In memoriam † Ignacio Padilla
Ernesto Lumbreras
para Enzia y Pedro
Durante su gestión al frente de la editorial de la Universidad Iberoamericana, Ignacio Padilla publicó a dos amigos comunes, viejos amigos de los días de la caída del Muro de Berlín: Enzia Verduchi, 40 grados a la sombra (2013), y Armando Oviedo, Manzanas de Sodoma (2013). Esas bellas y bien cuidadas ediciones me hicieron recordar aquellos meses finales de 1989, cuando las trompetas de la Historia anunciaban el final y el comienzo de una época. Posiblemente Oviedo fue quien me presentó a Nacho, dado que ambos formaban parte de la infantería de reseñistas del suplemento cultural sábado del diario unomásuno, capitaneado por Huberto Batis; al poco tiempo de conocernos, resultó relativamente fácil fraternizar con otros novísimos escritores con sueños muy parecidos, entre otros, el de publicar nuestro primer libro. La precocidad de Padilla, su kilometraje de lecturas y de práctica escritural, superaba con mucho a la que teníamos sus contemporáneos; por eso mismo, no nos sorprendió que en 1990 apareciera Subterráneos, volumen de cuentos publicado por la editorial Castillo, mérito de haber obtenido el Premio de la Juventud Alfonso Reyes; por coincidencia de ese galardón, Nacho nos pondría en contacto con Jorge Fernández Granados, quien había obtenido el mismo premio, en la rama de poesía, con su primer libro, La música de las esferas.
Más o menos por esos días comenzamos a reunirnos en una suerte de tertulia en el Café Trevi, en los márgenes de la Alameda Central, donde, con desenfado y complicidad, leíamos nuestros primerísimos textos; a ese enclave citadino, que permanece todavía de milagro, asistíamos ciertos viernes Armando Oviedo, Pedro Guzmán, Joel Mendoza, Jesús Quintero, Enzia cuando venía de Campeche, Nacho Padilla y otros menos constantes que los cometas. De todos los contertulios, por lo anotado a su favor, Padilla era un escritor con todas sus letras; además, había sido becario del inba en narrativa bajo la tutoría de Ignacio Trejo Fuentes, antes de la existencia del fonca, y sobrevivido en Suazilandia a una falsa acusación de terrorista mientras estaba de intercambio académico en sus años preparatorianos.
En el arranque de la década de los noventa, la vida literaria en la Ciudad de México poseía bullicio y garbo. Con varios de los mencionados acudí a lecturas de poesía de Alberti, Paz y Bonifaz Nuño, a conferencias de Pacheco y Elizondo en El Colegio Nacional. O a las presentaciones de Cuaderno imaginario,de Guillermo Samperio, y a la de Una introducción a Octavio Paz,de Alberto Ruy Sánchez. Recuerdo que Nacho aún no concluía sus estudios de Comunicación en la Ibero, pero tenía ya en mente salir del país lo más pronto posible; en esos días de «detectives salvajes» hicimos el periplo a Malinalco, en 1991, para recoger ejemplares de las plaquettes que Luis Mario Schneider publicó a dos de nuestros amigos y cófrades, Las maneras del mundo,de Pedro Guzmán, y Trenes de humo al bajoalfombra,de Padilla, ambos títulos convertidos ahora en joyas bibliográficas.
La foto grupal tomada por Alberto Tovalín en las vías del tren de Cuernavaca, que circuló en Facebook a partir de la fatal noticia, es de aquel año de 1991; nos habíamos reunido previamente en la casa de Lomas Virreyes de Fernández Granados, otro amigo de correrías de aquel periodo, y luego nos fuimos caminando —bajo la capitanía de Guillermo Fernández— hacia ese paraje ferroviario hoy desaparecido. Vuelvo a ver ese retrato generacional que se reunió, con otras fotografías de Tovalín, en el catálogo Los conjurados (2008), publicado por la Coordinación Nacional de Literatura del inba. Y allí observo, el tercero de la fila, a un sonriente Nacho Padilla, con barba y pelo rizado, lentes de aro disimulando sus pestañas de querube, sus dedos pulgares en los bolsillos del pantalón, como un pistolero del Viejo Oeste que renuncia a todas luces a desenfundar su Colt Dragoon y nos llama al interior del saloon para invitar copas para todos. Lejos de esnobismos y rigideces protocolarias, nuestro amigo no batallaba para declarar simpatía y admiración, incluso, entre sus coetáneos; de trato siempre jovial y espontáneo, hizo química rápidamente cuando lo presenté con Eugenio Partida y Mauricio Montiel Figueiras, dos escritores jaliscienses con los que tuvo trato en aquellos amaneceres literarios.
Por esos meses comenzó a escribir su novela La catedral de los ahogados (1995),que habría de publicarse, cuatro años después, en Difusión Cultural de la uam durante la gestión de Bernardo Ruiz. Para entonces ya era el editor de Playboy México y comenzó a ganar todos los premios de novela, ensayo, cuento, teatro y literatura infantil a que se presentaba. Como yo trabajaba en la «Metro», cuando Nacho nos visitaba para revisar las pruebas de su novela o entregar una colaboración para Casa del Tiempo, planeábamos comer en la Cantina Don Quijote de la esquina de Puebla y Oaxaca, destino premonitorio de una de sus grandes pasiones: la novela cumbre de Cervantes que lo acompañó por las carreteras de México en versión de audiolibro. En aquella época era un lector voraz y curioso, especialmente de novedades editoriales que todavía no se publicaban en español y que reseñaba en su columna «El baúl de los cadáveres»,del citado suplemento sábado: Saramago, Coetzee, Manganelli, Esterházy, Barnes, Lispector, Otes, Lobo Antunes…
Cinco años después, Nacho se fue a Escocia a continuar sus estudios; luego vino el Crack y su rápido reconocimiento literario con la publicación de Amphitryon (2000). Aunque dejamos de vernos y procurarnos, todas las veces que coincidimos el amigo de andanzas se mostró cálido y nostálgico de aquellos ayeres de artistas adolescentes. En alguna ocasión nos encontramos en Lima, en un festival literario donde coincidíamos poetas y narradores de lengua española nacidos en la década de los sesenta; con orgullo fraterno, me dio gusto presenciar la admiración que le profesaron otros escritores: Marcos Giralt Torrente, Jorge Franco, Leopoldo Brizuela, incluso Alberto Fuguet, la estrella del encuentro que ese año «saltaba» a la pantalla grande con la película Tinta roja,de Francisco Lombardi, basada en su novela homónima. En otro momento nos vimos para comer, con Adriana Díaz Enciso, en un pub londinense durante su sufrida etapa de funcionario público como agregado cultural. Nos despedimos en el metro Victoria con cierto temor, pues una semana antes, la alianza de la estulticia planetaria Bush-Blair-Aznar había lanzado las primeras ofensivas contra Irak y se respiraba tensión por una posible e inmediata respuesta terrorista que, como sabemos, llegaría varios meses después.
Aunque no soy lector de novedades narrativas, leí con deleite cómplice La gruta del toscano (2006), donde Padilla narra las diversas expediciones europeas al Infierno de Dante, una vez que un grupo de alpinistas austrohúngaros descubrieron el amenazante portón pétreo —con la leyenda endecasilábica de lasciate ogni speranza voi che entrate— en una zona del Himalaya. Al lado de las novelas El club Dante, de Matthew Pearl, y de la desternillante La ciudad del Gran Rey, de Óscar Esquivias, que convocan la poesía del gran florentino, esta pieza del narrador mexicano navega en las aguas de la gran literatura fantástica, una verdadera excentricidad en el concierto de la literatura mexicana de la que participan, también, autores como Pablo Soler Frost o Alain-Paul Mallard. Más que corresponder a la tradición fantástica de Kafka o Borges, ahora que leo su libro de relatos Las antípodas y el siglo, asocio la aventura narrativa de Padilla en una confluencia de autores disímbolos como Italo Calvino y Joseph Conrad; en esa alquimia de imaginaciones, los viajes reales y mentales de los personajes de las historias del mexicano están tocados por la enfermedad y la conspiración, por el deseo de gloria y de venganza.
Su precipitada e injusta partida nos deja sólo con sus libros, por leer y releer. Al hombre sencillo y siempre divertido y caballeroso, lo vamos a echar mucho de menos. Aunque no dudo que su inventiva excéntrica encuentre un socavón en el más allá —río subterráneo o grieta de un glaciar— y venga a conversar con sus amigos y lectores, de vez en cuando, en la estancia escarchada o vaporosa de nuestros sueños.