta la cocina y encendió la luz. Los restos de la cena seguían en el mostrador, cubiertos por un hervor de hormigas: Ely, la empleadita, había faltado ese día, y Dayana apenas se ocupaba de la casa. En el campo uno se olvidaba de guardar la comida y los bichos devoraban todo en cuestión de horas. La idea del ejército de insectos bullendo sobre los platos sucios lo inquietaba al punto de empujarlo de la cama. Fregó cada uno de los platos y ollas con vigor, y la actividad logró erradicar por un momento algo de la energía mala de su cuerpo. Se sintió triunfante: había vencido a las hormigas. Capitán América, pensó. Luego secó la vajilla y la ordenó para guardarla. Estiró el brazo para abrir la alacena, pero al acercarse al mostrador su panza rozó por accidente el borde de la mesa. Los platos cayeron en cascada y el estruendo se expandió por toda la casa.
Se quedó de pie, aguardando tembloroso a que Dayana lo encontrara en calzoncillos en medio del estropicio y lo acusara de andar saqueando la cocina en busca de comida a sus espaldas. Pero nada se movió en la oscuridad. Barrió el destrozo sintiéndose estúpido y culpable, se sirvió un vaso de Coca-Cola y se sentó a oscuras en el sofá de la sala, incapaz de volver a la cama pero sin saber qué hacer.
Había empezado a dormir mal desde que el doctor le recetara las pastillas para adelgazar. Era como si su cerebro trabajase a una velocidad distinta, incapaz de bloquear los pensamientos insistentes o los ruidos de la noche. Se despertaba sacudido por un golpe de adrenalina, listo para defenderse del zarpazo de una fiera o del ataque de un ladrón enmascarado, y ya no podía volver a dormir; se resignaba entonces a pasar la noche bajo la urgencia por ponerse en movimiento. Y luego estaba la interminable conversación consigo mismo, la espantosa vocecita en su cabeza que le señalaba todo lo que había hecho mal, los dolores de cabeza que llegaban como vendavales. Odiaba la pastilla.
Y, sin embargo, la pastilla le había salvado la vida. Cuando fue a ver al doctor pesaba ciento setenta kilos, tenía los triglicéridos más altos de San Borja y la certeza de que moriría de un infarto antes de que su hijo Junior empezara el colegio. La gente todavía recordaba la muerte de su padre, hallado desnudo en el jacuzzi de un motel: el paro cardiaco lo encontró cogiendo con una putita adolescente. Estuvo una semana en coma y falleció sin haber recobrado la conciencia. No faltaba el chistoso que ponía a su padre como ejemplo, diciendo que ésa sí que era una manera honrosa de irse de este mundo.
Pero Ruddy no quería dejar huérfano de padre al pequeño Junior. Gracias a la pastilla se le habían derretido cincuenta kilos en siete meses sin hacer ningún esfuerzo. Ni siquiera tuvo que dejar la cerveza o el churrasco. Nada. Un milagro del Señor, le había dicho Dayana, eufórica, y esa noche se había puesto las botas rojas de cuerina que a él le gustaban y habían cogido con frenesí, como cuando eran novios y estaban locos el uno por el otro y tan desesperados que se encerraban juntos en los baños de los karaokes. Fue Dayana quien lo llevó a ver al doctor argentino que pasaba por San Borja vendiendo esa cura milagrosa contra la gordura; también fue ella quien empezó a llamarlo Capitán América, divertida por su repentina hiperactividad. Eso sí, su mujer no sabía de sus vagabundeos nocturnos, de las noches en que la energía mala era tan abrumadora que empezaba a barrer el piso o se tiraba a hacer lagartijas en el suelo hasta que el alba lo encontraba con el corazón enloquecido.
Se acostó en el sofá y cerró los ojos. La fricción contra el forro plástico del sofá le quemaba la piel cada vez que se movía; no encontraba posición que propiciara el descanso. Tuvo pena de sí mismo. Él, nada menos que el hombre de la casa, exiliado de su propio cuarto, mientras que su mujer ni se enteraba. Negra de mierda igualada, pensó con rabia, revolcándose asediado por un nimbo de mosquitos. Debía estar en pie a las seis de la mañana para ir a comprar diésel, antes de que los contrabandistas se llevaran todo el combustible a la frontera. Luego le tocaba arreglar con la familia del peoncito al que una vaca había hundido el cráneo de una coz. Más le valía al peoncito haberse muerto: después de un golpe así en la cabeza le quedaba una vida de idiota o de vegetal. Nunca debió haber aceptado al chico. Hay gente que nace bajo una mala estrella y siembra a su paso la desgracia. Dayana no creía en esas cosas, pero él sí: los collas tenían incluso una palabra para designar al portador del mal agüero. Q’encha. El chico era q’encha, eso debió haberlo notado desde el momento en que vino su madre a dejárselo. Debía tener trece, catorce años a lo sumo. Era un caso curioso, incluso insólito: para haberse criado en el campo no sabía ni acarrear el tacho de la leche. Sus piernas parecían hechas de mantequilla, posiblemente un síntoma de desnutrición. Y no se daba bien con los animales: el caballo relinchó y lo tiró al piso al primer intento de montarlo. Debió haberlo devuelto a su madre ese mismo día.
Pero una vez más se había dejado arrastrar por el deseo de mostrarse generoso, magnánimo, delante de esos pobres diablos. La madre incluso trajo una gallina —casi tan esquelética como ella— de regalo. El papá de él es finado, dijo la mujer, señalando al chico con el mentón, y él no quiso enterarse de alguna historia trágica y seguramente exagerada, semejante a tantas otras que le contaban los campesinos para que aflojara unos pesos. Le prometió hacerse cargo del chico y le adelantó un billete de cincuenta. Ya cuando se iba, la mujer se le acercó tímidamente. Mi hijo tiene un don…, le dijo. Él se rió: ¿Ah, sí? Los paisanos salían con cada cosa. Ella lo miró con gravedad: Mi hijo puede hablar con seres superiores. Él escupió a un costado y se tocó los testículos. Mientras sepa ordeñar, señora, aquí no va a necesitar hablar con seres superiores, le dijo, y después la despachó.
Echado de espaldas en el sofá, Ruddy soltó una risa agria. ¡Qué don ni qué ocho cuartos! El chico ni siquiera había podido evitar la patada de la vaca. Fue Félix, su vaquero, quien lo encontró medio muerto en un charco de sangre. Y ahora él tendría que hacerse cargo de los gastos. Quinientos pesos: eso pensaba ofrecerle a la madre por el accidente del chico, ni un centavo más. Se rascó la panza y suspiró. No había empezado el día y su cabeza bullía de preocupaciones. Dayana, en cambio, seguiría en cama hasta las nueve. Después dedicaría una hora o dos a ensayar la ropa que llevaría para ir a sus clases de canto en San Borja, mientras que al pobrecito Junior lo atendía Ely. Ése era su último capricho: quería cantar profesionalmente. Incluso le había hecho traer un karaoke con luces de Santa Cruz para que pudiera practicar en la casa, a pesar de que el bendito aparato consumía toda la energía del generador y causaba apagones súbitos.
Aplastó con violencia otro mosquito en su canilla izquierda. La luz del amanecer aureolaba las cortinas. Decidió que haría seguir a Dayana uno de estos días con Félix, a ver si de verdad iba donde decía que iba. Pero de inmediato se le ocurrió que Félix haría correr el chisme: don Ruddy cree que su mujer le está poniendo los cuernos, yo la estuve siguiendo con la moto. Antes muerto que en boca de todos esos cambas. Ya se había hablado bastante de él cuando Leidy, su exmujer, se fugó con un brasilero y él casi se suicidó a punta de comida y trago. Sabía que la gente decía a sus espaldas que era débil, que no estaba hecho de la misma sustancia que su padre, que la propiedad se estaba yendo a pique por su culpa. Soy un gordo de mierda, pensó.
Se tiró al piso e hizo cuarenta lagartijas. Al acabar se sentía enfermo y reventado, a punto de vomitar. Y sin embargo seguía tan despierto como antes. Permaneció de rodillas, frustrado y acezante mientras el sudor le escurría por la papada. No podía sacarse al chico de la cabeza. A la semana de su llegada lo mandó llamar. El chico apareció en la puerta de la casa con el sombrero en la mano: tenía el rostro desolado, como era usual en los paisanos, pero no había miedo en sus ojos. Tu madre me dijo que vos sos especial, le dijo a quemarropa. El chico permaneció en silencio, midiéndolo con la mirada. Te voy advirtiendo que no me gustan los flojos ni los charlatanes —continuó— y no me quiero enterar de que estás distrayendo a mi gente con historias de ángeles y aparecidos. El chico respondió con voz serena y firme: Pero no son historias de ángeles y aparecidos. ¡Qué cuero tenía! Ni los vaqueros más antiguos se atrevían a contradecirlo. Su insolencia le gustó. ¿Cuál es, pues, tu gracia?, le dijo, divertido. A veces hablo con gente del espacio, dijo el chico. Él se rio. Había escuchado a los vaqueros repetir con miedo las historias de los indios, leyendas sobre el Mapinguari, la bestia fétida del monte, pero este asunto de los extraterrestres era nuevo para él. Con seguridad el peoncito sufría algún tipo de delirio. ¿Y de qué tratan esas conversaciones, si puedo preguntarte?, le dijo, burlón. El chico dudó antes de contestar: Dicen que están viniendo. El peoncito estaba más loco que una cabra. ¿Y cómo sabés que no es tu imaginación?, le preguntó. Porque tengo el don, contestó el chico con absoluta seguridad. Se acercó al peoncito y le atizó un manotazo en la cabeza; el chico se protegió con ambas manos. La próxima que te oiga hablar del don te voy a tirar a los chanchos, amenazó. Se prometió que esa tarde iría a hablar con la madre y le explicaría que el chico sufría algún tipo de enfermedad mental. Pero estuvo ocupado con las cosas de la estancia y se olvidó. Quizás era su culpa lo que le había pasado al chico. No había muerto, pero los ojos quedaron casi fuera de las cuencas. Él mismo le pegó un tiro a la res que había perjudicado al chico. Era su obligación. Quiso dispararle entre los ojos, pero la mano le temblaba por causa del insomnio y la bala alcanzó el cuello de la vaca. El animal cayó sobre sus patas traseras, gimiendo y arrastrándose. Una desgracia, hacer sufrir así a una bestia. Qué miran, carajo, les gritó a los empleados, y remató a la vaca con dos balazos en la frente.
Félix le dijo que la gente tenía miedo: días antes del accidente el chico anunció que aparecería un fuego en el cielo para llevárselo. ¿Y si les había echado una mareción? ¿Y si estaban todos malditos? Hay un curandero chimán por aquí cerca, le sugirió Félix. ¿Por qué no lo llama para que acabe con la mareción? Qué mareción ni qué mierda, pensó él, y se propuso zanjar el asunto con la madre y acabar de una vez con los rumores. Todo lo del chico lo tenía al mismo tiempo harto y preocupado.
Todavía de rodillas en la sala, le llegaron los pacíficos ronquidos de Dayana desde el cuarto. Debería ser esa negra de mierda la que esté durmiendo en el sofá, no yo, pensó. Finalmente se incorporó y buscó el paquete de Marlboro que escondía debajo del asiento del sofá. No podía dormir, pero al menos podía fumar. Ésa era su venganza contra Dayana y contra el mundo. Nadie le iba a privar de ese placer. Descalzo, palpó los bolsillos del short en busca del encendedor. Debo de haberlo dejado en la cocina, pensó.
Entonces la vio: la puerta de la cocina se abrió como si alguien la empujara con la punta de los dedos. Ruddy soltó un alarido y cayó de rodillas sobre el sofá, esperando el ataque con las manos sobre la cabeza. Se quedó inmóvil en esa posición, demasiado aterrorizado como para huir o defenderse. Volvió a incorporarse poco a poco, acobardado ante la posibilidad de que el intruso estuviera a punto de lanzársele encima, pero no percibió ningún movimiento o ruido a su alrededor. Con cautela encendió la luz de la sala y luego la de la cocina: todo estaba en su lugar. La ventana cerrada de la cocina impedía el paso de la más mínima ráfaga de viento. Debe de haber sido el gato, se le iluminó de pronto. Claro, tiene que haber sido Lolo. Escupió en el fregadero, aliviado. Pero recordó de inmediato que Lolo dormía fuera de la casa.
Se calzó las chinelas y abrió la puerta. Lo recibió la limpidez del día que empezaba a manifestarse. Una bandada de loros anegó el cielo sobre su cabeza; eran cientos, estridentes y veloces. Por un momento los vio formar una espiral amenazante encima de él y tuvo la seguridad de que la multitud alada se estaba preparando para atacarlo. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la bandada había vuelto a dispersarse y se alejaba por el cielo con su estrépito feliz. El aire cargado de rocío de la mañana se le metió por las narices y lo hizo estornudar. Vio al gato acostado sobre el tanque de agua, relamiendo perezoso una de sus patas. El animal lo miró con indiferencia, como si la comida que recibía todos los días no dependiera de él, como si le diera igual que él, Ruddy, cayera muerto en ese instante, liquidado de terror por una puerta que se había abierto sola en la madrugada. Escupió y su esputo fue a dar al pasto húmedo. Volvió a cerrar la puerta y apoyó sus ciento veinte kilos sobre ella. El gordito de las hamburguesas Bob es maricón.A los cinco años lo habían elegido entre decenas de niños obesos para protagonizar la propaganda más famosa de las hamburguesas Bob, en la que aparecía atrapado en medio de dos panes, listo para ser devorado por una boca gigantesca. Así se sentía ahora, atrapado y a punto de ser engullido por una fuerza superior y maligna. Decidió intentar dormir una hora más, hasta que la empleada apareciera en la cocina para hacer el desayuno. Estaba por acostarse otra vez en el sofá cuando notó que la puerta de la cocina se cerraba sin la ayuda de nadie. Sintió una opresión en los testículos y en el estómago. Entonces corrió a llamar a Dayana.
Negra, la llamó, traspasado por el miedo.
Le sacudió los brazos.
¿Qué pasa?, dijo ella, mirándolo desde la frontera del sueño.
Tenés que venir a ver la puerta de la cocina. Se abrió y se cerró solita.
Ella soltó un suspiro profundo y le dio la espalda.
¡Negra!, chilló Ruddy.
Ya voy, ya voy, dijo Dayana con resignación, y se apoyó en los codos para levantarse.
Dormía con el maquillaje puesto para que Ruddy la viera hermosa incluso en sueños. Lo acompañó a la cocina vestida con el babydoll transparente. Tenía los pechos enormes, sensacionales, operados, y toda ella parecía fuera de lugar, como una actriz que se ha equivocado de rodaje. Él le contó a borbotones lo que había pasado.
La puerta se movió sola dos veces, negra, concluyó, asustado. ¿Qué vamos a hacer?
Dayana se cruzó de brazos.
Por el amor de Dios, Ruddy, le dijo. ¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo?
Él la miró en silencio, avergonzado.
¿Qué carajos hacías lavando platos a las cuatro de la mañana?, insistió ella.
No podía dormir, se defendió Ruddy. Pero ése no es el punto, negra. Te digo que están pasando cosas muy extrañas.
Debe de haber sido el viento, dijo Dayana, frotándose los brazos para calentárselos, y se dio la vuelta para regresar a la cama.
Hay algo en esta casa, dijo él a sus espaldas.
¿Qué puede haber?, dijo ella, deteniéndose.
Él dudó antes de convocar la idea. Tenía que juntar coraje para materializarla incluso en sus pensamientos.
Una presencia, dijo finalmente.
Dayana lo miró con incredulidad.
No seás ridículo, bebé, protestó. Ha sido el gato.
¡Lolo estaba afuera!, sollozó él, y agarrando a Dayana por los hombros, la arrastró hasta la ventana. Le señaló al gato, que seguía restregándose las patas en el mismo lugar en que lo había dejado momentos antes.
¿Viste?, dijo él, y se volcó hacia Dayana en busca de la confirmación de sus sospechas.
Pero Dayana no miraba al gato, sino al cielo. Él alzó la vista. Semidesnudos y trémulos frente a la ventana, vieron la bola de fuego descender en el aire tenue de la madrugada y perderse a lo lejos, refulgiendo entre las copas de los árboles.
¿Qué te pasa, Ruddy?, gritó Dayana. ¿Querés matarnos?
Agitándose en los brazos de su madre, Junior lloraba con toda la potencia de sus pequeños pulmones. Ruddy se había dormido por un segundo mientras manejaba y la camioneta se había salido del camino. Despertó justo a tiempo para evitar estrellarse contra un tajibo, pero la brusca maniobra los había estremecido. Dayana se acomodó el escote del top de lentejuelas e intentó apaciguar al bebé. Él volvió a enfilar la camioneta por el camino de tierra, todavía aturdido.
Disculpame, balbuceó, pero su mujer no se molestó en contestarle.
Miró por el espejo retrovisor a Félix, a la caza de algún gesto de burla o reprobación, pero el rostro de su vaquero era impenetrable. Había sido un día agotador. Se había pasado la tarde en compañía de Félix buscando las tres reses perdidas, hasta que las encontraron enredadas en un zarzal: liberarlas y quitarles las espinas les tomó un par de horas bajo el sol. A ratos la vista se le empañaba de cansancio y todos los sonidos le horadaban el cerebro. Ahora mismo, por ejemplo, tenía ganas de ahorcar a Junior para que dejara de llorar. El llanto del niño lo sacaba de sus pensamientos. Por la radio habían dicho que la bola de fuego que él y Dayana habían visto en la madrugada había sido un meteorito. Pero no podía dejar de recordar las palabras del chico. Él había hablado de un fuego en el cielo. Es una coincidencia, había dicho Dayana, empeñada en negar todos los eventos extraños de ese día. Ruddy la obligó a acompañarlo, temeroso de abandonar a su familia en esas circunstancias; su mujer obedeció a regañadientes. Una parte suya se negaba a rendirse ante las supersticiones. ¿Pero cómo explicar lo de la puerta? La puerta se había movido minutos antes de la caída del meteorito. Tenía que ver al chico, tenía que hablar cuanto antes con la madre. Quizás el chico ya estuviera mejor, los cambas tenían una capacidad admirable para recuperarse incluso de las heridas más graves. Pero vos encontraste un pedazo de cerebro al lado de la vaca, pensó, nadie puede sanar de la falta de un pedazo de cerebro. Pisó el acelerador y una nube de polvo envolvió la camioneta. Dayana tosió.
¿Cuál es el apuro, bebé?, le reprochó. Tampoco te tomés tan en serio lo de Capitán América.
Es por aquí, don Ruddy, dijo Félix, señalándole un desvío entre los árboles.
La camioneta avanzó dando tumbos, cercada por el monte. Oscurecía y la noche —él podía sentirla— estaba habitada por una vibración distinta. El resplandor de los curucusís lo distraía. Pájaros de ojos fosforescentes pasaban volando bajo. Todo estaba vivo y le hablaba. Los faros de la camioneta alumbraron una tapera de techo de hojas de jatata; en su interior temblaba la luz de una lámpara de kerosén.
Yo me quedo acá con Junior, dijo Dayana, subiendo las ventanas automáticas. No me gusta ver enfermos.
Mejor, pensó él. Así podría hablar a sus anchas.
Vos, vení conmigo, le ordenó al vaquero, y el hombre bajó de la camioneta tras él.
Pudo oler el miedo de Félix: a su vaquero el chico siempre le había dado mala espina. El hombre lo siguió con reticencia, encendió un cigarro y se detuvo a fumarlo a unos pasos de la choza. No hizo falta llamar a la madre: la mujer los había visto llegar y los esperaba en la puerta. Lo recibió con el mismo vestido viejo estampado de flores con el que había ido a dejar al chico unas semanas atrás. Pero había algo distinto en ella.
Señora, dijo él. ¿Cómo está su hijo?
Se jue, dijo la mujer, mirándolo de frente. No está aquí.
Escuchó a Félix aclararse la garganta a sus espaldas, nervioso. No supo qué decir. Él había venido a hacer preguntas y ahora… El aleteo de un pájaro en su oreja lo sobresaltó. Dio un salto. Pero no había nada ahí, sólo la noche. Notó que estaba cubierto en sudor y que las náuseas regresaban en pequeñas olas.
¿Cómo que se fue?, insistió él.
La mujer sostuvo la mirada, desafiante. Era flaca, pero incluso bajo la tenue luz de la luna percibió la dureza de sus músculos, el cuerpo acostumbrado a cortar leña y a traer agua del río. Debía de tener una voluntad temible para haber sobrevivido en el campo rodeada por los indios, haciendo las tareas de los hombres.
Esta mañana ya no estaba en su cama, dijo ella. ¿Qué quiere que le diga? Se jue sin despedirse.
La madre del chico largó un escupitajo que aterrizó cerca de sus pies. Él fue consciente de la provocación de la mujer. A pesar del mareo y de la presión insoportable en las sienes, tuvo ganas de reírse. Era una risa engendrada por el miedo y el absurdo, y que no llegó a nacer.
¿Me está queriendo decir que el meteorito…?, empezó él.
Váyase, ordenó la madre del chico.
Sólo entonces reparó en que, escondida tras el marco de la puerta, la mano izquierda de la mujer se apoyaba en el caño de una escopeta. Parecía una calibre 12. De las antiguas, registró él, pero capaz de abrir un boquete del tamaño de una moneda de cinco pesos. Como si adivinara sus pensamientos, la mujer acercó el arma hacia su cuerpo demacrado.
Vámonos, don Ruddy, lo urgió Félix desde atrás.
Buscó en su bolsillo el pequeño fajo de billetes que había preparado para la mujer.
Tome, le dijo, y le extendió los quinientos pesos.
La mujer recibió el dinero sin contarlo y lo escondió en su pecho, debajo del sostén. No le dio las gracias: se quedó parada en la puerta de la choza, retándolo con la mirada.
Buenas noches, dijo él.
La mujer no contestó y le cerró la puerta en las narices. Se dio la vuelta para marcharse y descubrió a Félix persignándose. Decidió que a primera hora de la mañana le diría a Dayana que alistara las cosas para irse a San Borja. Pero por ahora era mejor no inquietarla. No antes de emprender el viaje de regreso en la oscuridad del monte.
Ni una palabra de esto a mi mujer, le advirtió a Félix.
¿Cómo está el chico?, le preguntó Dayana cuando subieron a la camioneta.
Está mejor, dijo él, y dio marcha al motor. Dentro de poco va a estar como nuevo.
Gracias a Dios, dijo ella, bostezando. Porque a Junior y a mí nos estaban comiendo los mosquitos.
Dayana reclinó el asiento y acomodó al niño entre sus brazos. No tardaron en caer dormidos, arrullados por el silbido del viento y el vaivén de la camioneta a toda velocidad. Por el espejo retrovisor espió a Félix, que iba con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, como si rezara. El temor de su vaquero acentuaba la indignidad de la situación: dos hombres grandes espantados por una viuda.
Entonces vio los hechos con toda claridad. ¿Acaso no sabía que eso iba a pasar? La mujer había abandonado a su hijo en el monte. La gente decía que eso era algo que hacían los cambas con sus enfermos. En ese momento el chico debía de estar bien muerto, convertido en festín de insectos. En unas semanas sólo quedarían sus huesos, a los que las lluvias de febrero no tardarían en arrastrar río abajo. Pensó si debería denunciar a la mujer. Decidió que no. Después de todo el chico se había accidentado en su estancia, sin tener contrato laboral, y era menor de edad. Los pacos se aprovecharían de eso para chantajearlo y su nombre saldría en los periódicos, rodeado del escándalo. Además, ¿acaso podía culpar a esa miserable por no querer hacerse cargo de un muerto en vida?
Sacó la cabeza por la ventana y buscó en el viento de la noche alivio para el calor que lo agobiaba; el aire le trajo el murmullo de miles de criaturas. Su cuerpo trepidaba con la energía mala: se enseñoreaba sobre él, y esta vez no tuvo miedo de ella sino rabia. Apretó el acelerador. Zumbaron sus oídos y el súbito dolor en el pecho lo arrojó contra el volante de la camioneta. Latiendo entre los árboles, el resplandor lo encandiló. El camino de tierra se le hizo borroso.
Soy Capitán América, dijo la vocecita en su cabeza antes de que perdiera el control de la camioneta.Y luego no hubo más.