Pasos en la piedra [cinco fragmentos] / José Manuel de la Huerga

1.

La primera luna llena de primavera lleva corona de espinas. Se parece al anillo de un planeta. Hay un pájaro solitario que es capaz de remontar el vuelo hasta su altura y arrancarle la espina más honda.
     En ese instante se desatan tormentas de nieve y lluvias torrenciales, soplan los vientos más gélidos o bajan nieblas espesas a ocultar el río. Pero también se abren islas de sol que despiertan a las flores.
     Los habitantes de Barrio de Piedra lo olvidan de un año para otro y en esos pocos días enloquecen. Visten ropas de penitente o andan medio desnudos azotándose el cuerpo. Comen en abundancia o ayunan hasta matarse. No duermen. Caminan descalzos la noche entera. Aporrean tambores, desafinan cornetas, mecen santos al son. Se encienden historias de amor apasionado o se declaran guerras cainitas de armisticio dudoso.
     Y dicen que todo esto lo causa una sola espina, la que cada año, puntualmente, el pájaro solitario le arranca a la primera luna llena de primavera.

2.
Sería un plano general lento, extremadamente lento, un barrido entre dos luces que abarcara desde lo alto del Puente de Hierro y fuera rastreando la orilla izquierda del río —Monteviejo, la Huerta de los Frailes, el Pinarillo y la ermita de San Atilano—, se detuviera un momento en el centro de la corriente, con su reflejo de luna espejeando más allá del Puente de Piedra, y regresara por la otra orilla, desde la Catedral y el Castillo, contorneando el caserío que acababa de encender su alumbrado mortecino —las murallas desdentadas, las callejuelas empinadas en torno a San Blas y San Martín, la Colegiata— hasta detenerse mansamente en el punto de partida donde los dos amigos se habían apostado.
     Germán Ojeda rodaba un documental, sin cámara… Contaba a su amigo, el alemán Peter Gesteine, la secuencia al detalle, con tal efusión de gestos que conseguía suplir las limitaciones verbales. Así, con ese plano panorámico larguísimo, de casi dos minutos, comenzaría la película que desde la adolescencia llevaba en la cabeza. Peter, mientras, se había colocado tras su cámara fotográfica Leica, real, y, queriendo registrar al amigo en faena, enmarcó su rostro en el lado izquierdo del encuadre, con la Huerta y el río al fondo. El modelo, sumergido en el esfuerzo de una toma magistral que no necesitaría montaje, no se percataba de la intención del alemán, cosa que habría desautorizado. La falta de luz, sin embargo, aconsejó al fotógrafo ahorrarse el disparo.

3.
La imagen de Antonio Lozano, el Pajarero, regresando cada atardecer a la ciudad, formaba parte, también, de los monumentos vivos de Barrio de Piedra. Con el macuto al hombro, por el Puente de Piedra, Germán no sabría decir si abatido o ausente. Pero por ahí estaba regresando, y esperarlo, y verlo, era otra prueba más de que a una fisonomía de piedra y agua se le amoldaba bien la de algunos ejemplares singulares de carne y hueso.
     Desde el Mirador de Troncoso, el alemán abrió diafragma y acercó el zoom cuanto pudo para conseguir una secuencia de fotos de la entrada del profesor. A Germán nunca le había dado clase, acaso por eso siempre le había parecido un hombre viejo a punto de jubilación. En la memoria de cualquier oriundo de Barrio de Piedra, el pelo blanco y denso del Pajarero, sus gafas de cristales gruesos, sus ropas de color crema de camuflaje y su macuto, eran obligados en la descripción del catedrático de Biología. Germán sabía de sus singularidades —por no decir excentricidades— por lo que contaban amigos, conocidos y la gente en general […]
     Un atardecer de verano, cuando otros niños se bañaban en la aceña cercana de Cabañales, Antonio se sentó callado, apoyado en el tronco de aquel sauce. Entre las melenas de hojas acertó a atisbar una garza gris en la otra orilla. Salía de entre la vegetación y se quedaba petrificada hasta que lanzaba el pico veloz sobre un cangrejo o una rana. La estuvo observando un tiempo indeterminado, una pequeña eternidad en la memoria infantil, hasta que un chasquido de ramas espantó al animal timidísimo. Levantó entonces un vuelo poco grácil, que tardó en remontar a la altura. Su cuello recogido, las tres plumas blancas largas de su mechón, su envergadura de animal pesado que, sin embargo, una vez en el aire se aligeró, le resultó lo más maravilloso que se podía descubrir en un verano.

4.
Mira, moras en el cuenco de mis manos, cómelas y chúpame los dedos.
Será la cena de los que se aman, el alimento de los que se ofrecen.
Apura, que el zumo de la fruta se me escurre.
Te lo sorbo con los labios, te lamo con la lengua.
¿Hay más frutos ocultos por tu cuerpo?, ¿los has escondido para mí?
Recórreme los umbrales de la cueva con la lengua. Ay, la lengua…, animal travieso que se escapa y hace su trabajo sin permiso.
Recórreme la boca con tu lengua, hay un lugar en el que aún no te has quedado.
Buscaré en tu cueva sus sabores, los arándanos, las fresas, las granadas, la miel de las colmenas.
En la huerta conocimos sus sabores, en la vendimia los tactos de la uva, pero ninguno era el verdadero.
Ahora lo sabemos: nuestras lenguas se cruzan y se trenzan. A ellas sube el olor de la tierra.

5.
Han encerrado a Jesús en un almacén de vasijas de barro de diferentes tamaños. Muchas están rotas o descascarilladas. Hay también, apilados de cualquier manera, candelabros de hierro a los que les falta alguno de los siete brazos, sillones y escabeles de madera, cojos. Apenas tiene sitio para permanecer de pie, no digamos dar unos pasos. Está obligado a sentarse en un sillón desvencijado de sumo sacerdote, cuyo mecanismo de tijera está inutilizado. Si tuviera a mano las herramientas de su padre, todavía sería capaz de arreglarlo. Entra un poco de luz por el ventano de la puerta cerrada con llave. La luz naranja de una de las antorchas del patio del palacio del Sanedrín se cuela por esa pequeña abertura y le permite ver sombras e imaginar lo que no está. El reo oye pero no llega a entender las palabras de los criados que los sacerdotes han puesto de guardia. Sí escucha, y le acompañan, los sonidos de la noche: la madera, el barro, el hierro, que se contraen y chascan; las patitas de algunos roedores, su masticación ansiosa, el silencio luego, extendido como una sábana que agobia.

 

Génesis
Esta novela es el fruto del trabajo directo de tres años. Pero más allá de ese corto aunque intenso espacio de tiempo, el territorio de la obra extiende sus límites hasta la mirada de un niño al que sus padres llevaban a ver procesiones en una ciudad que cambiaba su fisonomía durante unos días. Las calles se transformaban en un teatro que contaba una historia de todos sabida (y repetida anualmente sin salirse apenas del guión), pero no por eso menos apasionante. Valladolid sobre todo, pero también Zamora, Toro o Medina de Rioseco dibujan el itinerario ideal de los recorridos de Semana Santa de ese niño y terminan viniendo a cuajar en la mente del novelista la ciudad ideal, inexistente pero seguro que intuida por el lector, que es Barrio de Piedra. A los enclaves antes mencionados hay que añadir otros como Palencia, Castronuño, Tordesillas o Peñafiel, o más recónditos como la necrópolis paleocristiana de Cuyacabras o la ermita de San Baudelio de Berlanga, muy cerca ambas de la cabecera del Duero, el monasterio cisterciense de Santa María de Valbuena, en el transcurso medio de este río vertebral, o el punto final del recorrido de su cuenca, Oporto.
     Pero el aire, asfixiante, de ciudad cercada —urbe condita— que es Barrio de Piedra lo aportan las lecturas de dos autores fundacionales: Antonio Pereira y cualquiera de sus cuentos de provincias, cualquiera del primero al último, y Calle Feria, de Tomás Sánchez Santiago, una gran novela sobre una pequeña ciudad en los años finales de la dictadura.
     Escultura, pintura, música, cine, narrativa, poesía y pensamiento, naturaleza y urbanismo, antropología y política… Nunca me había enfrentado a una obra de arte total. Supongo que en la cabeza de un director de cine, de un dramaturgo de ópera o de teatro bullen tantos componentes como lo han hecho en mi cabeza durante los años de documentación y redacción. Nunca había sentido un abismo tal, nunca había escrito una novela con tanto preparativo de planos, itinerarios, localizaciones y horarios, para no olvidar ninguna de las tramas que se habrían de cruzar en estos apenas cinco días intensos.
     Pero ha sido un placer tratar de incorporar al paisaje de la novela la iconografía de Giotto, Brueghel el Viejo, Van Eyck, Caravaggio, George Latour, Velázquez, Gauguin, Modigliani y Chagall, o los frescos, lamentablemente expurgados, de San Baudelio de Berlanga. O la imaginería de la escuela castellana, desde Juan de Juni, Francisco del Rincón y Gregorio Fernández —imprescindible— a Juan Guraya Urrutia y Miguel Ángel Tapia. Aprendí a mirar esta manifestación artística sin complejos —o con todas las contradicciones que sigo acarreando— cuando un grupo de teatro alternativo como Teatro Corsario hizo su aportación a este fenómeno de la Semana Santa con una puesta en escena inolvidable, Pasión, que les valió hace más de veinticinco años el salto a la escena nacional.
     La música de Marin Marais que interpreta Jordi Savall en la película Todas las mañanas del mundo, sus oficios de tinieblas y sus cuadernos de música dedicados a la esposa difunta, son bajo continuo de la obra. Así como las suites de Bach al chelo interpretadas por Pau Casals o Jaqueline du Pré, o todo el trabajo dedicado al redescubrimiento de la música antigua que Savall ha venido desarrollando a lo largo de su dilatada vida creativa. La voz del Coro infantil de la novela la pone el maestro de capilla Tomás Luis de Victoria, sus Oficios de difuntos y para los días santos. Magníficos, aunque casi desconocidos en este país. Pero también hay música contestataria y de barricada. Espero que se oigan bien alto las «Campanadas a muertos» que Luis Llach compuso en estado de conmoción tras los asesinatos de cinco trabajadores encerrados en la iglesia de San Francisco de Vitoria el 3 de marzo de 1976. «Grândola vila morena», de José Zeca Afonso, es el himno de la Revolución de los Claveles portuguesa del 74 que los jóvenes aprendices de revolucionarios de Barrio de Piedra cantan en sus manifestaciones portátiles. Y, claro, también se oye de fondo «Habrá un día en que todos», de Labordeta, y «A desalambrar», de Víctor Jara.
     De cine, la lista es larga: El Evangelio según San Mateo, de Pasolini, esas caras terrosas de pueblo o de cualquier barrio obrero que de tan duras me siguen perturbando, y, en el otro extremo, la modernez de Jesucristo Superstar, que por aquí en los setenta se movía en el territorio ambiguo de la provocación y la progresía cristiana. Para el capítulo de la Cena hay un cuento largo de Isak Dinesen, El festín de Babette, que en algún momento me arrastra a la cena fundacional de Cristo y sus discípulos, por austera y al tiempo delirante. La versión de cine, excelente, es de Gabriel Axel, del año 1987. Y de historias de amantes que se citan sin rubor en medio de una naturaleza edénica, no conozco otra mejor que El amante de Lady Chatterley, novela de D. H. Lawrence y versión de cine —la mejor— de Pascale Ferran, de 2007. Sacrificio, de Tarkovsky, y Jules y Jim, de Truffaut, también aportan ideas sobre la construcción de majanos y las historias de amor fou, respectivamente. De cine español, una película que entra de lleno en la guerra civil y el papel de la Iglesia, claudicante —connivente, dirigente— salvo en contadas excepciones, es La Buena Nueva,de Helena Taberna, de 2008.
     Algunas obras de narrativa que el lector atento puede vislumbrar son un hermoso cuento de iniciación al sexo adolescente, de Kjell Askildsen, «Desde ahora te acompañaré a casa»; el de Buzzatti, «La noticia»; el de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, «La sirena»otra felicidad paradisíaca a orillas del Mediterráneo, los cuatro Evangelios oficiales junto al controvertido Evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Historia de un otoño y El mudejarillo, de Jiménez Lozano, me han señalado el camino de una lectura evangélica desnuda.
     También de Lozano, pero en el ámbito del ensayo, su imprescindible Guía espiritual de Castilla y Los ojos del icono. Una pena en observación, de C. S. Lewis; Los tres hijos de Noé, de Simone Weil; las Tesis de Filosofía de la Historia, de Walter Benjamin; Seis propuestas para el próximo milenio y La Luna (la conquista del aire), de Italo Calvino. Frazer y su Rama dorada, Graves y La diosa blanca; Walden, de Thoreau, El camino del Zen, de Alan Watts, y el Tao Te Ching alientan el espíritu, irreverente acaso para algunos, de muchas de estas páginas. Pensadores como Mircea Eliade y Simone Weil deseo que latan en el subsuelo de la obra, por persona interpuesta.
     Algunos libros de antropología, etnografía y tradiciones que me han guiado, y alumbrado, son El hechizo de la Semana Santa y Procesiones de Semana Santa y tragedia griega: más allá de la representación, ambos de Enrique Gavilán, ambos imprescindibles para intentar levantar este edificio de ficción con cierta verosimilitud. También la Fastiginia, del viajero portugués del xvii, Tomé Pinheiro da Veiga. De año y vez, de Carlos Blanco, y Fiestas y ritos tradicionales, de Antonio Sánchez del Barrio, han sido debidamente leídos y «expoliados» con admiración.
     Y la presencia de la naturaleza, del río y de los pájaros. Algunas guías de los bosques de ribera, de la ribera de Castronuño especialmente, pero sobre todo el acompañamiento de Luis Ignacio Rojo, con quien he compartido algún momento emocionante al pie de la ribera del Duero en Castronuño, y que se ha implicado tanto en la redacción de esta obra que los planos de Barrio de Piedra son de su autoría. Otro «pajarero» presente en sordina es José Jiménez Lozano. Y Ana Rojo, que cada año, puntualmente, me avisa de la llegada y partida de los vencejos. Ella es mi compañera por todo el curso del Duero, desde su nacimiento en Urbión hasta Oporto; por los Arribes, por los cortados de Toro, por Castronuño, por Tudela. También por Monte Corona y su bosque de secuoyas americanas. Por Comillas y su playa, Oyambre. En mi memoria estos lugares me remiten sólo a ella.
     Dejo para el final la poesía. Los poetas son quienes están más cerca de lo escondido. Ellos acceden a ese saber superior por intuición que a los demás nos deja en el pasmo. Ellos, creyentes o ateos, saben más de los ritos de paso, del eterno retorno o del sacrificio del justo que nadie. Y ellos, sus versos, están muy presentes en la novela: Claudio Rodríguez, Francisco Pino, Basho y la impecable traducción que de sus Sendas de Oku hace Octavio Paz; Issa Kobayashi; cómo no, Fray Luis de León, Juan de la Cruz, y sus lecturas del Cantar de los Cantares.
     Acompañan a la documentación los planos de la ciudad imaginaria y dos enlaces web que el lector puede consultar para mayor información: uno es la presentación que, en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid (España), tuvo lugar el pasado 1 de abril: youtube.com/watch?v=5bPTRL20R5k, y otro la recopilación que la editorial Menoscuarto viene haciendo de noticias y críticas de la novela: menoscuarto.es/libro/pasos-en-la-piedra
     Por último, la portada de la novela es obra de Rafael Vega, artista plástico. Él quiso mantener para su «grieta» en la piedra el título original de la novela, que era Los días santos.

Comparte este texto: