Yo que dormí noches enteras
rodeada de locos,
que vagué con la mirada desorientada
por las calles de Asunción.
Yo que bailé reggaetón hasta el cansancio
por aquellos años en que la poesía se desmoronaba.
Yo que me senté a la mesa de los locos, de nuevo,
que charlé de boludeces importantes
con los poetas más preciosos de mi generación.
Yo que viajé kilómetros largos hasta acá
sólo para ser
y que llegué cansada a las esquinas del atontamiento.
Yo que fui tan tonta, mejor lo digo,
que mentí sin remedio,
que viajé varios kilómetros, más adentro incluso,
con pena, con risas, con amargura estéril.
Yo que bebí de tu boca hasta la asfixia,
que soy un bizantino secreto más de la historia,
yo que finalmente confieso siempre anduve perdida
hoy me declaro rota,
precaria, extinguida.
Los miércoles son
Una sucesión invisible de rituales sin memoria,
esta peregrinación incansable de respuestas inconexas,
apenas un tramo imperceptible
en el deambular de un zombie ciego
que se debate con el frío en la avenida.
Son días autistas
de vaciamiento catatónico
en el ojo de la pared,
desmayos con llovizna
en el ánima de los árboles
después de la ventana
o fotos del limbo
sin Dante para explicarlas.
Los miércoles son esta inmutación perpetua
—dice el pronóstico—,
que, si no miente,
podría durar todo el día.